Muros de escudos, reinos a la greña y vikingos: Inglaterra nació en un baño de sangre

El historiador Marc Morris narra en su ensayo ‘Anglosajones’ la turbulenta época entre el abandono de Britania por los romanos y la conquista normanda

Una imagen de un muro de escudos en 'El último reino'.

Entre el final del dominio romano en Britania y la conquista normanda de Inglaterra pasaron muchísimas cosas, entre ellas la aparición de la propia Inglaterra, un alumbramiento convulso entre muros de escudos (la formación militar característica de esos belicosos tiempos), reinos a la greña, vikingos y personajes fascinantes envueltos en el aura de la leyenda de unos tiempos salvajes y sangrientos de los que nos llega el eco del continuo entrechocar de espadas. A contar esa historia compleja (¡demasiados nombres que empiezan por Etel!) pero apasionante de “la etnogénesis de los ingleses” dedic...

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Entre el final del dominio romano en Britania y la conquista normanda de Inglaterra pasaron muchísimas cosas, entre ellas la aparición de la propia Inglaterra, un alumbramiento convulso entre muros de escudos (la formación militar característica de esos belicosos tiempos), reinos a la greña, vikingos y personajes fascinantes envueltos en el aura de la leyenda de unos tiempos salvajes y sangrientos de los que nos llega el eco del continuo entrechocar de espadas. A contar esa historia compleja (¡demasiados nombres que empiezan por Etel!) pero apasionante de “la etnogénesis de los ingleses” dedica el reconocido y mediático medievalista británico Marc Morris (51 años) su libro Anglosajones, la primera Inglaterra (Desperta Ferro, 2024), por el que transitan brutales señores de la guerra con sabor tolkiniano (dadores de anillos y poseedores de espadas famosas, y cascos), como Redvaldo, al que se habría enterrado en el barco de Sutton Hoo, o Penda de Mercia; abnegados religiosos y santos, y obispos ambiciosos y corruptos, como Winfrido; grandes reyes como Etelbaldo (recriminado por su lascivia), Offa, al que se asocia a una muralla defensiva, el Offa’s Dyke, similar a la de Adriano, o Alfredo el Grande, claro, desatador de “Alfredomanía”, del que Morris señala con un humor muy british que sufría de hemorroides y que el monumento más antiguo en Wessex dedicado al monarca es un pub de 1763.

También aparecen por supuesto vikingos, ¡montones de ellos!, que trastocaron tanto el mundo anglosajón y que de haber prevalecido (aunque de hecho podría decirse que lo hicieron a través de sus parientes normandos) habrían abortado la Inglaterra que conocemos. Entre esos vikingos, el hoy tan conocido gracias a la serie Vikings Ivar el Deshuesado, hijo del legendario Ragnar Lodbrok; Halfdan, que se asentó en Northumbria; Guthrum, al que bautizó con sus jefes guerreros el propio Alfredo; Svein Barbapartida y su hijo el rey Canuto, rey de Inglaterra al vencer en la batalla de Assandun (1016) a Edmundo II Costado de Hierro; o Harald Hardrade, el Rayo del Norte y el Despiadado, que hubo de contentarse con los borgianos seis pies de tierra inglesa tras caer en la batalla de Stamford Bridge, donde sus guerreros perdieron por haber declinado usar cotas de malla a causa del calor, que ya es tontería.

La historia de Morris, con cada capítulo centrado más o menos en un personaje en particular, empieza con las legiones de la provincia, la más septentrional del Imperio romano, abandonándola en el 383 para marchar en apoyo de las reivindicaciones de su general, al que habían proclamado emperador, Magno Máximo (con ese apellido, su origen hispano y su destino adverso hubiese hecho un buen gladiator, por cierto). Fue el inicio de unos tiempos oscuros en Britania, donde la civilización romana se desvaneció. El año 410 marca definitivamente el fin del dominio romano en la isla, cuando el emperador Honorio contestó a la desesperada petición de ayuda de los britano romanos ante las invasiones germanas, principalmente la de los anglos (que tanto impresionaron al papa Gregorio I al verlos como esclavos en Roma) y los sajones, acaudillados por los legendarios Hengist y Horsa (Morris apunta que es tan improbable que existieran esos hermanos bárbaros como que lo hicieran Rómulo y Remo), diciéndoles que ya podían apañarse solos, pues él ya tenía bastante con Alarico. El autor de Anglosajones describe cómo la civilización romana desapareció, “los pueblos y ciudades se desmoronaron y arruinaron, las monedas dejaron de acuñarse y los productos más básicos desaparecieron”. Britania entró en barrena y la sociedad se derrumbó. Morris traza el arco de su relato entre ese momento desesperado y otro cataclismo: la invasión normanda del ejército de Guillermo el Conquistador y la derrota en Hastings (1066) de su rival Haroldo II Godwinsson, el rey maldito —muerto según la tradición de un flechazo en el ojo como parece mostrar el tapiz de Bayeux: Morris lo debate—, que supuso el crepúsculo de la élite anglosajona que había construido la primera Inglaterra.

