A favor de Amenábar… y de Cervantes
Esta es una historia inédita que es propia del cineasta. No se la escribió el autor
Cuando Alejandro Amenábar salía en volandas de los aplausos, al final del estreno de ...
Cuando Alejandro Amenábar salía en volandas de los aplausos, al final del estreno de El cautivo, había en su semblante, incluso en su boca, en todo su cuerpo, quizá, como un escalofrío. Lo primero, los ojos. Parecía que Amenábar estaba poseído por el porvenir de la noche, de los días que vendrían después de una exhibición tan potente de cine e historia como aquella que entregaba por primera vez a los que juzgarían los resultados de su esfuerzo.
Fue un celaje; él se abría paso entre las multitudes que lo abrazaban y se fue a sentar con sus amigos de la zona central de las butacas. Era como si en el asiento se quedaran su susto y su incertidumbre y fuera el otro quien llevara su nombre en medio del rumor intenso de los aplausos.
En todo caso, la ovación fue inmensa y tanto el que mostraba susto como el que saludaba los agasajos podían esperar que la noche trajera también un veredicto feliz, un aplauso de papel, una palmada.
Ha habido de todo, después de la gran noche de Amenábar… y de Cervantes. Críticas, hipercríticas, dudas, certezas y melancolía. En algunos casos ha parecido como si los espectadores de ahora, críticos o no, estuvieran buscando en la biografía secreta de Cervantes argumentos para tachar el guion, o las convicciones literarias, del autor del filme.
Siglos atrás pasaba de todo, como ahora; lo que entonces se filtró en las nubes del tiempo, ahora sería bulo y después certeza de los actuales cronistas de la belleza o de la infamia. En este caso, lo que trajo Amenábar, con su voluntad de artista, es una historia inédita que es propia de él. No se la escribió Cervantes. Ni siquiera el prolífico ser humano que describía la historia, y que interpreta como Dios Miguel Rellán, tuvo una palabra para decirle a aquel Cervantes de Amenábar que lo suyo era atrevimiento o pecado.
Como si James Joyce hubiera ido al fondo de su noche infinita y escuchara del mundo que le miraba de lado los detalles, gruesos o pequeños, que aquello no fue así, y tuviera que explicar el fabulista de Dublín que aquello se le ocurrió, y que lo que era cierto, lo que se deslizaba entre las metáforas de la noche (y el día), se lo fue regalando el arte.
A lo largo de la película, al menos en su estreno, hubo todo tipo de reacciones. Algunas se parecían a las críticas que luego han aparecido, pues alternaban el asombro con la incredulidad y el susto. Y hay de todo en el filme, y mucha sangre. También hay malvados y malditos, y están, claro, Cervantes y sus dudas. El Cervantes que nunca salió antes, ni en la escritura ni en las películas, pero que estuvo en la vida, cómo no, y por eso ahora es, como tantos personajes que revivieron en los libros o en los cines, como este Cervantes de Amenábar: aquel que al artista le ha dado la gana de dibujar.
Sentí en la mirada de Alejandro Amenábar, cuando él se iba, aquella sensación de incertidumbre o de estupor que aguarda al que ha hecho de una historia su real gana, con su imaginación, su escritura y su criterio. Los que ahora lo miran como si él hubiera matado la realidad que se sabe o se intuye o se inventa quizá se encuentren un día con la evidencia de que imaginación y la realidad pujen por llegar antes, o mejor vestidos, al veredicto del tiempo, pues el porvenir es una invención como otra cualquiera.
El cine, la escritura, viene del placer de inventar, y del placer, simplemente. Esta es, como dice el maestro Manuel Vicent en uno de sus libros más lúdicos, una obra de arte escrita a favor del placer. Y de Cervantes.