Tribuna

¿Ha sido un cineasta español?

A poco que nos hubiéramos descuidado, los franceses escribirían hoy su apellido como Bugnuel y lo habrían nacionalizado francés, como a Julio Cortázar. Pero aunque eso no ha ocurrido, el interrogante sigue inquietándonos en nuestro fuero interno. A un cineasta con pasaporte mexicano y con una flimografía de 32 títulos, que aquí sólo rodó un mediometraje y dos largometrajes que, en rigor, pueden considerarse de producción española, ¿es legítimo calificarle como director español?Para acabar de complicar las cosas, el mediometraje Tierra sin pan se rodó en Las Hurdes con un e...

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A poco que nos hubiéramos descuidado, los franceses escribirían hoy su apellido como Bugnuel y lo habrían nacionalizado francés, como a Julio Cortázar. Pero aunque eso no ha ocurrido, el interrogante sigue inquietándonos en nuestro fuero interno. A un cineasta con pasaporte mexicano y con una flimografía de 32 títulos, que aquí sólo rodó un mediometraje y dos largometrajes que, en rigor, pueden considerarse de producción española, ¿es legítimo calificarle como director español?Para acabar de complicar las cosas, el mediometraje Tierra sin pan se rodó en Las Hurdes con un equipo técnico enteramente francés y se sonorizaría luego en París y en ese idioma, aunque sea legítimo ver en este documental etnográfico y antropológico resonancias de Goya y Ribera. Y la oscura etapa de Buñuel como productor ejecutivo en la empresa madrileña Filmófono, de Urgoiti, merece a estas alturas una clarificación y una desmitificación. Es cierto que Buñuel, que conocía ya la función de producer en el industrializado cine de Hollywood, intervino como supervisor de las cuatro películas que la empresa produjo en la anteguerra: Don Quintín el amargao (1935), del debutante Luis Marquina; La hija de Juan Simón (1935) y ¿Quién me quiere a mí? (1936), ambas de José Luis Sáenz de Heredia, y ¡Centinela, alerta! (1936), de Jean Gremillon. Pero esta intervención supervisora no permite acreditarle como autor de estas películas (que tampoco son piezas de cine de autor), como no atribuimos a los respectivos producers de George Cukor, Howard Hawks, Billy Wilder o Ernst Lubitsch la autoría de sus películas. Pienso que ya es hora de establecer, a pesar de cuanto se ha escrito, que la importancia de Buñuel en el cine republicano español no es en calidad de autor, ya que una somera consulta a las copias de estos filmes conservadas en la Filmoteca Nacional revela a las claras sus diferencias estilísticas, y lo único que tienen en común es su adscripción a fórmulas narrativas (como los contratiempos de las madres solteras o de las hijas abandonadas) y a géneros populistas, que eso sí es una decisión comercial del productor Buñuel. Su importancia en Filmófono fue, señaladamente, de orden empresarial y promotor, lo que ciertamente no era poco mérito en el menguado cine español republicano, carente de políticas industriales y comerciales.

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Quedan, claro está, Viridiana (1961) y Tristana (1969). Paradoja le las paradojas, Vipidiana fue una película que a pesar de su nacionalidad oficial española estuvo financiada mayoritariamente por capital mexicano. Y Tristana fue una coproducción franco-ítalo-española, con presencia española de peso, cosa que no puede afirmarse de la coproducción Ese obscuro objeto del deseo (1977). En cualquier caso, la españolidad de Buñuel no estuvo sólo en su visitacíón de Beníto Pérez Galdás (Nazarín y Tristana), o en los mozalbetes y el ciego surgidos de la novela picaresca (Los olvidados), o en la orgía de los mendigos con modulaciones de Goya y Valle Inclán en Viridiana, sino, sobre todo, en su aragonesidad militante, que hizo de él una raro espécimen de baturro surrealista de proyección universal. Recuerdo el mar de dudas que abrigué cuando en 1977 inicié un curso sobre el cine de Buñuel destinado a los jóvenes alumnos de cinematografía, rubios, tostados y anglosajones, de la universidad de California del Sur, en Los Ángeles. Me preguntaban cómo iban a entender sus chascarrillos baturros sobre curas, funcionarios, vírgenes (de madera y de las otras) o hacendados mexicanos, filtrados además a través de subtítulos en inglés. Pues bien, Buñuel pasó brillantemente la prueba de la comprensión transnacional ante una treintena de jóvenes de ojos azules, curtidos en el windsurfing californiano y educados en la frecuentación de Disneylandia. Ante esta prueba de universalidad de los fantasmas eróticos, de los chistes negros y de las obsesiones del baturro Buñuel, podemos afirmar que este cineasta exiliado, con pasaporte azteca, que apenas rodó en su país natal y menos todavía en su patria aragonesa, pasará merecidamente a la historia, como él quería, como "uno de los mejores directores del cine de Aragón".

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