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Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

Un mundo entero que ganar

El antropólogo Jason Hickel ilustra la necesidad de decrecer, compartiendo la abundancia, frente a la austeridad que impone la escasez

Jason Hickel, retratado en Barcelona.EFE/ Capitán Swing

Crecer es sinónimo de mejorar, de superar, de madurar. Pero, si observamos la naturaleza, crecer sin una meta es la definición de un absurdo de consecuencias devastadoras: las células cancerígenas se replican para destruir. Llevamos casi cinco siglos apostando por el crecimiento físico, material. Con el coste de descuidar el crecimiento de otros valores y conocimientos, incluido el de nuestro interior.

Suena tan bien crecer, resulta tan convincente y sencillo, que hemos obviado que e...

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Crecer es sinónimo de mejorar, de superar, de madurar. Pero, si observamos la naturaleza, crecer sin una meta es la definición de un absurdo de consecuencias devastadoras: las células cancerígenas se replican para destruir. Llevamos casi cinco siglos apostando por el crecimiento físico, material. Con el coste de descuidar el crecimiento de otros valores y conocimientos, incluido el de nuestro interior.

Suena tan bien crecer, resulta tan convincente y sencillo, que hemos obviado que el crecimiento más allá de lo natural, es decir, el crecimiento exponencial, la multiplicación, necesita destruir, abusar, explotar. Lo que intento apuntar no es una ideología. Son hechos.

El crecimiento perpetuo en el que el mundo vive inmerso desde hace cinco siglos ya se ha cuestionado antes. En 1972, un equipo de científicos del Massachusetts Institute of Technology (MIT) publicó un informe-advertencia: Los límites del crecimiento. Frente al ecologista Jimmy Carter, Ronald Reagan despachó esa inquietud recurriendo a la ausencia de límites del sueño americano: “El crecimiento no tiene límites porque la imaginación humana no los tiene”. No lo vemos, luego no existe: los estadounidenses votaron masivamente a Reagan. Y el mundo desechó la advertencia de los científicos, abrazándose al credo de Francis Fukuyama en El fin de la historia: el capitalismo es la única opción. Y tiene pinta de durar para siempre.

El antropólogo Jason Hickel lo cuenta desdiciendo a Fukuyama. Y a Reagan, claro. Profesor de la London School of Economics y de la Universidad Autónoma de Barcelona, Hickel señala que hemos tomado el PIB, Producto Interior Bruto, como indicativo de la prosperidad de un país cuando sólo indica el bienestar del capitalismo. Y analiza en Menos es más (Capitán Swing) cómo el decrecimiento salvará al mundo. Ojo, habla de decrecimiento, no de austeridad. La diferencia es esencial: el decrecimiento se basa en producir para el uso (casas para vivir, campos sembrados para comer…) en lugar de como inversión. En última instancia, se trata de compartir. De confiar en que el mundo tiene algo más importante, hermoso y satisfactorio que ofrecer que el consumo sin límites. La austeridad, en cambio, es una reducción. Se basa en la escasez. Y la escasez genera el abuso (de los precios) o la rebaja (en los sueldos y las condiciones laborales cuando hay más demanda de trabajo que oferta).

Portada del ensayo 'Menos es más' (Capitán Swing).Capitán Swing

Hickel lista los momentos históricos, las ideas filosóficas que sustentan la posición de poder del hombre por encima de la naturaleza, y las consecuencias de cómo la apuesta por el capitalismo llegó a convertirse en algo inevitable, en esa única vía de futuro de Fukuyama. Frente a ese parecer, señala que el crecimiento no es la única vía para mejorar la vida de la gente. Ilustra que es posible organizar la economía en torno al bienestar humano en lugar de en torno a la acumulación del capital. Pero, claro, habla de cambiar nuestra manera de ver el mundo. De entender que somos naturaleza y que no es que debamos cuidarla, es que formamos parte de ella.

Por eso se remonta al animismo —al respeto por todos los seres vivos— frente al dualismo que somete la naturaleza. Esa forma más holística de entender el mundo explica la profunda interdependencia entre los ríos y los bosques, las bacterias y nuestro cuerpo, las lombrices y la tierra fértil. Para Hickel, la explotación de la naturaleza, que ofrece con generosidad, es el equivalente a la esclavitud, el sometimiento de las personas. Pero no es un gurú el que habla. Es un antropólogo que lleva décadas estudiando el origen, hace 500 años, y las consecuencias del crecimiento perpetuo que defiende el capitalismo.

Por eso su libro no es sobre el apocalipsis —de hecho, invita al lector a saltarse la parte de diagnóstico si ya conoce las consecuencias—. Y demuestra una gran fe en el ser humano: “Deberíamos tener un debate democrático sobre a partir de qué punto la acumulación se vuelve destructiva e inaceptable: ¿10 millones de dólares? ¿100? ¿5?”. Algunas empresas, no sólo nórdicas —Mondragón lo hizo en España—, lo tuvieron. Suscribieron la creencia de que ningún directivo debía ganar más de 6, 12 o 24 veces lo que ganaba el trabajador con el sueldo más bajo de su empresa.

Las propuestas de Hickel son realistas. Explica que el capitalismo solo puede funcionar en condiciones de escasez. “La austeridad busca esa escasez, el decrecimiento aboga por la abundancia para volver innecesario el crecimiento”. Razona que si Costa Rica tiene una de las esperanzas de vida más altas de Latinoamérica es por su excelente sistema de salud pública. Y, a la vez, si la comunidad Nicoya, en una de las zonas más pobres de ese país, aumenta cinco años esa esperanza de vida hasta los 85 es por la interconexión: esa comunidad se siente valorada y asistida incluso en la vejez. “En las sociedades más igualitarias la gente se siente menos sometida a la presión de tener que intentar conseguir cada vez más ingresos”.

Advirtiendo que no va a ser fácil, defiende no extraer más de lo que pueden regenerar los ecosistemas y no generar más residuos de los que pueden absorber esos ecosistemas. Concluye que, aunque capitalismo y democracia van de la mano, puede que sean incompatibles. Aboga por una economía que produce y vende bienes y servicios útiles y minimiza el despilfarro. Y recuerda que el crecimiento ya lo cuestionó Baruch Spinoza cuando defendió la naturaleza, el big bang, frente al Dios creador. Spinoza fue apuñalado. Sobrevivió, pero llevaba siempre la túnica rasgada para recordar el peligro que implica la necesidad de entender el mundo. También la hondureña Berta Cáceres fue asesinada por defender el río Gualcarque. Y sin embargo, en Nueva Zelanda, el río Whanganui —considerado sagrado por el pueblo maorí— ha sido declarado persona jurídica.

Hoy sabemos que las bacterias —que suponíamos nocivas— se han revelado esenciales para la digestión. Hoy sabemos que los árboles cooperan entre ellos. Y que las grandes empresas agrícolas no adoptan métodos regenerativos para sus tierras para no limitar su producción. Hickel cree que, de la misma forma que llegaron los derechos universales, tal vez las Naciones Unidas adopten algún día los Derechos de la Madre Tierra. Ese día pondremos la cooperación por encima de la competición. Hasta entonces, hacerlo o no es una decisión personal.

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