Tribuna:

Entre Cajal y Ochoa

En los últimos decenios del siglo XIX, una generación de quijotescos pioneros, la de Cajal, inició con su obra y su ejemplo, tras el lamentable fracaso del intento dieciochesco, la conciliación entre España y la ciencia moderna. Veamos sumariamente lo que desde entonces ha sido la historia de ese empeño.Para que prosperase, dos condiciones eran necesarias: un considerable incremento del número de los operarios y la institucionalización de lo que hasta entonces había sido abnegado esfuerzo solitario. No sé cuántos se propondrían en serio una y otra meta, pero sólo algunos de los miembros de esa...

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En los últimos decenios del siglo XIX, una generación de quijotescos pioneros, la de Cajal, inició con su obra y su ejemplo, tras el lamentable fracaso del intento dieciochesco, la conciliación entre España y la ciencia moderna. Veamos sumariamente lo que desde entonces ha sido la historia de ese empeño.Para que prosperase, dos condiciones eran necesarias: un considerable incremento del número de los operarios y la institucionalización de lo que hasta entonces había sido abnegado esfuerzo solitario. No sé cuántos se propondrían en serio una y otra meta, pero sólo algunos de los miembros de esa generación -Cajal, Turró, Hinojosa, Ribera, Bolívar- y dos de la subsiguiente, la del 98 -Menéndez Pidal y Asín Palacios-, las alcanzaron realmente. Aplicando a su individual y romántica obra intelectual dos versos famosos, dijo una vez Menéndez Pelayo: "Si no vencí reyes moros, / engendré quien los venciera". Aludía a Bonilla San Martín y a Menéndez Pidal; pero, sin menoscabo de los méritos de aquél, sólo éste supo aunar la realización de una espléndida obra intelectual y la creación de una verdadera escuela científica.

En el primer lustro de nuestro siglo, la histología, la fisiología, la historia del derecho, la zoología, la filología románica y la arabística eran original e institucionalmente cultivadas en España; en casi todas las restantes disciplinas científicas, los maestros no pasaban de decir con documentación, acierto y brillantez mayores o menores lo que otros ya habían dicho. Cualitativamente, un considerable avance respecto de los años en que la generación de los pioneros inició su espléndida obra. Cuantitativamente, todavía muy poco. Pero la acción estaba en marcha y pronto empezaría a dar frutos más copiosos.

Una nueva generación -pocas tan eminentes y eficaces en la historia intelectual de España- protagonizará este segundo, importantísimo paso. Vale la pena mencionar los más destacados de sus miembros. Entre los cultivadores de las ciencias que hoy es tópico llamar humanas -en rigor, todas lo son-, Ortega, Ors, García Morente, Zaragüeta, Américo Castro, Navarro Tomás, Madariaga, Bosch Gimpera, Sánchez Román, Jiménez de Asúa, González Palencia. Entre los vocados a las ciencias de la naturaleza, Blas Cabrera, Obdulio Fernández, Moles, Antonio Madinaveitia, Rocasolano, Rey Pastor, Terradas, Emilio Jimeno, García Banús. Entre los médicos, Marañón, Achúcarro, Río-Hortega, Tello, Pí y Suñer, Hernando, Lafora, Goyanes, Pittaluga, Novoa Santos, García Tapia, Sánchez Covisa. Lo hasta ellos insólito -la presencia de nombres españoles en la bibliografía científica internacional- será con ellos cada vez más frecuente.

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En lo tocante al arraigo de la producción de ciencia y la mentalidad científica en la sociedad española, tres líneas principales veo yo en la obra de esa egregia generación: europeísmo, preocupación por educar y afán de instituir.

Desde fines del siglo XVII, la europeización de España, tan explícita, como consigna, en Costa, ha sido pío constante de nuestras minorías ilustradas. No la inventaron, pues, los intelectuales de la generación de 1914. Pero la vieja aspiración cobró en ellos nuevo fundamento y nuevo estilo, no sólo porque su conocimiento de Europa era más directo y más real que el de casi todos los españoles anteriores a ellos, también porque con ellos se pasó de la prédica a la ejecución. Que en España se haga ciencia como se hace en Alemania, en Francia, en Inglaterra, en Holanda, en Suiza, prosiguiendo lo iniciado por Cajal, Menéndez Pidal, Ribera y Asín, tal fue uno de los objetivos comunes para los miembros de la. nueva generación.

Ello exigía añadir explícitamente el motivo científico -como Cajal, poco antes, en sus célebres Reglas y consejos- a la revisión de la historia de España que con preocupación principalmente ideológica y económica propugnaron los liberales del siglo XIX y con tanto brío llevaron a cabo los predicadores del regeneracionismo y los escritores del 98. Explícitamente en algunos, como Ortega, Rey Pastor y Américo Castro, y tácitamente en otros, como Marañón, Hernando y Lafora, así fueron la crítica de nuestra historia y el vocacional europeísmo de toda la generación.