Haroldo, último rey sajón, jura fidelidad al duque de Normandía en 1064, en una pintura de James William Edmund Doyle. (Heritage Images (Getty Images)

“Son siete siglos en los que vemos surgir una galaxia de pequeños reinos sajones cuya unificación dio pie a esa Inglaterra”, señala Morris, que detalla en su libro la lucha fratricida entre esos reinos (principalmente Wessex, Mercia, Northumbria y Anglia Oriental) mientras al mismo tiempo, desde el 793 (cuando se desató la furia de los paganos en Lindisfarne) se enfrentaban a la amenaza continua de los vikingos. Cuando un reino logró imponerse, el Wessex del rey Alfredo, un gran ejército vikingo invasor desbarató todo el tablero una vez más y pareció que los sajones iban a seguir el destino de los britones (los celtas arrinconados por estos), hasta que Alfredo, volviendo triunfante de los pantanos de Somerset en los que había sido acorralado, consiguió revertir la situación. Más adelante, con el reinado del danés Canuto, otro vikingo, Inglaterra formó parte de un imperio escandinavo, y pudo seguir así. “Canuto, cuya conquista en 1016 fue brutal, murió en 1035 a los 40 años; de haber vivido más no habría habido Eduardo el Confesor, ni invasión normanda”.

En su recorrido, Morris desmonta tópicos como el de la existencia del rey (o lo que fuera) Arturo, supuesta némesis de los anglosajones, el sobrenombre de Haroldo I Pie de Liebre (en realidad una mala lectura) o que Eduardo el Confesor —sin duda piadoso— fuera pacifista o pusilánime. Valora a Alfredo como “valiente, resuelto y con visión de futuro”, pero recalca que en realidad, pese a que se lo ha considerado el fundador de Inglaterra y promotor del inglés (y fundador de la Royal Navy), amplió su reino de forma modesta y quizá no fue tan tan grande, ni literato, aparte de su mala salud que quizá incluía también la enfermedad de Crohn, o ansiedad, lo que no se le puede reprochar (ni que se le quemaran los pasteles), visto el panorama. No parecía haber nada inevitable en un triunfo final de los anglosajones frente a los turbulentos señores de la guerra daneses. El historiador señala a Atelstán, hijo y sucesor de Alfredo, como el primero en ser coronado (925) rey de los ingleses, Rex anglorum. Morris muestra una cierta debilidad por el obispo Winfrido, que a la vez que tan trascendental era “una patada en el culo para mucha gente”. El estudioso no considera un cliché lo de la edad oscura. “Hay que usar el término con conocimiento, pero es indudable que a partir del siglo V hubo una destrucción, una aculturación y un grado de violencia que lo justifican, todo colapsó”.

De la omnipresente guerra, reflexiona que hay pocas descripciones pormenorizadas de cómo se libraba en la práctica, a diferencia de las fuentes para la guerra romana o medieval posterior. “Debes acudir a la arqueología de las armas o a alguna fuente literaria como el Beowulf, que es un poema de ficción pero muestra ese mundo de señores de la guerra que no es raro que nos suene tanto a Tolkien, dado que él era profesor de anglosajón”. Tenemos, recuerda, una fuente para la sangrienta batalla de Brunanburh (937), el gran choque en el que Atelstán destruyó un enorme ejército vikingo acaudillado por el rey de Dublín: los guerreros se enfrentaron “hendiendo el muro de escudos, tajando las tablas de tilo con espadas martilladas”.

El historiador autor d Anglosajones, Marc Morris. Foto sin autor proporcionada por la editorial Desperta Ferro

Los vikingos, primero como saqueadores y luego como colonizadores (instalados en el Danelaw, en realidad, dice Morris, un área muy dividida políticamente gobernada por una pléyade de reyes y jarls), aparecen una y otra vez en ese proceso cainita de todos contra todos. “Su impacto fue violento y profundo, fueron catalizadores de la transformación de Inglaterra en un Estado único, ayudaron a crearla, aunque a la vez destruyeron mucho”.

¿Fue la de los normandos una última y definitiva invasión vikinga? “Su nombre ‘hombres del norte’, refleja sus orígenes, pero los normandos llevaban tiempo asentados en Francia, en lo que se llamó por ellos Normandía, y habían absorbido su cultura. Igual que cuando se instalaron en Inglaterra se volvieron ingleses. Cuando llegaron a Inglaterra eran ya francos, no escandinavos, aunque con características propias. Habían perdido la habilidad marinera vikinga y estaban más preocupados por la guerra terrestre y las tácticas de caballería”.

La espada de Gilling, del siglo IX o X, hallada en un arroyo en Gilling, en Yorkshire.

