Tribuna:

Las bibliotecas, ante el futuro

Olvidando que la inmensa mayoría de los bibliotecarios españoles dependientes del Ministerio de Educación y Ciencia trabajaban en bibliotecas científicas (Nacional, universitarias y especializadas), sin tener en cuenta que las bibliotecas públicas eran de hecho bibliotecas de estudiantes y sin pensar que la carta mejor que hay que poner sobre la mesa de la educación permanente son las bibliotecas, se ha pasado en bloque la en mala hora nacida Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural al nuevo Ministerio de Cultura y Bienestar Social. Decimos adiós a un Ministerio y nos disponemos a...

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Olvidando que la inmensa mayoría de los bibliotecarios españoles dependientes del Ministerio de Educación y Ciencia trabajaban en bibliotecas científicas (Nacional, universitarias y especializadas), sin tener en cuenta que las bibliotecas públicas eran de hecho bibliotecas de estudiantes y sin pensar que la carta mejor que hay que poner sobre la mesa de la educación permanente son las bibliotecas, se ha pasado en bloque la en mala hora nacida Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural al nuevo Ministerio de Cultura y Bienestar Social. Decimos adiós a un Ministerio y nos disponemos a entrar en uno nuevo. Cambiamos, luego existimos. Nos despedimos, luego existimos. ¿Desaparecemos, luego existimos? Pocas oportunidades de dar fe de vida que no sean éstas nos quedan a los bibliotecarios españoles. Y bien pudiera ser que desde las silenciosas cámaras del Patrimonio se nos vaya a lanzar ahora al triquitraque de la agitación cultural.Por supuesto nadie nos ha preguntado nada, para poder responder, bien a través de los representantes que hayamos podido votar el día 15 de junio, bien a través de las existentes, aunque imperfectas, asociaciones profesionales. Nos alejamos de un Ministerio en el que los árboles no han dejado ver el bosque. Los problemas planteados por torres que amenazan ruina, paisaje que se deturpa, ciudades mancilladas por el hambre de dinero de unos cuantos, escuelas que no bastan, institutos desbordados, universidades que estallan, hicieron creer que el pan de la cultura popular y la sal de la enseñanza pública podían existir sin ni siquiera mencionar las bibliotecas. La ley General de Educación, de Villar Palasí, puede servir de ejemplo en este sentido.

Nos hemos librado de esta maraña que ha cegado durante muchos años los ojos de los que gobiernan y nos embarcamos en nuevo navío hacia el futuro. No sabemos si éste va a ser de amanecer. Nos permitimos dudarlo al hallarnos embarcados tan por las buenas y mientras no se nos asegure que las bibliotecas estatales españolas van a tener pecho y alma con anchura y vigor suficientes para dejarse ver entre la opresión a que van a estar sometidas administrativamente (y, sobre todo, en las páginas de los diarios y en las antenas de las emisoras) de un lado por los estadios de la cultura física y, de otro, por los estudios (y perdón por nombrar con este fácil juego de palabras a los grandes medios públicos de comunicación de masas) de la «cultura» oficial. Alguien puede pensar que la vida sigue. Habrá que verlo.

Entre las dos criaturas adoptadas por el nuevo Ministerio de Cultura y Bienestar Social habrá de tener mano de buena madre con la primera, a fin de que el segundo no engorde solo y este país se convierta en rebatiña de bautizo de rico o en disfrute chato y conformista del llamado nivel de vida. El bienestar social por sí mismo -y sin olvidar tampoco que «el saber acrecienta pesadumbre», que no infelicidad- no se presenta como base firme para ni siquiera intentar la felicidad, pues que no es posible fijar sus niveles de saciedad y de poder de contentamiento. Sin cultura no podemos saber dónde empieza y dónde puede terminar el bienestar. Parece, pues, que si la cultura ha de tener un puesto de vanguardia entre las nuevas preocupaciones, es llegada la hora de las vacas gordas para las bibliotecas españolas. La cultura es, más o menos y para entendernos, el conjunto de bienes humanos -es decir, el conjunto de bienes creados por el hombre y para el hombre-, sobre todo, espirituales, participables y participados. Me parece, claro que «espiritual» tiene aquí un sentido muy amplio para señalar a todo aquello que no tiene un sentido puramente utilitario y que estos bienes deben ser accesibles para todos. Llegado a esta plataforma, un pueblo se halla en disposición de poder ser feliz. De poder nada más, porque serlo o no depende de otras varias raíces que pertenecen a cada quisque.

