Crítica:

Una producción lúcida

La producción de Adolfo Marsillach presentada en el Festival de Edimburgo, es buena y lúcida, con una atractiva interpretación. Evitando un escenario recargado, Marsillach ha situado la acción en y alrededor de un cráter semejante a un verde oasis. Es una producción plagada de bellos cuadros escénicos. Pero hay casillas ocultas. La obra es tan sólo una celebración ambivalente del amor erótico: para encontrar interesante, dramática o éticamente, el apuro de la angustiada Melibea, hay que respetar la idea casi totalmente olvidada hoy en día, de que la virginidad antes del matrimonio no es una au...

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La producción de Adolfo Marsillach presentada en el Festival de Edimburgo, es buena y lúcida, con una atractiva interpretación. Evitando un escenario recargado, Marsillach ha situado la acción en y alrededor de un cráter semejante a un verde oasis. Es una producción plagada de bellos cuadros escénicos. Pero hay casillas ocultas. La obra es tan sólo una celebración ambivalente del amor erótico: para encontrar interesante, dramática o éticamente, el apuro de la angustiada Melibea, hay que respetar la idea casi totalmente olvidada hoy en día, de que la virginidad antes del matrimonio no es una ausencia de algo, sino algo positivo en sí mismo, que vale la pena cuidar. A pesar de una espléndidamente forzada y apasionada interpretación de Adriana Ozores como Melibea, la obra no consigue en ningún momento arrancarnos de nuestra mentalidad actual.La escenografia del momento culminante no aporta nada. Llegado el momento de la unión sexual, Calixto, intepretado por Juan Gea como sutil amante cortés, y Melibea desaparecen tras un manto de piel blanco. Bullen en una danza agitada en la oscuridad durante unos momentos ridículamente breves, antes de que Calixto, satisfecha la pasión, desaparezca. Entonces, cuando Melibea se pregunta con perplejidad si merece,la pena perder la virginidad por un instante tan breve de placer, el auditorio ríe con disimulo como si se tratase de un comentario inconscientemente sarcástico sobre la capacidad sexual de su amante en luga de plantearse cualquier tipo de cuestión moral.

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En este sentido, hay que mencionar la indulgencia con que son presentados los personajes corruptos. La creciente lujuria de las dos parejas de sirvientes, cuyos devaneos sirven para parodiar en paralelo los de los prot gonistas, deberían resultar cómicos, pero sus vacilaciones y recovecos son innecesariamente resaltados, incapaces de arranca al espectador el más mínimno gesto. Amparo Rivelles parece tan poco descarada y depravada como la alcahueta. Con su hábito monjil y cetrino, de aspecto inmoral, podría ser una de las santas menos alegres, a pesar de que aquí sea una santa que jadea con voz atiplada.

Con los ojos elevados al cielo los labios temblorosos de rezos Rivelles proyecta una piadosa hipocresía y una convicción insidiosamente relamida capaces de corromper a cualquiera y que parecen brotar de su silueta callada. Pero entre lésbicas miradas de soslayo, maldiciones de brujas e invocaciones a Plutón, Rivelles queda lejos de mostrar la necesaria intensidad. Los comentaristas aluden a la cualidad mítica y prolífica variedad de personaje. Pero uno se aburre pronto de la alcahueta.

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