Louvre, una temporada en el infierno
El museo parisiense, sumido en la peor crisis de su historia, ha vivido en las últimas semanas huelgas, inundaciones y un espectacular robo que pone en cuestión el brillo de su historia y la de Francia
El vigilante de seguridad se agarra la cintura, se sube el pantalón y arquea las cejas. Jane, una turista de 43 años, insiste. Vuelve a pedirle explicaciones. Ha invertido más de 150 euros y 13 horas y media de avión. Su familia ha llegado a París desde Texas y la visita al museo era el punto álgido del viaje. La guinda del pastel, dice ella juntando el índice y el pulgar. “Pues no abriremos”, intenta zanjar el empleado el lunes, primer día de huelga en el Louvre esta semana. Jane no se lo puede creer. Tampoco varios centenares de personas que hacen cola ―y ridículas posturas en un frágil equilibrio sobre las peanas de cemento para tomarse fotos― ante la pirámide que el arquitecto chino Ieoh Ming Pei diseñó en 1993 para modernizar el museo y agilizar la entrada de visitantes. Fue hace casi 33 años. Tiempos dorados. Desde entonces, todo ha ido a peor.
El turismo de masas, el envejecimiento de las instalaciones, las numerosas crisis económicas y una gestión errática ―su anterior director, Jean-Luc Martinez, fue imputado por tráfico de obras de arte― han empujado lentamente al museo más importante del mundo a un abismo que describe, como el poético subtexto de uno de sus grandes lienzos, el esplendor perdido de una nación. La gran obra de esta hecatombe, sin embargo, será ya para siempre el vídeo de cuatro encapuchados llevándose el pasado 19 de octubre un conjunto de joyas de Napoleón por valor de unos 88 millones de euros. A plena luz del día. Luego llegaron inundaciones, desprendimientos. Y la huelga.
“Señora, está cerrado. ¿Por qué? Esto es Francia”, resume el vigilante ante la desesperación de Jane.
El lunes el museo permaneció clausurado. Huelga. El martes, también. Descanso semanal. El miércoles y el jueves abrió a medias, tras decidir los empleados seguir con paros parciales para protestar por las condiciones de trabajo, el envejecimiento de las instalaciones y “el despilfarro” de un plan bautizado como Nuevo Renacimiento y presentado a bombo y platillo por el presidente de la República, Emmanuel Macron. El museo plantó batalla: si cerraba se jugaba otros 400.000 euros diarios. “La respuesta de la dirección ha sido directamente el desprecio, el silencio. Laurence des Cars [la presidenta del Louvre] está bunkerizada. Pero veremos si se atreven abrir igualmente”, lamentaban los sindicatos el miércoles por la mañana a las puertas del Louvre, que ese día abrió con salas cerradas y apenas trabajadores en lugares clave. Los visitantes, eso sí, pagaron el billete entero, después de horas de cola.
Finalmente, los paros se desconvocarían el viernes, el miércoles por la tarde, con el personal del museo a medio gas, pero el público a tope, la única forma de entrar sin una larga espera era colarse por una puerta lateral, el acceso para personas con carné profesional y para pícaros, ya que nadie pedía la debida acreditación. No debería hacerse, pero se trata de un experimento periodístico para adentrarse en ese infierno que describen los funcionarios.
Adelante, pasen.
No hay apenas vigilantes ―están en huelga ― y los que hay se entregan devotamente al móvil. Una vez en el centro del vestíbulo, bajo la pirámide, el magnetismo del ala Denon, donde se encuentran los principales tesoros pictóricos, incluida la Gioconda, disuelve al periodista en una larga cola a la que se sucederá una colección de obstáculos físicos en algunas salas. Hoy, sin duda, sería imposible recorrer el Louvre a través de sus galerías en nueve minutos y 43 segundos, como Anna Karina, Samy Frey y Claude Brasseur en Banda aparte, de Jean-Luc Godard. Se camina a pasitos, lentamente. En 420 segundos, sin embargo, sí pueden robarse unas joyas valoradas en 88 millones y desaparecer sin dejar rastro.
