Ir al contenido

‘Downton Abbey’: el placer culpable por un mundo de criados y señores

La tercera película sobre los Crawley pone punto final a la emblemática saga familiar de la época posvictoriana

Imagen de la película 'Downton Abbey: el gran final'. Foto: FOCUS FEATURES LLC | Vídeo: EPV

El presente es brumoso y el futuro no está, pero el pasado nunca nos abandona y, además, tiene la capacidad de transfigurarse sin fin. De la época victoriana y posvictoriana británica permanecen la idea de excepcionalismo, la obsesión por la clase y el dinero, la adoración por la técnica y la irrupción de las luchas por diferentes tipos de igualdad. Fue el punto álgido y el inicio de la caída de un imperio regido por una sociedad organizada bajo un sistema de castas no tan diferente —con otros códigos y en otro contexto— al de la India, la Joya de la Corona entonces.

Esa pirámide social donde cada uno permanece en su sitio marcaba también al servicio doméstico. Del administrador de la casa al mayordomo, pasando por el ama de llaves, la dama de compañía, la cocinera, la criada, el lacayo, hasta llegar al mozo de cuadra, era un mundo de jerarquía y disciplina (hasta que saltó en pedazos).

Lo explican en la saga Downton Abbey, un cuento luminoso, también literalmente: en el bellísimo paisaje que rodea la mansión de la aristocrática familia Crawley siempre luce el sol. Quince años después de su estreno en televisión, este viernes llega su tercera película, Downton Abbey: el gran final, tras Downton Abbey (2019) y Downton Abbey: una nueva era (2022).

La ficción narra cómo una antigua familia de propietarios —los privilegiados de arriba— intenta adaptarse al empuje de la modernidad, explicando a su vez la vida de los que viven abajo, el servicio que calienta las salas antes de que lleguen a pisarlas los señores, para vestirlos después, hacer sus camas, sacar brillo a sus zapatos, su plata, su cubertería y cristalería, cocinar y servir desayunos, almuerzos, meriendas a base de té y pastas, cenas y copiosas copas afterdinner.

El buen patrón

Downton Abbey ofrece una visión “muy paternalista de la relación entre las distintas clases sociales: los criados parecen formar parte de la familia, a pesar de que se dedican a servirles en la mesa y limpiar la mansión. Siempre se les trata no ya correcta, sino cariñosamente”, dice Carmen Bretones, doctora en Literatura Inglesa y profesora en la Universidad de Almería.

Para Adriana Cabeza y Alexia Guillot, del podcast Las entendidas, que las tramas de los sirvientes sean tan relevantes como las de los aristócratas es clave del éxito: “Desprende esa idea de ‘buen patrón’. Hay una buena relación entre ricos y pobres, tan buena que puede quedar un tanto romantizada dentro de la serie, dando a entender que la mayoría de los sirvientes están encantados con la idea de servir”.

La realidad era otra. En Servants: A Downstairs View Of Twentieth-Century Britain (2013), la historiadora Lucy Lethbridge explica que el servicio trabajaba de cinco de la mañana a diez de la noche, que tenía un día de fiesta al mes y que no era raro sufrir abusos por parte del dueño de la casa. Pero eran tiempos de tanta miseria que entrar a trabajar en el servicio significaba un techo estable y comida asegurada. Lo corroboran también los testimonios de sirvientes reales recopilados por el periodista Frank Victor Dawes en su libro Nunca delante de los criados (Periférica, 2022).

Antes de Downton Abbey, la relación entre amos y criados se reflejó en series como Arriba y abajo o Retorno a Brideshead, y en películas como Lo que queda del día, pero en un momento de furor audiovisual como el de ahora, la vida de los Crawley y sus sirvientes representa el epítome del éxito del denominado cine y series de tacitas. Para Bretones, el fenómeno empezó con la película Sentido y sensibilidad (1995), de Ang Lee, basada en la novela de Jane Austen. A partir de ahí, se despertó el interés por una época “que tiene mucho de atractivo: el gran desarrollo social y económico de la sociedad británica, que durante la regencia de Victoria I se convirtió en la primera potencia mundial”, afirma. Es un tiempo de paradojas, donde a la obsesión por el orden y el encaje social se le enfrenta el socialismo, el sindicalismo, el antiimperialismo o el feminismo. Y eso atrae al público porque “reconoce los grandes cambios de distinta índole que nos han conducido a la sociedad actual y por otro disfruta de esas escenas del pasado que se presentan tan idílicas”, según Bretones, autora de La New Woman y el espacio en la narrativa de fin de siècle (Publicia, 2015).

La pantalla, su refugio

Entre la comedia y la tragedia, entre la pompa y la circunstancia, el impacto de Downton Abbey fue tal que reseteó el orgullo de eso que llaman britanidad, hasta el punto de que algunos se preguntaron si pudo haber nutrido el Brexit. En The Independent, Fiona Sturges escribió que la serie promovía “un tipo particular de identidad inglesa que ponía a las clases altas en un pedestal y miraba por encima del hombro a cualquiera que no tuviera nada que ver con los sistemas feudales de antaño”.

Los Crawley y sus criados encandilan a millones en todo el mundo, pero no gusta a todos. El historiador Simon Schama la acusó de estar infestada de clichés y de fomentar un “delirio de nostalgia”, de ser “una telenovela servil que el público estadounidense, desesperado por algo, cualquier cosa, que le quite de la mente las perplejidades del presente, parece estar más que feliz de beber a grandes tragos y con gratitud”, escribió Schama en la revista Time. Pero el productor Gareth Neame la defendió recordando que no era un programa de historia, sino una sátira social.

Para Las entendidas, el fenómeno downtonista encaja en el concepto de serie/película refugio, una especie de cabaña audiovisual, “sinónimo de lugar al que recurrir cuando buscas paz y tranquilidad”. Una especie de placer culpable. Y es cierto. Downton Abbey personifica el confort, una gran evasión donde la nada nadea, que se entretiene en los detalles de la mansión campestre del condado de Yorkshire —protagonista absoluta de la saga—, se regodea en el asombro de sus protagonistas por la irrupción de inventos como el teléfono, el coche o el fin de semana y, para la mayoría, no se detiene ante las toneladas de almíbar que inunda cocinas y comedores por igual.

La versión primigenia de Downton Abbey es Gosford Park (2001) de Robert Altman, más ácida y cruda, donde no hay rastro de romance y solo diferentes formas de sobrevivir a la ansiedad de subir o bajar en la pirámide de la clase social. El guionista de la película de Altman, Lord Julian Fellowes —que ganó un premio Oscar por ello—, firma también la historia y los guiones de Downton Abbey. Según sus palabras, el éxito radica en ofrecer puro entretenimiento y tratar a todos los personajes con respeto, algo anómalo en el panorama actual. En Screen Rant, Fellowes lo dejó claro: “Hoy hay series muy incómodas, protagonizadas por personajes de los que huirías corriendo antes que cenar con ellos”.

Sobre la firma

Más información

Archivado En