Tribuna:

Señor ministro de Hacienda

Como el título de mi carta está diciendo, me dirijo con ella en primer término al ministro de Hacienda, al miembro del Gobierno más central y directamente activo en la confección de los Presupuestos del Estado. Pero no sólo a él; también al hombre aficionado a emplear, y más cuando habla en público, un lenguaje correcto, preciso y conciso. Así le veo yo a usted, y así le verán, estoy seguro, cuantos hayan oído sus intervenciones ante las cámaras de la televisión. Créame: en medio de tantos ociosos e ínoportunos «yo diría», de tantos «a nivel de», dichos a propósito de cosas que difieren de las...

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Como el título de mi carta está diciendo, me dirijo con ella en primer término al ministro de Hacienda, al miembro del Gobierno más central y directamente activo en la confección de los Presupuestos del Estado. Pero no sólo a él; también al hombre aficionado a emplear, y más cuando habla en público, un lenguaje correcto, preciso y conciso. Así le veo yo a usted, y así le verán, estoy seguro, cuantos hayan oído sus intervenciones ante las cámaras de la televisión. Créame: en medio de tantos ociosos e ínoportunos «yo diría», de tantos «a nivel de», dichos a propósito de cosas que difieren de las restantes por su extensión o por su condición y no por su altura, de tantos «de cara a», toscas fosas comunes del «respecto de», el «hacia», el «ante», el «frente a», el «en relación con» y otras matizadoras y matizadas locuciones de nuestro idioma, de tanta y tan lamentable confusión entre «específico» y «especial», «peculiar» o «propio», de tanta pedantesca y torpe conversión de la «intención». en «intencionalidad», como sí la inteligencia y la palabra no nos hubiesen enseñado a distinguir entre el contenido de los actos y su formalidad; en medio de todo eso y de mucho más, alivia oír a personas para las cuales el respeto al idioma, a los buenos usos del idioma, es el primero y más elemental de los deberes del hablante. En el grupo de estas personas le creo a usted.Sí alguien ve ánimo de adulación en estas líneas, peor para él: Honi soit qui mal y pense, diré desde la calle y sin blasones. Porque lo que yo me propongo, señor ministro, no es lisonjear a un poderoso, triste cosa, aunque la hayan hecho Cervántes, Lope y Quevedo, sino espolear a su gobernante. Preguntarle, ya sin rodeos: si, como parece, a usted le importa la calidad del idioma, y por tanto la suerte de él, ¿por qué, con el Gobierno de que usted es miembro, no impide la ruina económica en que está cayendo la Real Academia Española, y en consecuencia su creciente merma funcional?

Muy bien sé que el idioma lo hacen sus hablantes, desde los labradores y los arrieros hasta los pensadores y los poetas. No, no fue una Academia la que inventó llamar «casa» a la casa y «cielo» al cielo. Pero mucho ayuda a que un idioma sea lo que puede y debe ser la posesión de los instrumentos en que ese poder y ese deber tienen su pauta; a la cabeza de ellos, un buen diccionario y una buena gramática. Y si el idioma en cuestión es hablado, leído y escrito por cientos de millones de personas esparcidas sobre tres continentes, al buen diccionario y a la buena gramática por fuerza habrá de unirse un órgano capaz de evitar que la dispersión se convierta en disparidad o en disgregación. Qué viva delicia ver cómo una lengua común a muchos se enriquece y matiza a lo ancho del orbe; qué honda pena sí el matiz llegara a convertirse en muro, y la riqueza en algarabía.

"Diccionario histórico"

Sin la menor pretensión de monopolio, al contrario, beneficiándose con gratitud de lo que otros han hecho y hacen, la Academia Española viene dando a los hispanohablantes, desde hace dos siglos y medio, el diccionario que todos ellos consideran canónico; y si en él sigue habiendo deficiencias y errores, la misma Academia los reconoce y se dispone a subsanarlos. Otro tanto debe decirse de su gramática, muy menesterosa, sí, de renovación, pero ya en trance de alcanzarla. Celosa por la perfección y la dignidad del tesoro que custodia, la, lengua milenaria del Poema del Cid, el Quijote, el Martín Fierro y los Cantos de vida y esperanza, la Academia está añadiendo al diccionario común un «Diccionarlo histórico», superior en calidad a los existentes en cualquier otro idioma, comprendido el inglés. Y en su seno funciona, por añadidura, la Comisión Permanente del organismo más idóneo para velar por la unidad idiomática de 250 millones de hablantes, la Asociación de Academias de la Lengua Española.

Pues bien, señor ministro: sin culpa personal de nadie, pero por incuria de todos, y en primer lugar de ustedes, los gobernantes, la Real Academia Española se encuentra en muy grave riesgo, si, no de interrumpir por completo el cumplimiento de esa cuádruple tarea, sí de demorarlo tiempo y tiempo. Es muy escaso su dinero propio, éste se consume y devalúa día tras día, y con el poco que recibe del Estado apenas puede hacer otra cosa que «abrir la puerta», como de las suyas suelen decir los comerciantes. Y mientras tanto ve cómo los departamentos ministeriales y otros entes administrativos gastan cientos, quién sabe si miles de millones de pesetas, en publicaciones cuya utilidad -perdón, señor ministro- con frecuencia parece a muchos dudosa, o en actividades más o menos decorativas o suntuarias. ¿Será osadía pedir al Gobierno a través de usted que este peligro de ruina, tan desprestigiante para el país entero, sea pronta y eficazmente conjurado?

Los tres primeros capítulos de la exportación de España son estos: idioma hablado o escrito, arte y brazos trabajadores; luego vienen las naranjas, el aceite, las piritas, algunas de las máquinas que empezamos a fabricar y varias otras cosas de esta índole. Puesto que la Academia Española es la institución más calificada en lo tocante a la exportación de nuestro idioma -con sus diccionarios, con su gramática, con su ejemplo para las veinte con ella asociadas-, a todos importa, y más, sin duda, al Gobierno, que su corporación no vuelva a ser la hornacina de reales o discutibles notabilidades literarías que antaño fue. Para que esto no suceda, para que la Academia pueda trabajar en serio, para el bien de la lengua que los españoles y tantísimos hombres más comúnmente hablamos, señor ministro de Hacienda, bastaría una mínima, una insignificante partecilla de la fabulosa cifra que sus manos y las de sus colegas cada año distribuyen. Tan sólo una limosnita, señor ministro.

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