Los carteles, fotocopias descoloridas y mal plastificadas, anuncian de forma confusa la proximidad de la Mona Lisa, el premio que buscan casi todos los visitantes, como uno de esos pokémon en realidad aumentada. Tras subir las escaleras de piedra y seguir la corriente humana uno se adentra sin remedio en la abigarrada sala de los Estados, donde la obra de Leonardo comparte espacio desde 1966 con grandes telas de Paolo Veronese y la escuela veneciana. Hay mucho, todo impresionante. La obra más importante, Las bodas del Caná (1563). Pero pasa inadvertida, pese a ser el cuadro más grande del Louvre (70 metros cuadrados) por la compulsividad turística del “yo estuve aquí” que impone la Gioconda (1506).
La obra fue sustraída en 1911 por Vincenzo Peruggia, un cristalero italiano en el Louvre. Hoy sigue ahí, blindada por un enorme cristal. Esa es la buena noticia en estos tiempos inciertos del museo que, en plena psicosis por el último robo, trasladó algunas de sus joyas más valiosas al Banco de Francia. Pero el Louvre, a la espera de la gran remodelación propuesta por Macron, que planea una sala especial para el gran hit renacentista y una entrada especial para quienes solo quieren hacerse la foto con ella y largarse, ha colocado unas vallas negras que enjaulan de forma asfixiante a los visitantes frente a la obra. Puro sadismo. “¡No!”, le grita un vigilante a un japonés que pretende hacer una foto escorada desde un lateral para evitar ser aplastado por otros compatriotas.
Las escenas, más allá del potencial contagio vírico y el calor sofocante, rozan el maltrato humano. Cae una de las catenarias del recinto, tropieza un alemán. Se ríe una británica. Y algunos de los rehénes de la Mona Lisa logran escapar, acomodándose en las sillas que normalmente ocupan los vigilantes que hoy no están para reivindicar su labor. “Por favor, sea cortés con el personal del museo”, reza un cartel a la salida, quizá demasiado tarde.
La señalización es confusa. Los mapas de lugar, más difíciles de descifrar que los de Ikea. Todo el mundo termina en el mismo espacio, arremolinado ante las obras más codiciadas. Si hay barullo, hay obra maestra. Aunque en algunos tramos el fenómeno pueda confundirse con el follón en la puerta de algún baño con los retretes averiados. Hay muchos.
Uno se rebela de golpe, e intenta ir en sentido contrario. Pero ahí está La Libertad guiando al pueblo (1830), de Eugène Delacroix ―con el pueblo, sí, pero cegada por los flashes ―, y el espectador solo alcanza a ver una multitud. Como la que viajaba a bordo desesperada en La balsa de Medusa (1818), de Théodore Géricault, pocos metros más allá, aunque difícil de contemplar ya bajo la cada vez más tenue luz de la sala, pese a que hoy entra el sol por la claraboya.
El problema no es nuevo. Martillea la conciencia de la dirección desde hace años. El historiador del arte Didier Rikner, especialista en la institución, cree que “el Louvre es hoy un museo a la deriva”. “La experiencia museística es pésima. Hay salas cerradas y un déficit de señalización que concentra a la gente en los mismos lugares y deja vacías salas como las de los vermeers. Los baños dan pena. Y los miércoles y los viernes, está cerrado todo el segundo piso entre las nueve y las diez y media”, critica.
Organizar la marea humana no es fácil. El Louvre recibe cada día unos 30.000 habitantes. Generalmente acomodados en flujos horarios. Es posible que la tarde de este miércoles sea más concurrida de lo habitual por la huelga. Hay nervios entre los visitantes. “Qué coñazo, mamá” (Pain in the ass), protesta un niño anglosajón. Mantienen la calma, sin embargo, los vigilantes en esa huelga espiritual, de cuerpo presente. Y también el pobre Leónidas, ahí esperando La batalla de las Termópilas (1814), de Jacques-Louis David, justo en el paso de montaña en el que estaba a punto de librarse el histórico choque. Una franja tan estrecha para los persas, como el corredor del museo, algo agrietado en el techo, por donde ahora los visitantes se sortean unos a otros, apretujados como el público que asiste a la descomunal Coronación de Napoleón, pintado por el mismo autor pocos años antes. Es alucinante. Y da igual cuando lea esto y cómo esté el museo.
