Tribuna:

Un trono en el desierto

La mejor definición de autor clásico que conozco se encuentra en el ensayo biográfico sobre Dickens de G. K. Chesterton: "Un rey del que ya se puede desertar, pero al que no hay modo de destronar". Precisamente en este sentido es hoy un clásico Sigmund Freud, cuyo trono invulnerable se alza en el desierto multitudinario de la vulgarización de su nombre y de la apropiación debida e indebida de su obra. El trono está vacío, lo que no quiere decir que carezca de ocupante: fue él mismo quien mostró la necesidad de este enigma. Pues de la estrecha complicidad de esfinges y edipos, cuanto se despren...

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La mejor definición de autor clásico que conozco se encuentra en el ensayo biográfico sobre Dickens de G. K. Chesterton: "Un rey del que ya se puede desertar, pero al que no hay modo de destronar". Precisamente en este sentido es hoy un clásico Sigmund Freud, cuyo trono invulnerable se alza en el desierto multitudinario de la vulgarización de su nombre y de la apropiación debida e indebida de su obra. El trono está vacío, lo que no quiere decir que carezca de ocupante: fue él mismo quien mostró la necesidad de este enigma. Pues de la estrecha complicidad de esfinges y edipos, cuanto se desprende -y ya es muchoviene a ser no la solución de los enigmas, sino la constatación de su necesidad.

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Pasión oculta

Recuerdo muy bien mi primera lectura de la Psicopatología de la vida cotidiana en la habitación bastante lúgubre de un hotel barato de Barcelona. Dejé el libro abierto boca abajo sobre la colcha de la cama en la que estaba tumbado y miré las manchas húmedas en el empapelado verdoso, pensando: "Es así. ¡Es exactamente así'. Ya antes había sentido una avasalladora convicción semejante con los Manuscritos del 44, de Marx: "¡Tiene que ser así!". En ambos casos se revelaba no sólo el mecanismo, sino también la pasión oculta en el mecanismo, lo que empuja tras la docilidad doméstica de las rutinas, lo que trastoca las evidencias y hace imperiosa burla a los obedientes. Después de haber visto una vez así, ya nunca se puede acomodar de nuevo la vista a la perspectiva superficial. Con el tiempo, con otras lecturas, con la experiencia vivida, con la reflexión, he aprendido -como tantos otros- a interponer mediaciones y cautelas que distancien el fanatismo acrítico de aquel primer deslumbramiento. Pero los autores capaces en su día de provocarlo, como Marx o Freud, ya nunca se verán degradados en mi panteón espiritual al rango de otras deidades más plausibles y hogareñas; es decir: menos divinas.

Y sin embargo, Freud ha sufrido sin duda importantes deserciones. No me refiero a quienes siempre le ignoraron, o a quienes antes o después renegaron de él, sino a los que siguen reclamándose sus herederos. Por decirlo en dos palabras: Freud ha sido desertado en cuanto a su estilo y en cuanto a su moral. Quizá lo más escandaloso sea la deserción estilística. La escritura de Freud parece buscar siempre la dificil alianza entre una honradez nítida a la anglosajona y la precisión sutil del francés dieciochesco. Es interesante, es detallista, es pedagógico, no renuncia a las imágenes ni las confunde con las explicaciones, pertenece a la cultura de la sinceridad. Cuando hace trampas es como los buenos prestidigitadores: parece que ni él mismo lo nota. Cierta progenie suya, en cambio, ha contraído hábitos expresivos radicalmente opuestos. Cuentan que en cierta ocasión el abate Sieyés, que tenía fama de superfluamente complejo en la exposición oral de sus ideas, le dijo a un oponente: "¿Quiere usted que le diga mi forma de pensar?", y el otro repuso: "Dígame sencillamente lo que piensa y, por favor, ahórreme la forma". Pues bien, Freud da siempre la impresión de estar intentando decir lo que piensa, siendo la forma en cada caso solamente un vehículo de este propósito. Por el contrario, algunos de sus discípulos parisienses o bonaerenses parecen ante todo obsesionados con mostrar la forma de su pensar.

Deserción

Pero aún más grave es quizá la segunda deserción, la de carácter moral. Una de las más nefastas supersticiones de nuestro tiempo ha querido convertir primero a Nietzsche y luego a Freud en abolicionistas del sujeto, en cuanto instancia autorreferente de elección y responsabilidad ética. Lo cierto es más o menos lo contrario: fueron Nietzsche y Freud los que, convencidos de la importancia insustituible del sujeto como algo distinto del alma de la teología o del sujeto meramente predicativo de la lógica, combatieron los simplismos tradicionales en tomo suyo y subrayaron sus aspectos de invención voluntaria como estabilizador psíquico y potenciador social. Freud, en particular, fue siempre un moralista clásico, en la atormentada línea de La Rochefoucauld o Pascal, pero complementado indisolublemente por el hedonismo racional y materialista ilustrado a lo Helvetius. Todo su trabajo se orientó a reforzar la autoconciencia de un sujeto que ya no puede ser inocente respecto a sus motivos, ni transparente en su refexión pura, pero sin cuya vigilancia instituyente nos convertiríamos enjuguetes desdichados de los demonios y de los tiranos. Sin embargo, ciertos herederos suyos han partido de su obra para fundamentar en el caos pulsional la siempre dócil irresponsabilidad ética, mientras que otros proclaman al sujeto mismo como simple efecto superficial de la trama omnipotente de los significantes.

Quiso enfrentarse con el oscurantismo misticoide, y ahora le hacen cómplice de galimatías no muy preferibles; luchó por profundizar en los límites de la auténtica libertad moral y se ve envuelto en la propaganda cienofica de la esclavitud.

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