La emotiva despedida del torero

Paquirri fue vitoreado por última vez, en La Maestranza

Cerca de cien mil sevillanos asistieron con dolor y emoción al entierro de Francisco Rivera

¡Torero, torero, torero! Sevilla se echó a la calle para ver pasar el cuerpo de Paquirri, el dolor de Isabel Pantoja, y para contemplarse a sí misma, para disfrutarse, para convivir en la calle. Cerca de, 100.000 sevillanos vieron pasar el cortejo, fbricaron que el féretro fuera sacado del coche y diera una vuelta al ruedo, provocaron importantes destrozos en el cementerio, aún por evaluar, y crearon una escenografía inigualable para un espectácido anacrónico, emotivo y hermoso. ¡Torero, torero, torero! Los gritos que resonaron con solemnidad en La Maestranza eran casi entusiásticos en el ceme...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

¡Torero, torero, torero! Sevilla se echó a la calle para ver pasar el cuerpo de Paquirri, el dolor de Isabel Pantoja, y para contemplarse a sí misma, para disfrutarse, para convivir en la calle. Cerca de, 100.000 sevillanos vieron pasar el cortejo, fbricaron que el féretro fuera sacado del coche y diera una vuelta al ruedo, provocaron importantes destrozos en el cementerio, aún por evaluar, y crearon una escenografía inigualable para un espectácido anacrónico, emotivo y hermoso. ¡Torero, torero, torero! Los gritos que resonaron con solemnidad en La Maestranza eran casi entusiásticos en el cementerio.

La familia hizo un esfuerzo de discreción que se demstró inútil ante la presión de la calle. "¡Torero, torero, torero!". La jornada empezó poco después de las once cuando ella salía por fin, mostrándose a su pesar a la curiosidad pública, encarnada en 5.000 personas que se agolpaban frente al por tal de Ramón de Carranza, 22. Sólo eran los primeros 5.000. El resto había tomado posiciones a lo largo de los siete kilómetros de re corrido. En el puente del Generalísimo, en el Paseo de las Delicias, en él de Colón, en la puerta de La Maestranza, en Torneo, en la explanada de la Macarena, en doctor Fedriani, en la rotonda del cementerio. Hubo quien se tiró seis horas en el cementerio para guardar el sitio. "¡Torero, torero, torero!". Y el cuerpo sin vida del torero no pudo ser introducido en el coche fúnebre, sino que tuvo que recorrer a hombros la corta distancia que media entre el portal y la iglesia.'La gente del toro'

El acto fue breve y la homilía difícil ("es el padre Jesús, ¿sabe?, el que los casó en el Gran Poder") "Quisiera pedir resignación a la familia, pero en esta ocasión no puedo hacerlo, porque yo tampoco me resigno". En la iglesia y fuera de ella estaba la gente del toro, mezclada con el pueblo de Sevilla. Cada cual llevaba la procesión por dentro. Eduardo Miura pensaba en aquel día de agosto de hace 37 años, cuando su mayoral le mandaba un escueto telegrama desde Linares: "'Islero' ha matado a Manolete". Victoriano Sayaliero López pensaba en su criatura asesina, Avispado, que crió con mimo en las dehesas de Montellano, un punto perdido entre Sevilla y Cádiz, entre el monte y el llano y cuyos vecinos reciben el apodo de pancipelados de los del pueblo vecino de El Coronil, que así se- vengan de que aquéllos se mofen de su torre ladeá.

José Antonio Campuzano pensaba en su gravísima cogida "de hace ná y menos", y de la que se recuperó con tan feliz celeridad que pudo reaparecer en Logroño el mismo día que se cruzaron los destinos de Avispado y Paquirri. Pepe Luis Vargas, desde un hospital sevillano, reflexionaba sobre su propia cogida, que aún le tiene postrado en la cama, mientras escuchaba la espléndida retransmisión de la SER.