La experiencia museística, ese podría ser el leit motiv de este drama, ha mutado enormemente desde la última vez que el Louvre se sometió a una gran remodelación, cuando recibía unos 2,8 millones de visitantes al año. Ninguna infraestructura resiste. Los trabajadores del Palacio Garnier ―la ópera― se solidarizan estos días con los del Louvre. “Estamos igual”, explica uno de los portavoces sindicales. La pirámide del museo debía permitir recibir a cuatro millones de visitantes anualmente. Pero fueron creciendo exponencialmente. Luego, la pandemia creó el espejismo de un turismo más sostenible, mesurado, selectivo. Acabo siendo lo contrario. El mundo decidió recuperar lo que era suyo. Rápido, compulsivamente. Hoy las visitas rozan los 10 millones.
Else Müller, portavoz del sindicato SUD Culture, cree que “todo el mundo ha visto que este museo está mal gestionado”. “Y nosotros, que estamos muy ligados a este lugar, a sus obras, a su historia, lo vivimos como un martirio. El techo ya se ha hundido, las joyas han sido robadas, se han inundado salas… Lo único que queremos es transmitir este patrimonio a las generaciones futuras”, lamenta. Eso, y también un legítimo aumento de sueldo.
París ama las revueltas. Y el Louvre, construido a orillas del Sena a finales del siglo XII, fue durante siglos la residencia oficial de los reyes de Francia, hasta que Luis XIV, harto de las multitudes rebeldes en París, lo abandonó por Versalles. Hoy esas hordas enfervorecidas han cambiado de aspecto y motivaciones y recorren los pasillos armados con guías y folletos. Aunque falta adaptación. De todo tipo. Un hombre en silla de ruedas busca desesperadamente el montacargas que le transporte de un piso a otro, mucho más lento que el que utilizaron los ladrones en la mañana del 19 de octubre.
La presidenta del museo, ante la comisión de investigación del Senado sobre el robo de las joyas, reconoció el miércoles que el museo atraviesa una “crisis” y sufre una “desorganización” en cuestiones de seguridad. Interrogada en France Inter, Des Cars consideró que aún dispone del crédito suficiente para mantenerse al frente del Louvre, museo que dirige desde finales de 2021 (es la primera mujer en hacerlo). “Estoy al mando, dirijo este museo en medio de una tempestad, eso está muy claro, pero estoy tranquila y determinada para acompañar a los 2.300 agentes del Louvre”, aseguró, añadiendo que asume su “parte diaria” de responsabilidad en el mal funcionamiento del museo.
El problema, creen los sindicatos ―y también el Tribunal de Cuentas ― es que la dirección priorizó la compra de arte a mejorar las condiciones de la infraestructura. También en temas de seguridad. El informe de la máxima institución de fiscalización de Francia, acusa al Louvre de contar con un sistema de videovigilancia insuficiente en sus tres alas, de haber aplicado fuertes recortes y retrasos en el gasto destinado a seguridad en los últimos años y de mostrar una deficiente jerarquización de prioridades.
Al final del recorrido, antes de atravesar la vieja estructura medieval del museo para aparecer de nuevo en el hall bajo la pirámide, Athanor (2006) un mural de Anselm Kiefer, logra confundir el aspecto gris, granulado y matérico de su imponente relieve con un gotera del techo. Tanto, que como ocurre a veces con el arte contemporáneo, es difícil estar seguro dónde termina el trabajo artístico y comienza el accidente.
El viernes los empleados decidieron votar a favor de desconvocar la huelga y terminar con una semana de dolor. Los problemas, sin embargo, seguirán ahí el lunes. La grandiosidad del museo y sus estratosféricas obras de arte, por muchos problemas que atreviese, también.