Crítica:

España y el barroco

Dicen que la realidad, extensa en el tiempo y el espacio, no es más que un puro desorden, y que es el discurso de la historia el que impone una inteligibilidad a los acontecimientos y una lógica a su sucesión; esta lógica puede ser -suele ser- la que enlaza batallas, grandes hechos políticos, genealogías de monarcas: la que fragua listas, cadenas, a las que siempre escapa al fin la densidad y el barroco desorden de la vida.Por eso, quizá, para hacer esta historia de la España del siglo XVII, Horacio Salas ha intentado un camino diferente: narrar el lujo, la pobreza, las costumbres, desde las f...

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Dicen que la realidad, extensa en el tiempo y el espacio, no es más que un puro desorden, y que es el discurso de la historia el que impone una inteligibilidad a los acontecimientos y una lógica a su sucesión; esta lógica puede ser -suele ser- la que enlaza batallas, grandes hechos políticos, genealogías de monarcas: la que fragua listas, cadenas, a las que siempre escapa al fin la densidad y el barroco desorden de la vida.Por eso, quizá, para hacer esta historia de la España del siglo XVII, Horacio Salas ha intentado un camino diferente: narrar el lujo, la pobreza, las costumbres, desde las formas caprichosas y violentas de los celos hasta los privilegios de los bufones, desde el cantar apasionado de un monje catalán, que veía a la Virgen como una divina bandolera, hasta los artilugios de las multitudinarias cofradías de mendigos madrileños. No es ésta, sin embargo, una historia curiosa y menuda, ni una historia «marginal»: porque no cede a la historia oficial el centro de la página, conformándose con el detalle o el tipo pintoresco. Más bien, rechaza la división entre la gran y la pequeña historia, para dar un cuadro colorido y completo de «un imperio que ha perdido pie, y cuyos componentes empiezan a flotar caprichosamente en el vacío, como ocurre en los grandes techos palaciegos pintados por los decoradores barrocos».

La España barroca

Horacio Salas. Altalena. Madrid, 1978.

Así se hace presente este mundo polvoriento, deforme, lleno de atrocidad, pero capaz empero de producir los ojos que lo contemplan inflexibles: los de un Quevedo, un Lope, un Calderón de la Barca. Hilando sus testimonios, más una bibliografía varia y extensa, Salas encara, en primer lugar, el retrato de las clases cortesanas. Hidalgos sosteniendo fieramente su orgullo en la más solemne pobreza, damas encerradas entre cortes fabulosas de dueñas y sirvientes, galanes que buscan a sus amigas hasta el mismo lecho donde el marido duerme abstraído del amoroso afán: otra vez la picaresca el la llave maestra para entrar en el siglo. Pero, a menudo, son las prohibiciones reales las que dan la medida y señalan la extensión de las costumbres, que han hallado en ellas su más definitivo testimonio.

Una batalla sorda e incesante parece haberse librado todo a lo largo del barroco en tomo a la ostentación de la riqueza; limitaciones al uso de la cera blanca en los hachones, a la cantidad de piedras de los sombreros, al tamaño y forma de los cuellos, muestran un estado que intenta poner límites legales a una fiebre de lujo que, sin embargo, sus leyes no escritas fomentan, despreciando el trabajo, colmando de nobleza al ostentoso y de privilegios al noble.

En el otro polo, las otras plagas, igualmente indomables: la presencia enorme de la peste, la ciudad enlodada hasta las propias puertas del palacio, las bandas de salteadores en los caminos, los ejércitos derrotados en todas las batallas. Los remedios, a su turno, son aún más tristes que las enfermedades: las temibles sangrías contra todos los males del cuerpo, el suplicio de algunos pobres diablos contra todos los males del Estado.

El siglo, artista consumado, remata su obra barroca con la demencial persecución de los demonios que habían hechizado a Carlos II. Mientras la muerte avanza implacable sobre el rey, todos los intrigantes se llegan a escena en una suerte de aquelarre finisecular. Condimentando la sórdida política del palacio hay niños que, en Cangas o en Viena, tiran haber escuchado de boca del diablo la verdad sobre el hechizo; hay, como es lógico, influyentes encarcelados, crímenes misteriosos y gente llevada a la rueda o a la hoguera. Hay, finalmente, una mesa de disección donde es abierto con horror el cadáver del rey enfermo, que bien parece el cadáver del siglo.

Allí acaba el libro de Salas. La colección a la que pertenece, La Historia Informal, es de la editorial Altalena, que se presenta con ella al mercado español. Otros títulos echan una mirada igualmente nueva y singular sobre otras épocas: El medioevo cristiano, ambicioso acercamiento de Mario Merlino a nueve siglos de la historia de Occidente, y La España borbónica, obra del escritor argentino Héctor Tizón.

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