Tribuna:

"A ese alado ladrón, ¿no hay quien le ladre?"

Un día del verano de 1968, vísperas de una de aquellas aparatosas semanas navales a celebrar en Santander con la presencia del anterior jefe de Estado, el poeta Gerardo Diego, asiduo visitante de su ciudad natal, hacía públicamente la promesa de no volver a Santander hasta que pusieran remedio a la agresión que acababa de sufrir uno de sus paisajes preferidos, «norma humanizada de mi arte y mi alma en piedra viva, maestra de la noble perspectiva ... ». Se trataba del monumento al indiano o a la Marina de Castilla, que la diputación levantó en la cumbre de peña Cabarga, en las afueras de Sa...

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Un día del verano de 1968, vísperas de una de aquellas aparatosas semanas navales a celebrar en Santander con la presencia del anterior jefe de Estado, el poeta Gerardo Diego, asiduo visitante de su ciudad natal, hacía públicamente la promesa de no volver a Santander hasta que pusieran remedio a la agresión que acababa de sufrir uno de sus paisajes preferidos, «norma humanizada de mi arte y mi alma en piedra viva, maestra de la noble perspectiva ... ». Se trataba del monumento al indiano o a la Marina de Castilla, que la diputación levantó en la cumbre de peña Cabarga, en las afueras de Santander, y que con el tiempo el pueblo, sabio y chungón, iba a bautizar como El Pirulí, tal era (y es) su hechura y, sobre todo, su disparatada ubicación.

Naturalmente que no hubo derribo ni explicación para el poeta, ni siquiera polémica en los medios de comunicación, sino el esperado comentario: «Cosas de poeta». Gerardo mantuvo su postura, declinó invitaciones y viajó a Santander, en las pocas ocasiones que lo hizo, de forma particular y rechazando los honores oficiales, y ya no volvió a dictar conferencias ni a manifestar por su tierra el público cariño que tenía. Años más tarde, a principio de los setenta, el hombre, ese desconcertante sujeto, iba a completar la afrenta colocando al lado del Pirulí un voluminoso centro repetidor de televisión.

Los alumnos de Gerardo Diego, que le recuerdan como magnífico maestro de aprendices aventajados, y «sencillamente temible para el resto», han declarado que lo que más detestaba el carácter esencialmente estético del poeta-catedrático era la vulgaridad.

«A ese alado ladrón ¿no hay quien le ladre?», le preguntó Gerardo Diego refiriéndose al fuego que en 1941 destruyó gran parte del centro urbano de Santander, y, entre otras, la famosa calle del poeta, Atarazanas. «¿El fuego también puede devorar la ilusión, lo que no cede?». La respuesta ha sido que no sólo el fuego puede devorar la ilusión estética del poeta, sino también los hombres que hicieron posibles El Pirulí de peña Cabarga y el Paraíso Perdido del sur de la bahía. Porque, desgraciadamente, los únicos que son capaces de quedarse en trance ante la belleza, como un perro se muestra oyendo al urogallo, son los poetas, a los que, por ser poetas, ningún poderoso quiere hacer caso.

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