Tribuna:

13 años después

Se viaja para contar. Cada viajero se convierte en un narrador, es decir, alguien que ordena la visión en un tiempo y en un espacio que es el del relato. El viajero mira desde el ángulo del narrador, con ojos dobles: el de que está en el tiempo y en el espacio visitado y el par de ojos de quien ya ha regresado (o nunca se fue) y testimonia a los demás la experiencia del viaje. Por eso la condición imprescindible del viaje es -mucho más que el lugar al que se llega- el regreso. Un viaje sin regreso (símbolo de la muerte) deja inconclusa la parábola que abre la partid...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Se viaja para contar. Cada viajero se convierte en un narrador, es decir, alguien que ordena la visión en un tiempo y en un espacio que es el del relato. El viajero mira desde el ángulo del narrador, con ojos dobles: el de que está en el tiempo y en el espacio visitado y el par de ojos de quien ya ha regresado (o nunca se fue) y testimonia a los demás la experiencia del viaje. Por eso la condición imprescindible del viaje es -mucho más que el lugar al que se llega- el regreso. Un viaje sin regreso (símbolo de la muerte) deja inconclusa la parábola que abre la partida y se convierte, no en una hipérbole (representación del viaje), sino en una línea recta disparada hacia otro tiempo y otro espacio que se hunde en el vacío de la inmensidad, o sea, del anonimato. El viajero que arma su maleta (y la metáfora es apropiada: la maleta se arma, es decir, se provee de recursos que podrán asistirnos frente a la incertidumbre e inquietud de lo diferente, de lo nuevo, de lo desconocido, desde el cepillo de dientes familiar y que forma parte de nuestra identidad hasta el pequeño fetiche privado escondido entre las camisas y las pastillas para el sueño), piensa, aun antes de partir, en el regreso: será el regreso -y su narración posterior- lo que cargará de sentido el viaje. En ese sentido, el viajero es un transmisor de nuevas (en la acepción de noticias) para quienes no comparten la travesía, y el valor de su experiencia consiste en su poder de difusión. El viaje pone en tela de juicio una de las nociones fundamentales de la identidad: el yo inscrito en un tiempo y en un espacio que tenemos la ilusión de compartir (o competir) con otros. Por eso, quizá, se convirtió en un símbolo metafísico: partir es morir un poco, como dice la sabiduría popular, y la muerte es un viaje a un tiempo y a un espacio incalificables, por desconocidos, por esencialmente otros. En casi todas las religiones y mitologías primigenias, la muerte es un viaje (casi siempre involuntario), el viaje por excelencia: hacia el infinito inadjetivable. Pero aun cuando hablemos sólo de los viajes terrenales, limitados geográficamente y de una duración determinada, la noción de tiempo y de espacio como unidades de continuidad sufren un quebranto. Por eso frases como la de Tarradellas, al regresar a Cataluña (la famosa Ja soc aquí), revelan esa fisura que el viaje abre y que sólo el regreso restaura, pero no unívocamente. En una frase tan breve como la de Tarradellas se encierran dos nociones: Ya, de tiempo (ilusión de restablecer una continuidad que el exilio rompió) y aquí, de lugar: Aquí será siempre sinónimo del yo y de su relación con el yo de los otros. No hay aquí sin protagonista y sin interlocutores: mi aquí se mueve conmigo, es transitorio y circunstancial sólo en la medida en que me desplazo. La riqueza del castellano nos permite la distinción sutil entre el ser y el estar: soy de aquí y estoy aquí pueden encerrar todo un discurso sobre la condición humana. El viaje es una comprobación (inquietante) de que la imagen del tiempo como un túnel hacía atrás o hacia adelante (nunca en el presente) responde a la realidad de que un desplazamiento en el espacio corresponde, casi siempre, a una ruptura del tiempo, esa ilusoria continuidad. Al mudarnos de espacio nos mudamos de tiempo, retrocedemos hacia el pasado o nos proyectamos hacia el futuro. Un pasado donde posiblemente no estuvimos, un futuro donde seguramente no estaremos. Partí (en el doble sentido: irse y separarse, dividirse) de Montevideo hace 13 años, un poco antes del golpe militar que convirtió a Uruguay en un inmenso cuartel, en esa claustrofábica habitación donde -parodiando a Marsé- represores y perseguidos estuvieron encerrados con un solo juguete. Trece años después regresé, y los miles de kilómetros devorados en 14 horas Pasa a la página 10

13 años después

Viene de la página 9

por el avión que me condujo de Madrid a Montevideo (misteriosa operación de vuelo que siempre me causará más inquietud que la lentitud del barco: éste avanza casi paralelo a la distancia que debe recorrer) me parecieron muchos más. Me fui en 1972, regresé en 1985, pero no regresé ni a 1972, ni a 1985: tuve la sensación subjetiva de haber viajado mucho más atrás, hacia un tiempo olvidado, del cual quizá ni siquiera fui testigo. Me di cuenta de uno de los efectos más terribles de las dictaduras: el aislamiento en el espacio que provocan tiene como función destruir el elemento dialéctico del tiempo. Las dictaduras pretenden eternizarse, crean una noción arbitraria pero ilusoria del tiempo: antes de ellas, nada; después, nada. El exterminio, la persecución de toda una generación vacía al tiempo de la relación esencial de la historia, el intercambio y la reposición de los viejos por los jóvenes. Inmovilizado, cristalizado el tiempo en una duración aparentemente perpetua, la historia se convierte en un cuadro fijo colgado de la pared: un presente eterno que es fundamentalmente un pasado muy remoto. La tarea más dificil es recuperar ese tiempo perdido (no en el sentido proustiano), tarea que debe emprender una generación diferente a la exterminada y que encontrará, con seguridad, unos enormes vacíos a su alrededor.

La impresión subjetiva de haber viajado hacia un tiempo muy anterior, que no coincidía cronológicamente con los 13 años de ausencia, encontraba sus símbolos en el paisaje agónico, mortecino de la ciudad, con el parque de automóviles más viejo del mundo, que haría el deleite de los coleccionistas: una suspensión temporal que la dictadura provocó, al subvertir, ella sí, el desarrollo de una sociedad moderna y retrotraerla a otra esfera del tiempo, anterior. Mi sensación subjetiva coincidía, empero, con el estado de ánimo de mis compatriotas: si la dictadura borró el tiempo, no borró, en cambio, la conciencia, y el paréntesis dictatorial ha provocado un lógico rencor, la sensación de haber sido sustraídos de la historia. Las películas que no se vieron, los libros que no se leyeron, el intercambio social y cultural que no se hizo es una gran ausencia que están dispuestos a recuperar rápidamente. En este sentido, la noción de tiempo también rompe los esquemas cronológicos: una dictadura de 13 años provoca un retroceso de mucho más, pero una profunda conciencia social es capaz de borrar sus consecuencias en un período menor que los 13 años sufridos. Como en todas las transiciones, la relación entre la urgencia de recuperar el tiempo perdido y la cautela que imponen las bayonetas acechantes crea una tensión muy particular, pero, al fin, la tensión es una prueba de vida: cuando no la hay, morimos. Demasiada tensión, mata; pero ninguna, también. El tiempo individual y el histórico no se compadecen: toda enumeración cronológica es ilusoria y el viaje, al fin, una intervención en el espacio que desajusta los relojes. Sólo somos contemporáneos de nosotros mismos.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Archivado En