Los discos antipáticos
Las superestrellas pueden permitirse editar algún álbum anticomercial. Pero, ojo, no suelen repetir
En 1984, la historiadora Barbara W. Tuchman publicó The March of Folly, traducido por Fondo de Cultura Económica como Marcha de la locura. Estudiaba casos de dirigentes políticos y religiosos que tomaban decisiones catastróficas, incluso a pesar de que eran contrarias a sus intereses, ignorando la lógica y hasta la información disponible. Tuchman iba desde relatos m...
En 1984, la historiadora Barbara W. Tuchman publicó The March of Folly, traducido por Fondo de Cultura Económica como Marcha de la locura. Estudiaba casos de dirigentes políticos y religiosos que tomaban decisiones catastróficas, incluso a pesar de que eran contrarias a sus intereses, ignorando la lógica y hasta la información disponible. Tuchman iba desde relatos míticos, como el del caballo de Troya, hasta épicas meteduras de pata entonces frescas, como la implicación de Estados Unidos en la guerra de Vietnam, donde se repitieron los mismos errores que Washington había denunciado cuando el país era una colonia francesa.
Disculpen la pirueta conceptual pero se me ocurre que, en el ámbito mucho más banal del rock, alguien debería analizar en conjunto los discos desastrosos que estuvieron a punto de hacer descarrilar la carrera de sus creadores. El caso más evidente puede ser Self Portrait, doble LP que Bob Dylan publicó en 1970. Es recordada la impetuosa reacción de Greil Marcus, que escribió: “¿Qué es esta mierda?” (que conste que el crítico revisaría posteriormente esa valoración).
El propio Dylan sugeriría luego que Self Portrait fue un acto de autosabotaje, pensado para dinamitar el papel que se le atribuía durante los sesenta como profeta de la rebelión juvenil; en realidad, llevaba haciendo exactamente eso desde que sacó John Wesley Harding en 1967. Tengo otra teoría: que fue un producto de su cabreo al contemplar el enorme éxito del disco pirata Great White Wonder. “¿De modo que queréis discos desgalichados? Pues os voy a dar uno. Y pondré un cuadro horrible en la portada”. Dicho y hecho; durante un tiempo, hasta negó que el lienzo fuera suyo.
Si se busca un artista más dado a los volantazos suicidas que Dylan, podríamos fijarnos en Neil Young. Tuvo el honor único de que su discográfica de los años ochenta, Geffen Records, le demandara por entregar discos que “no correspondían a su identidad artística.” Y pudo ser peor, señor Geffen: de vuelta en su sello habitual, Reprise Records, Neil sacó Arc, un collage de 35 minutos consistente en feedback de guitarra, con voces ocasionales, todo grabado durante una gira con Crazy Horse y supuestamente inspirado por un comentario de Thurston Moore. “¿El ruidista de Sonic Youth? Vaya mal consejo, Neil”.
Young podía haber alegado que lo suyo no era tan indigesto como Metal Machine Music, el doble álbum de hirientes sonidos elaborado por Lou Reed en su apartamento a mediados de los años setenta. La discográfica RCA intentó aliviar el previsible batacazo al sugerir editarlo en Red Seal, el subsello consagrado a la música clásica, donde ocasionalmente aparecían grabaciones de vanguardia. Lou Reed fue inflexible: “Esto es rock”.
Claro, tales ocurrencias suelen ser consideradas producto del endiosamiento de las superestrellas. Hablamos de figuras alejadas de la realidad, refractarias a consejos externos, convencidas que el mundo gira alrededor de su ombligo. Solo así se explica que saliera algo como Two Virgins (1968), donde John Lennon comunicaba urbi et orbi su pasión por Yoko Ono, en un soberbio ejercicio de autocomplacencia. Tuvo suerte que la polémica se centrara más en las fotos de la funda, que mostraban a la pareja desnuda. Resultó un mal ejemplo: meses después, su compañero George Harrison lanzaba Electronic Sounds. Aparte de apropiarse del trabajo del experimentador Bernie Krause, salió con una indescriptible portada obra del propio Harrison.
Pero no piensen que esos errores son exclusivos de grandes figuras foráneas. El grupo madrileño Dover quemó sus naves cuando rompió su sonido teóricamente grunge con I Ka Kené (2010). Amparo y Cristina Llanos no solo reincidían en la electrónica; se acercaban a la música africana. Se me ocurren pocas maneras más eficaces de alienar a la parte más cerril de su público. Pocos años después, la banda desaparecía ante la indiferencia general. Que yo sepa, las hermanas Llanos no han vuelto a editar música.