Una cultura dinámica

Además de participable, la cultura es dinámica. Quiere ello decir que no admite estancamiento, perpetua contemplación de ombligos históricos. Y que cada partícipe de la misma debe colaborar en su creación. Esta actitud de participación creadora no surge sin el detonante de una actitud de crítica permanente que sopesa y mide los frutos de la cultura, de una actitud de descontento. No hablo de actitudes destructivas ni me detengo a fijar la velocidad con la que la cultura debe caminar. Lo cierto es que una cultura sin sobresaltos ni avances o no es participada -es una cultura eremítica- o está muerta.

Pienso yo ahora si una cultura podrá ser participada, podrá tener dinamismo sin bibliotecas. El acceso a la cultura, a los bienes culturales en todos los planos (artes, recreo, familia, sociedad, moral, religión...) es un acceso personal, una cuestión personal y casi marítalque hay que resolver por cuenta propia. La crítica de los bienes culturales es también un problema en última instancia de soledad. La creación cultural, desde la creación artística -también la artesanía es creación- hasta la investigación científica y técnica, se alimenta de entrega personal a la búsqueda. No es que en cada momento hayamos de pensarlo todo, enjuiciarlo todo, inventarlo todo, sino que el apoyamos sobre el pensamiento, juicio e invención de los demás, no puede ser obstáculo o trampa en cuya virtud cada uno de nosotros dejemos de pensar, enjuiciar e inventar. Creo que la última puerta para acceder personalmente a todo esto nos la ofrece el libro en sus variadísimas formas. Y pues que apenas hay ciudadanos capaces económicamente -ni valdría la pena, puesto que la mayor parte de los libros son productos culturales efímeros- de proporcionarse todos los libros que necesita para alimentar su ocio, fundar su capacidad crítica (que comprende tanto el juicio sobre un filme de actualidad o una canción de moda como la base para una decisión política o religiosa) o inventar cuando tenga que inventar en este mundo (un grifo bien instalado o la Quinta Sinfonía) deberán ser las bibliotecas públicas las que tomen a su cargo esta misión. Creo sinceramente que no puede llegar más alta una función política y que no puede haber lamentos más doloridos y justificados que los que provoque su falta. Una salud pública eficaz puede crear animales bien cuidados. Una enseñanza pública perfecta -suponiendo que fuera posible sin bibliotecas- no haría más que asomar a los estudiantes a un alto balcón sobre el vacío. Todo ello, a menos que las bibliotecas le ofrezcan la posibilidad de penetrar en la cultura.

¿Para qué vamos a engañarnos? Los medios de comunicación de masas no pueden ofrecer más que una «cultura de masas». Entran en este concepto también las conferencias, sermones y demás actos públicos, por manipular la comunicación no ya en el envío del mensaje -cosa que acontece también en el caso de la lectura a solas-, sino en su recepción poniendo al receptor en una situación dotada ya de un determinado clima. Los medios de comunicación de masas crean muchedumbres, grupos y sectas, y son medios excelentes para el adoctrinamiento oficial o para entonar nanas para dormir a un pueblo. La cosa está más que vista. El ciudadano necesita un medio para distanciarse críticamen te de estos medios en los que se halla sumergido: lo tiene en el contacto personal con la lectura. Ya sé que la misma lectura necesitaría -así in infinitum- otros distanciamientos, pero en lo humano hemos de detenernos siempre en lo menos malo de lo posible. Porque lo cierto es que leer es un acto de soledad en compañía, que es un acto -ante las solicitaciones externas- penoso y necesitado de esfuerzo, que es un acto de elección, de elegancia, libre de verdad. Claro está que por ser actividad alta y excelsa, la lectura hace que con frecuencia sean considerados peligrosos quienes la frecuentan. No nos queda otro camino para que un pueblo deje de hablar (y pensar) por boca de ganso, para que unos estudiantes se alejen de la empollonería y para romper con la rutina profesional y el estancamiento científico. Pero hablar de la lectura pública nos obligaría a sacar algunas conclusiones políticas, explicar el tema de las bibliotecas como introducción en el estudio personalizado y en la práctica de la investigación nos obligaría a preguntarnos por la misión de la Universidad, y de tenemos en la información científica y técnica nos llevaría a proponer un examen de concien cia de las profesiones liberales y a llenar de alarmas los pasos de los responsables de la economía del país.

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