Crítica:

Dos caras de una recuperación

Contra lo que dice el de la tele, lo mejor que tiene Guillermo Brown es su capacidad, de improvisación, su lógica inflexible, la de terminación para ponerla en marcha y lo poco que coincide con la borrosa, inexistente, razón de los mayores. Tiene también de bueno que el mundo victoriano, tan naturalista en el Guillermo de John Davis, es en los libros de siempre absolutamente transparente, diluido, en unas mínimas notas circunstanciales. El caso es que de modo directo, por su capacidad de razón y acción, por la fuerza de su palabra, Guillermo podía volverse, al ser leído, algo más...

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Contra lo que dice el de la tele, lo mejor que tiene Guillermo Brown es su capacidad, de improvisación, su lógica inflexible, la de terminación para ponerla en marcha y lo poco que coincide con la borrosa, inexistente, razón de los mayores. Tiene también de bueno que el mundo victoriano, tan naturalista en el Guillermo de John Davis, es en los libros de siempre absolutamente transparente, diluido, en unas mínimas notas circunstanciales. El caso es que de modo directo, por su capacidad de razón y acción, por la fuerza de su palabra, Guillermo podía volverse, al ser leído, algo más que un semejante: un modelo, un líder. Para que no ocurrieran mayores desgracias y problemas, el lector, con su propia lógica aplastante, distinguía bien en tre el mundo de la imaginación en que reinaba Guillermo y el otro, el de la vida cotidiana, en el que el feísimo, moreno, terrible niño inglés era poco menos que imposible. Pero algo había aprendido: que no todo lo que le cuentan a lino es cierto, que tampoco está tan mal que no lo sea, que el bien y el mal son tan relativos como la diferencia entre un niño de once años y su hermano de diecisiete. Había aprendido a salvaguardar intacto su discurso interior, su razón, apasionada, ya arriesgarse por el camino decidido desde ella. Y habría intuido para siempre que pensar y actuar eran inseparables, aunqe podrían separarse, y muchas veces resultaba muy aconsejable, el mundo de la lectura y el de la vida. Porque, al fin y al cabo, la lectura podía ser en sí misma una aventura autosuficiente y repetible, recaminable para siempre como un viaje ritual.Al lado de este aprendizaje ambiguo, Celia es, como todos, y especialmente su autora, se empeñan en decir constantemente, una niña bien, una niña muy bien de Madrid. El ambiente de la España de la posguerra se hace notar enseguida, su culto por una supuesta nobleza como reacción a la desaparecida República, su obsesión religiosa, la pobreza ambiental, la censura. En uno de los episodios, Celia, todavía hija única, está aprendiendo a estudiar. «Señor y tirando de Roma ... », dice. Tirano, corrige su madre. Pero nadie le explicaala niña qué es un tirano, aunque lo pregunta. Lo peor de Celia, según sus mayores, es cómo les pone en evidencia. Es que Celia, como Guillermo, se lo cree todo al pie de la letra. Lo mejor, según ellos -según ellos- es que va creciendo y que va aprendiendo, misteriosamente incorrupta. Mientras Guillermo siempre tendrá los poderes de sus once maravillosos años, Celia verá nacer al terrible Cuchifritín, y se hará mayor, dejará de ser quien es para ser... casi su mamá.

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Y es que Celia, que va aprendiendo, a lo mejor más que sus lectores -a diferencia de Guillermo o de Pippy Langstrum-, tiene una única escala de Jacob por la que escapar de esos colegios de nobles toledanas, o de esas misses aborrecibles: la fantasía. Una fantasía que la salva -también a diferencia- por la vía más inofensiva: la de los sueños, la de la contemplación. Porque en el fondo, Celia, como se verá cuando mayor, madrecita e institutriz, responde exactamente al modelo pedido. A ella y, naturalmente, a todas nosotras.

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