La preocupación por educar -la reforma de la vida española mediante la suscitación de hábitos psicológicos y sociales- fue, en consecuencia, motivo central de la nueva actitud ante el menester de España. Más o menos influidos por un precedente inmediato, el ideal y la actividad de la Institución Libre de Enseñanza, casi todos sus titulares acometieron empresas educacionales. Educación social y política, educación estética, educación intelectual, educación científica. A poco que se escarbe en la vida y la obra de los que entre 1910 y 1915 se adelantaban hacia la vanguardia de nuestra cultura, pronto aparecerá, bajo diversas formas, ese común propósito educacional.

Para que llegue a ser socialmente eficaz es condición necesaria que la acción educativa se institucionalice. Así lo entendieron, en cuanto continuadores de Sócrates, el Platón de la Academia y el Aristóteles del Liceo; y sin apelar a tan encumbrado ejemplo, ése fue el nervio del afán de instituir que tan notoriamente aparece en nuestra cultura durante los tres primeros decenios del siglo XX. A las contadas escuelas científicas del inmediato ayer -histología, filología románica, arabismo-, otras se añaden; bastará citar, para cualquier español culto, los nombres de Blas Cabrera, Marañón, Río-Hortega, Pí y Sufier, Rey Pastor, Pittaluga y Rocasolano. Y en tomo a ellas, o incluyéndolas en su seno, las instituciones de índole más social: Junta para Ampliación de Estudios, Centro de Estudios Históricos, Institut d'Estudis Catalans, Residencia de Estudiantes, El Sol, Revista de Occidente, Instituto Rockefeller... "¡España quiere / surgir, brotar, toda una España empieza!". Escritos en 1913, una animosa y esperanzadora realidad expresaban estos versos de Antonio Machado.

Así lo pensaban los jóvenes que entre 1920 y 1925 iban despertando a la vida histórica de España y constituirían luego la no sólo poética generación del 27; entre los no poetas de ella -o poetas del trabajo científico, según una sentencia del mejor Unamuno-, Zubiri, Gaos, Xirau, Fernando de Castro, Dámaso Alonso, García Gómez, Lapesa, Francisco Ayala, Lafuente Ferrari, Palacios, Catalán, Duperier, Rodríguez Bachiller, Jiménez Díaz, Ochoa, Costero, Garrigues, Rof Carballo. Así se entiende que, a diferencia de sus inmediatos precursores, los integrantes de las generaciones de 1898 y 1914, estos hombres se entregasen a sus respectivas tareas sin hacerse problema previo y explícito del destino histórico de su patria. Todos pensaban -o, sin pensarlo, todos sentían- que España se hallaba en buen camino para ser pronto lo que entonces debía ser. A ello habían de contribuir con su obra personal, y éste era su verdadero y primario deber como españoles.

Siendo tan serio y prometedor el progreso en la producción de ciencia y en la vigencia social de la mentalidad científica, ¿permitía pensar, sin embargo, que la definitiva europeización de nuestra sociedad había emprendido, ya sin peligros, su recta final?

La obra iniciada por Cajal y proseguida por las tres generaciones subsiguientes creó en España una importante realidad social, sí, pero ésta no pasaba de ser una débil y frágil película sobre -volvamos a Antonio Machado- la dura y bravía realidad del macizo de la raza. Terriblemente iba a demostrar lo el verano de 1936. Y si era sensible la mirada y rigurosa la ambición de la mente, ni siquiera el advenimiento de una catástrofe sangrienta era preciso para sentirse insatisfecho. Léanse los artículos que bajo el epígrafe El poder social publicó Ortega en 1927, y con toda nitidez se advertirá lo que el más eminente y prestigioso intelectual de entonces pensaba acerca de la sociedad española, en tanto que morada de pensadores y hombres de ciencia. La aguda y certera distinción entre notoriedad y poder social que Ortega allí establece -muy donosamente explica con ella la excepcional nombradía de Cajal dentro de nuestra sociedad más culta y menos culta- muestra con evidencia lo que a sus ojos seguía siendo la actitud anímica del español medio ante el saber científico y el pensamiento. Pese a la sincera esperanza del filósofo en la ya próxima acción reformadora de la Il República, no creo que ese severo juicio suyo estuviese ausente de su ánimo cuando tres años más tarde intentó -con Marañón y Pérez de Ayala- la organización de la decencia nacional" y fue elegido diputado de las Cortes- Constituyentes.

Con todo, la empresa de educación y reforma seguía su marcha. España iba en camino de hacerse social, política y científicamente un país en verdad europeo. Desde el Ortega de Misión de la Universidad y el Marañón de Veinticinco años de labor, hasta el Ochoa que en Heidelberg y en Londres perfeccionaba su formación bioquímica, todos los españoles vocados, a la ciencia lo creían así y trabajaban en consecuencia. Después de julio de 1936, después de abril de 1939, ¿qué iba a ser de la ciencia en España?

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