Editorial:

España-Unión Soviética

EL ESTADO español y el Estado soviético apenas han tenido un real acercamiento en todos los tiempos actuales. Incluso el momento de la máxima coincidencia, aparente al menos, entre los destinos de ambos países -la guerra civil española-, sólo, a la postre, supondría el realce de un alejamiento que no parece desaparecer radicalmente, pese a la existencia de plenas relaciones diplomáticas desde el año 1977. Por lo demás, no está de más recordar que el mutuo desconocimiento no es obra ni voluntad del régimen del general Franco por sí sólo. España fue el único país europeo de importancia que se ne...

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EL ESTADO español y el Estado soviético apenas han tenido un real acercamiento en todos los tiempos actuales. Incluso el momento de la máxima coincidencia, aparente al menos, entre los destinos de ambos países -la guerra civil española-, sólo, a la postre, supondría el realce de un alejamiento que no parece desaparecer radicalmente, pese a la existencia de plenas relaciones diplomáticas desde el año 1977. Por lo demás, no está de más recordar que el mutuo desconocimiento no es obra ni voluntad del régimen del general Franco por sí sólo. España fue el único país europeo de importancia que se negó a regularizar sus relaciones con la nueva Rusia soviética nacida dt la revolución de 1917. La España de Alfonso XIII nunca mantuvo relaciones con la URSS, como tampoco lo hizo inicialmente la Segunda República. Ambas naciones han estado secularmente separadas. y si a cualquiera de nosotros se nos pregunta por el intercambio entre Moscú o San Petersburgo y Madrid, apenas podremos decir algo más de la fantástica embajada del duque de Osuna (el que vestía de armiño a sus criados) o los barcos podridos que el zar vendió a Fernando-VII.La soldadura política y diplomática entre dos países con muy pocos puntos de conexión no se ha hecho sin dificultades. El general Franco, con más fantasía espíritual que motivos reales, descargó sobre la gran patria socialista buena parte de sus agravios, que respondían a una mentalidad generalizada que al mismo tiempo contribuían a crear. Hubo un momento en que cualquier español tenía en su bolsillo esa carta a la que hacía referencia Joaquín Costa, pero esta vez para exigirle al ruso que nos devolviese el oro. Sólo al fin una cortesía diplomática aprendida a duras penas, amén de los trabajos de Angel Viñas, nos enseñan a reprimir unas quejas que no por estar escondidas dejan de ser menos airadas. La agresividad de Franco y la quimera del oro se expresan perfectamente a través de la actitud del editorialista de los años cuarenta que solía comenzar su trabajo diciendo: «,Vamos a darle otro palo a Moscú!», o el del famoso columnista que declaraba ignorar «lo que dirá el Kremlin cuando me lea». Agresividad desaforada y con buenas dosis de equivocación, e impertinencia de todo punto irrelevante, para el destinatario han sido, en definitiva, actitudes compartidas por Gobiernos y súbditos que si quizá no se hallaban muy desencaminados en sus agravios, que todo habría que discutir sí lo estaban en suponer una mínima atención por parte de la esfinge soviética.

Y así estamos hoy todavía sufriendo las consecuencias de estas mentalidades manteniendo relaciones diplomáticas con un país infinitamente más poderoso que sólo puede considerarnos en el orden de las magnitudes universales como caso especial en la medidaenque formamos parte de un tablero de ajedrez que dirige Estados Unidos y al que, sin embargo, estamos dispuestos a tratar bajo el peso disimulado de los pasados recelos y estereotipos con la arrogancia prestada en precario por Washington. La separación entre Moscú y Madrid ha sido larga y difícil. A la hora de darle una perspectiva de progreso cosa que creemos no debería despreciarse, nos darnos cuenta de que la URSS nos resulta un país difícil y reaccionamos con una dignidad ofendida y conociendo, ciertamente. nuestra pequeña o nula proclividad hacia el espionaje y nuestro exagerado respeto por las reglas diplomáticas. Así resulta que se fija una tónica en las relaciones hispano-soviéticas al parecer no determinada por nuestros diplomáticos. sino por otros funcionarios más antipáticos e inflexibles. en la que se junta el mal humor de antaño con el simple desconocimiento del código que los mismos americanos observan en sus relaciones diplomáticas con Moscú. Luego, ya está todo ese mundo de las tensiones globales a las que verdaderamente no podemos negarnos, ni quizá debemos, pero que sin embarao nunca deberían prestarnos entusiasmos ni excesos de celo: nunca seremos los protagonistas verdaderos.

Nunca España debería dejarse llevar por los vendavales en sus relaciones con la URSS, ni superponer a los antiquos desconocimientos de Rusia y antipatía hacia los bolcheviques, la nueva ignorancia de la URSS y su particular modo de actuar en los círculos diplomáticos. Moscú y Washington siempre acaban arreglándose y nosotros no podemos ser más norteamericanos que Norteamérica. ¿Es que acaso estamos obligados a ello? ¿Necesitamos expulsar espías constantemente y enfriar, de este u otro modo, unas relaciones diplomáticas muy difíciles de entablar y valiosas de mantener? Por lo demás, nadie puede esperar de nosotros que nos pronunciemos a favor de la concesión de más licencias de espionaje. Pero nos vemos obligados a reflexionar en que las relaciones internacionales. y los imponderables de hoy una y otra vez exigen juegos que no dudarían de juzgarse como cínicos y pactos que aparentemente eran imposibles y contra natura. Pero los juegos y los pactos siempre se hicieron por algo a cambio. Madrid la capital de la Conferencla de la Seguridad y de la Cooperación en Europa en el año 80,debe elegir constituirse en la capital de la guerra fría o de la distensión, y la respuesta necesita fijar con claridad qué es lo que pretendemos respecto a la Unión Soviética.

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