Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO

Los toros no están en venta

En torno a la discusión a favor o en contra de los toros, todo se ha dicho. Todos los argumentos han sido intercambiados, todos los recursos de la dialéctica han sido utilizados por los adversarios y los partidarios de la corrida. Está claro que nadie ha convencido a nadie. La razón es bien simple: la tauromaquia es tan imposible de justificar como de atacarla desde fuera. No es más justificable que la pintura o la música. Existe, simplemente, como cualquier obra de arte. El mundo podría muy bien, asar de la obra de arte; pero si pasase de ella, ya no sería el mundo. Le faltaría un encanto ese...

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En torno a la discusión a favor o en contra de los toros, todo se ha dicho. Todos los argumentos han sido intercambiados, todos los recursos de la dialéctica han sido utilizados por los adversarios y los partidarios de la corrida. Está claro que nadie ha convencido a nadie. La razón es bien simple: la tauromaquia es tan imposible de justificar como de atacarla desde fuera. No es más justificable que la pintura o la música. Existe, simplemente, como cualquier obra de arte. El mundo podría muy bien, asar de la obra de arte; pero si pasase de ella, ya no sería el mundo. Le faltaría un encanto esencial, una gracia definitiva. Le faltaría algo trágico o mágico.Evidentemente, todas las artes tienen sus inconvenientes. La escultura ocupa espacio, la música hace ruido, la tauromaquia mata toros. El toro es un bello y noble animal. No es, nunca con alegría en el corazón que se le ve morir. Aunque estadísticamente parezca más trivial, su muerte, en el fondo, no es más que el exacto si métrico de la muerte del torero: la una como la otra son igual mente trágicas.Los accidentes de estos últimos años nos recuerdan por lo menos esto: que la corrida no es un espectáculo para turistas, sino un rito primitivo que imita el juego del mundo. Un sacrificio del cual nadie sale ileso, ni el oficiante ni la víctima. Una fiesta, claro está: pero no una fiesta donde se iría para divertirse.

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Aunque, para el extranjero que aterriza en España, la fiesta y los toros parezcan ser una misma Cosa, creo, al contrario, que hay que disociarlas. La fiesta es el dominio, de la embriaguez, de la transgresión desmesurada, del desorden insurgido contra el orden. La corrida es, a la inversa, un mundo regulado, una acción, definida por normas establecidas, un espacio sobredeterminado donde sólo es posible hablar en un código extremadamente riguroso (lo demuestra, entre otros, el lenguaje tan particular de la crítica tauromáquica). Los aficionados -y esto es particularmente el caso de los de Madrid- no van allí para divertirse, sino para asegurar, con su presencia vigilante, el respeto riguroso de estas normas no escritas pero, sin embargo, indiscutibles, que regulan desde la eternidad el combate entre el hombre y el toro. En la corrida no hay espectadores; sólo testigos y, en fin de cuentas, jueces. Es, por tanto, inútil ir si no se adquiere inicialmente un mínimo de competencia técnica para asentar el enjuiciamiento.

En cuanto al combate en sí mismo, es importante recordar que no tiene apuesta. Los combatientes, al igual que los héroes épicos del Mahabharata, no se enfrentan para obtener una recompensa ni siquiera por odio o por pasión. Se enfrentan simplemente porque es su destino enfrentarse, y su deber es hacerlo lo mejor posible. Que se trate del hombre o del toro, cada uno actúa sin importarle el resultado de su acción; cada uno se esfuerza solamente en actuar lo mejor posible, a su nivel y con los medios que le son propios.

El toro dispone de su fuerza y de su bravura; el torero, de su valor y de su arte. A su alrededor, desde los picadores a los peones, del alguacil a los mozos, se establece un mundo de actores secundarios organizado según una sutil jerarquía. El publico, las bandas, el jurado, su presidente, todos tienen algo que decir, un gesto que realizar en un momento dado, por una razón precisa. Cada uno debe hacerlo lo mejor que puede. Se trata, ante todo, de no fallar su entrada.

Se puede pensar, evidentemente, que todo esto está demasiado ritualizado. Es cierto que la corrida no es un lugar para la improvisación gratuita: ésta es propia del espontáneo, que pasará la noche en la comisaría antes de entender, al día siguiente, que el oficio de torero requiere otras cualidades. Y el turista, ¿llegará algún día a entender la corrida? Nadie lo podría asegurar. Todos sabemos que el turista es fácilmente víctima de las informaciones erróneas que, con el único objetivo de engañarle, el indígena le difunde. El mismo Hemingway se ha dejado confundir alguna vez. Él había hecho, sin ernbargo, lo imprescindible para iniciarse. Pero me temo que los toros pertenezcan para siempre a este lado secreto (y tenebroso) de la España que en el fondo nadie tiene verdaderas ganas de explicar a los vecinos....

Christian Delacampague es director del Instituto Francés en Madrid.

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