Fuera, Victorino renegaba de las condiciones sanitarias, no de Pozoblanco, sino de toda3 las plazas: "No se puede pedir que en cada plaza haya una enfermería que cueste dos o tres millones, porque eso es lo que cuesta la misma plaza. Hay que ir a les camiones-enfermería, bien dotados, uno por provincia, o algo así". Dentro, Isabel Pantoja sufre un desfallecimiento, se repone y comulga.S

ingular vuelta al ruedoTermina el funeral. El primer síntoma es la salida de un grupo heterogéneo, en el que se distingue a Carmen Romero, esposa de Felipe González, a Rocío Jurado, al gobernador de la provincia. "¡Torero, torero, torero!". Aplausos. A duras penas el féretro es introducido en el furgón, y con muchas más dificultades aun alcanza Isabel Pantoja el Mercedes rojo. Conduce su hermano mayor. A la derecha lleva a Beca Belmonte. Y atrás, ella, con su madre y sus otros dos hermanos, Bernardo y Agustín, el cantante, que la abanica durante toda la mañana. El cortejo avanza penosamente, cruza el río y sube por el paseo de las Delicias y el de Colón.

Le precede una especie de uve, formada por parientes y toreros, que abre un surco en la multitud. Se había acordado una detención simbólica en La Maestranza, donde esperan las autoridades, pero la parada se convierte en un acto de terrible emotividad y belleza.

Se fuerza al furgón a entrar en el albero. Tras él pasa el Mercedes con la familia. Pese a la fortísima defensa policial (Sevilla ha utilizado a fondo el refuerzo de la compañía Línares-Baeza, llamada ante la posibilidad de nuevas acciones de los GRAPO), rompen el cerco muchos entusiastas. Fuerzan la apertura de la puerta trasera, sacan el féretro y comienzan una singular vuelta al ruedo. "¡Torero, torero, torero!". Los gritos vienen ahora de la gente del toro, que esperaba en la plaza para rendir este último homenaje al compañero caído.

Ella se impone al criterio de su familia y sale del coche, para seguir al féretro. Alguien pide silencio, silencio maestrante, pero hay una emotividad que roza la histeria y no se consigue. Al fin, Isabel no puede más, se desvanece, y es llevada de nuevo en volandas al coche entre Beca Belmonte y su hermano Agustín. Alguien le oye musitar: "Nunca podré agradecer a Sevilla esta despedida a Paco". Paco sale por la puerta del Príncipe, a hombros, como hace dos años.

Otra vez en el paseo de Colón. Todo sería igual, de no ser por el polvo de albero en todos los zapatos. Atrás queda un ruedo salpicado de rosas rojas pisoteadas. Ahora hay que pasar la estación de Córdoba, seguir por Torneo y girar a la altura de la Macarena, que en pleno septiembre parece vivir la madrugá del Viernes Santo. Luego, por doctor Fedriani, hasta el cementerio.

Ahí están los cuerpos de Sánchez Mejías, Joselito y El Espartero, muertos de corná. Y los de Juan Belmonte, y El Gallo, y varios otros. Ahora también está Paquirri, cuyo féretro pasa con dificultad entre 10.000 ansiedades, 10.000 personas que quieren acercarse, ver el féretro, y contemplar de cerca la imagen del dolor, el rostro de Isabel Pantoja. Pocos periodistas han conseguido llegar hasta el final, y los que lo hacen corren riesgo serio de ser aplastados, de caer en la fosa, pero asisten al momento final, a la entrega del cuerpo a la tierra y a la difícil salida de Isabel Pantoja, llevada en volandas por la Policía Nacional, que tiene que ejercer una violencia real para alcanzar no ya el Mercedes en que vino, inalcanzable, sino el enorme y sólido coche de la patrulla. Al final sale.

Los empleados del cementerio apuran, irritados, la salida de los curiosos, tras los que queda una estela de lápidas rotas, jardines, destrozados y un enorme mocetón destruido, que nadie sabe cómo no ha producido daños físicos. Eran las tres y media de la tarde.

Sevilla volvía a casa a partir de ese momento. Durante cuatro horas había estado en la calle, contemplándose a sí misma, sintiendo intensamente la circunstancia. Como en Feria, como en Semana Santa. Sevilla, eterno espectáculo de sí misma, había desbordado el esfuerzo de discreción de una familia. Pero Paquirri se había convertido en leyenda, y la leyenda es del pueblo. El dolor de ella se convirtió en patrimonio de todos.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En