Entre los que han elogiado Anglosajones figura nada menos que Bernard Cornwell, el novelista autor de las populares novelas de Uhtred de Bebbanburg (Edhasa) sobre las guerras de sajones y vikingos en tiempos de Alfredo llevadas a la pantalla en la serie de Netflix El último reino (por cierto acaba de aparecer un insólito libro de la saga, El festín de Uhtred, en el que Cornwell y la chef Suzanne Pollak mezclan algunos pasajes de la vida del personaje con recetas de su tiempo). Morris agradece las alabanzas, pero dice que él no ha leído los libros de Cornwell, ni piensa. “No leo novela histórica, ni veo películas, nada de ficción. No la desapruebo como concepto, simplemente no soy lector ni espectador de ese género, aunque reconozco que es beneficioso al desarrollar interés por la historia”. Es consciente también de que mucho de lo que la gente común sabe sobre la edad oscura de Inglaterra y su continuación proviene en buena medida de obras de ficción como las de Cornwell o la serie Vikingos, y viejos filmes como Alfredo el grande (1969), con David Hemmings (Alfredo), Michael York (el vikingo Guthrum) e Ian McKellen. Para encarrilar al lector en la senda de la ortodoxia histórica, Morris trata de ser muy ameno, dentro de lo riguroso, y en Anglosajones destaca una fina línea de humor, de la que forma parte apuntar las malas maneras de mesa del rey Edred, “que revolvía los estómagos de los comensales”, o que Etelredo el Indeciso, que reinó 38 años, interrumpió su bautismo “al hacer de vientre”, señala. “Intento entretener al lector, tienes que contar mucho y la materia es a veces muy ardua, pero cuando ordeñas las fuentes hay lugar para emplear dosificadamente el sentido del humor. Eso no quiere decir que aspire a una segunda carrera como comediante, se trata solo de ayudar a pasar la gran tragedia humana de ese periodo”.

Inesperadamente, en Anglosajones hay bastante sexo. Ahí está el caso de Eduino el Bello, descrito por las fuentes como adicto al libertinaje y que se montaba un trío con la noble Etelgiva y la hija de esta. El día de su coronación, el arzobispo Oda se dio cuenta de que el rey había desaparecido y lo encontraron “en flagrante desafuero” con las dos mujeres. “En defensa de los anglosajones, y de mí, he de decir que parece un caso único”, apunta Morris.

Una imagen de 'Alfredo el Grande', filme sobre el rey de 1969.

Morris deplora que los anglosajones aparezcan hoy tan poco en los planes de estudio en Gran Bretaña, cuando habían sido tan apreciados en otras épocas, como en la victoriana. Reconoce que la catarata de fechas y acontecimientos, la complejidad de las fuentes y la dificultad de los nombres hace que se trate de un periodo especialmente complejo para el profano. Anima diciendo que los nombres de los reyes sajones son tan difíciles para los lectores británicos como para los españoles. “También son poco familiares para nosotros”, lamenta.

Con respecto a la polémica por el uso del término “anglosajón”, por ser entendido hoy como sinónimo de blanco y para ensalzar la supuesta superioridad racial, subraya que “eso es en EE UU y no en Inglaterra”. Recuerda que el término histórico no tiene esa acepción supremacista que se le da y que el propio rey Alfredo lo usó: se autodenominaba rey de los anglosajones. “Hay que evitar su uso perverso, pero en ciertos contextos históricos es imprescindible usarlo. Es como la palabra ‘cruzada’, que en boca de George W. Bush era otra cosa”.

Un fragmento del tapiz de Bayeux. AGE FOTOSTOCK

Se le ha criticado a Morris que en su libro aparezcan relativamente pocas mujeres. “Hay personajes femeninos muy potentes, y yo hablo de varios, pero tenemos pocas fuentes biográficas de mujeres en esta época, en el 95% se trata de pequeñas anécdotas sobre ellas. En todo caso, en el libro destaco a algunas tan interesantes como Cynethryth, la esposa del rey Offa; Etelfleda, la hija mayor de Alfredo, “Señora de Mercia” que guerreó contra los vikingos; Emma, la única que se casó con dos reyes (Etelredo el Indeciso y, al enviudar, Canuto), o Edith Dulce Cisne o Cuello de cisne, que tras la muerte de Harold en Hastings, dada la intimidad que habían tenido (era su concubina o su esposa more danico, a la manera danesa, es decir poligínica), fue llamada a reconocer el cadáver y lo hizo por las marcas en partes privadas, “lo que implica que al rey caído no se le podía reconocer por la cara de lo maltrecho que estaba”.

Edith Swanneck reconociendo el cuerpo del rey Haroldo en Hastings, de Horace Vernet (1828)

Morris tiene en su haber, además de otro ensayo sobre la conquista normanda que de alguna manera continúa Anglosajones, brillantes biografías de Juan sin Tierra (al que compara con el anglosajón Etelredo) y Eduardo I. De este, el malo de Braveheart, dice que fue más importante que el tan popular (por Mel Gibson) William Wallace, que en el fondo “murió rápido”. ¿Rápido?, más bien no. El historiador ríe, “realmente no, cierto, su muerte, ejecutado por alta traición, fue deliberadamente muy lenta y tortuosa, pero Eduardo I es un rey interesantísimo, que fue a las cruzadas, construyó grandes castillos, conquistó Gales, afrontó problemas dinásticos y era pobre para los estándares de las monarquías de la época”.

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