Tribuna:

Otros libros, otros ámbitos

Bastaba verlos. Sólo era cosa de caminar sobre sus pasos y entre los árboles para descubrir su fumadero. Es verdad que sólo los niños, siempre tan espontáneos, eran los únicos que se fumaban in situ dentro del castillo de cartón piedra que el Ministerio de Cultura implantó, aviesamente, a la entrada del antro, de ese lugar de perdición, de ese laberinto en línea recta colmado de adictos pululantes y papeles geométricos, que se autodenomina Feria del Libro 85.Lo incongruente de que un lugar tan saludable como el Retiro albergara algo tan enfermizo en una mañana de domingo, despertó dos i...

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Bastaba verlos. Sólo era cosa de caminar sobre sus pasos y entre los árboles para descubrir su fumadero. Es verdad que sólo los niños, siempre tan espontáneos, eran los únicos que se fumaban in situ dentro del castillo de cartón piedra que el Ministerio de Cultura implantó, aviesamente, a la entrada del antro, de ese lugar de perdición, de ese laberinto en línea recta colmado de adictos pululantes y papeles geométricos, que se autodenomina Feria del Libro 85.Lo incongruente de que un lugar tan saludable como el Retiro albergara algo tan enfermizo en una mañana de domingo, despertó dos imágenes: el cuadro Le dejeuner sur l`herbe y una lejana feriecilla en el Montevideo perdido. Ocurre que, en esa capital del sur profundo, la alcaldía o municipio se alberga en un espantoso edificio con casi todo mal calculado. Uno de los cálculos errados fue el de la resistencia de la mole, llegándose a la conclusión de que, si se procedía a revocarla, se desplomaría. Por lo tanto, su estructura quedó a la intemperie y pronto el humor popular le dio el nombre de "monumento al ladrillo". No sin malicia, las autoridades de esa lejana villa accedieron a que se instalara anualmente en dicho "monumento" una feria del libro.

Pero aquella era una feria recatada. Todos se sabían culpables de ese vicio infernal que es la lectura y se trataba de una cueva mal iluminada sobre una explanada de áspero cemento. Un castigo que les hacía tomar conciencia del pecado y purgarlo por adelantado.

Ésta de Madrid, ostenta otros libros y otros ámbitos. Nada tiene que envidiar a un campamento nudista porque en ella la gente no oculta sus vergüenzas, no hay el menor recato en convertir esto tan peligroso que es la creación, esa imaginación que pretende tomar el poder por asalto, en una fiesta.

Fiesta heterodoxa donde se refocilan los más dispares personajes y el lector-creador se codea sin más con el escritor-creador. Así, sin barreras. Soy testigo de un hecho subversivo. Petrificada ante una de las casetas, una señora exclamó: "¡Ah, pero Emilio Romero come!". Y debo testificar que ese señor no sólo comía, sino que también bebía un buen vino, a juzgar por el envase. ¿Dónde han quedado las torres de marfil y los escritores que eran puro espíritu?

No caben dudas sobre las intenciones de esta feria. Nos quieren desintoxicar de la droga dura de la televisión, con la que no es preciso pensar ni mucho menos recrear el material electrónico, para sustraernos de la era postindustrial y sumirnos en la ya obsoleta del viejo Gutemberg. Se pretende que volvamos a pensar, a recrear nuevos mundos, mediante la droga blanda de la lectura. Hay editoras que han llegado al extremo de exhibir títulos aberrantes. Cómo enseñar a leer a su bebé, por ejemplo, incita a pervertir con ese tóxico a la humanidad desde la cuna.

Esta Feria del Libro 85 exige una respuesta firme de la ciudadanía honesta. Debemos cerrar filas ante la ofensiva de la inteligencia. Pero no esperen de mí una solución, ninguna salida de ese horroroso túnel de libros. Al menos, no antes de que termine de leer todos estos prismas tóxicos que yo también, debo confesarlo, me traje a casa en una bolsita blanca y que me han impedido ver los maravillosos programas dominicales de televisión. Comienzo a sospechar que el hábito de la lectura es contagioso. ¿O no? ¡Vivan los libros!

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