Otro surrealismo es posible: no solo hubo hombres europeos en el movimiento que cambió el siglo XX

Al cumplirse un siglo del manifiesto surrealista, una exposición en el Centro Pompidou de París propone una nueva lectura que amplía el lugar de las mujeres y de las voces no occidentales

'L'ange du foyer' (1937), de Max Ernst, expuesta en el Centro Pompidou de París.Vincent Everarts Photographie (A 2024)

El mundo se había desplomado y un grupo de veinteañeros, traumatizados por la I Guerra Mundial y alarmados ante el potencial de destrucción que implicaba el supuesto progreso, quisieron reconstruirlo. Propusieron otra forma de ver la supuesta realidad, convencidos de que existía una verdad oculta bajo la superficie del mundo visible. “Una realidad absoluta, una surrealidad”, dijo André Breton, su líder y principal teórico. Un siglo después de la publicación del Manifiesto surrealista en 1924, en el que este j...

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El mundo se había desplomado y un grupo de veinteañeros, traumatizados por la I Guerra Mundial y alarmados ante el potencial de destrucción que implicaba el supuesto progreso, quisieron reconstruirlo. Propusieron otra forma de ver la supuesta realidad, convencidos de que existía una verdad oculta bajo la superficie del mundo visible. “Una realidad absoluta, una surrealidad”, dijo André Breton, su líder y principal teórico. Un siglo después de la publicación del Manifiesto surrealista en 1924, en el que este joven médico apasionado por la psiquiatría buscaba “expresar el funcionamiento real del pensamiento” y ceder un lugar primordial a “la omnipotencia del sueño”, el Centro Pompidou de París propone una lectura novedosa de este movimiento de vanguardia que alternó la voluntad de Marx de “transformar el mundo” con la de Rimbaud, consistente en “cambiar la vida”.

Manuscrito del 'Manifiesto surrealista', de André Breton, expuesto en el Centro Pompidou.

Al comienzo de esta ambiciosa muestra, inaugurada este miércoles y que podrá visitarse hasta enero de 2025, se halla el manifiesto manuscrito por Breton, comprado a sus herederos en 2019 por la Biblioteca Nacional de Francia y cedido ahora al Pompidou. Algunas frases, escritas con caligrafía tan perfecta que parece propia de un psicópata, resuenan en la voz (sintética) de Breton, reconstituida gracias a la inteligencia artificial, una elección discutible para un movimiento que se opuso con firmeza a la industrialización y mecanización de la sociedad. La muestra anterior sobre este ismo en el Pompidou, La revolución surrealista, tuvo lugar en 2002. Desde entonces, la investigación académica ha revelado nuevas perspectivas sobre un movimiento que fue menos parisino y masculino de lo que la leyenda sugiere. Era necesaria una puesta al día, reconocen sus responsables.

Como ya sostuvo la exposición Surrealism Beyond Borders, vista en 2022 en Londres y Nueva York, el movimiento logró ir mucho más allá de los cenáculos parisinos. Se implantó en el Reino Unido, Bélgica, Suecia, Italia y España, pero también en Japón, Egipto o Latinoamérica, profusamente representada en esta nueva muestra, que reúne un total de 500 obras y documentos. “Fue un movimiento internacional que se extendió por todo el mundo, libre de dogmas estéticos y formalismos. Fue un espacio de libertad y emancipación, una filosofía y una aventura humana abierta a todos aquellos que deseaban explorar una nueva relación con el mundo”, explica la comisaria Marie Sarré. También fue “el grupo de vanguardia que cedió el espacio más significativo” a las mujeres. No el suficiente, sin duda, pero más que el resto de ismos. En la muestra de 2002, el Pompidou solo expuso el trabajo de tres mujeres artistas. En esta nueva exposición, cerca del 40% de los artistas seleccionados son mujeres.

'Green Tea. La Dame ovale' (1942), de Leonora Carrington, en la exposición del Pompidou.

La muestra explora los temas dominantes en las distintas escuelas surrealistas, del artista como médium en la obra de Giorgio de Chirico y Victor Brauner a la flagrante influencia de Freud en la de Salvador Dalí (el Sueño causado por el vuelo de una abeja ha sido prestado por el Museo Thyssen, mientras que el Reina Sofía ha cedido El gran masturbador), y de la erótica turbia de las muñecas rotas de Hans Bellmer al interés por el cosmos en Magritte y Miró. La mezcla de elementos dispares que pregonó la conocida definición de Lautréamont (“el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección”) daría lugar, a lo largo de las décadas, a mezclas tan absurdas y, a la vez, tan lúcidas como la de los collages y los cadáveres exquisitos, dos ejercicios surrealistas por antonomasia, junto a los grattages de Marx Ernst o las decalcomanías de Óscar Domínguez (el surrealismo también llegó, y cómo, a Tenerife). El carácter híbrido de las quimeras, que según la leyenda tenían cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón, es surrealista por definición, como también demuestra la iconografía fantástica en la obra de Remedios Varo, mal conocida en Francia y con un lugar protagonista en esta muestra.

El surrealismo fue un arte total que no se limitó a una única disciplina. Nació como corriente literaria con gran influencia en el siglo XX (Julien Gracq, Boris Vian, Julio Cortázar o incluso Annie Ernaux se consideran influidos por su estética) y se extendió en dirección a las artes plásticas, el cine y la música, guiados por esa “belleza convulsiva” tan apreciada por Breton, que se enfrentó al clasicismo del siglo XX y logró enterrarlo. La figura del patriarca del surrealismo, a veces tratado de pequeño dictador que no dudaba en excomulgar a los herejes —de Louis Aragon a Giacometti, pasando por Max Ernst, que sería expulsado al aceptar un premio en la Bienal de Venecia de 1954, un sacrilegio para Breton—, queda más o menos rehabilitada por la muestra. Sus responsables lo presentan como un líder íntegro que se opuso a la mercantilización del arte y a la sumisión gregaria a los partidos políticos. “En el surrealismo, el artista debía estar politizado, pero no su arte”, confirma la comisaria.

Visitantes en la exposición 'Surrealismo', en el Centro Pompidou de París. TERESA SUAREZ (EFE)

Una de las salas más impactantes está dedicada a la figura del monstruo, que simbolizó los males políticos y sociales de la época. El ángel del hogar, cuadro de Max Ernst pintado en 1937, parece un presagio de los horrores a los que Europa se enfrentó pocos meses más tarde. A otra escala, Dorothea Tanning, que se convertiría más tarde en una de sus esposas, habló de otras figuras monstruosas en sus instalaciones, que parecen poseídas por fantasmas sexuales y recuerdos infantiles en un entorno doméstico ominoso, a veces cubierto de una felpa polvorienta, en el que sin duda sucedieron hechos terribles. Son dos de los nuevos iconos surrealistas que propone la muestra, que no elude a los cuadros y las figuras más populares —ahí están Man Ray y Dora Maar—, pero las contrarresta con nombres menos conocidos. Por ejemplo, los de Unica Zürn, esposa de Bellmer y autora de delicados paisajes de inspiración oceánica, o Ithell Colquhoun, británica nacida en la India colonial, responsable de paisajes alucinados y excluida del grupo en 1940 por sus filias esotéricas y su práctica del ocultismo. La Tate Britain le dedicará una retrospectiva el año que viene.

En otro punto de un recorrido plagado de ideas inesperadas, un pequeño formato de Caspar David Friedrich recuerda la vinculación del movimiento al romanticismo alemán y a su obsesión por la naturaleza y el bosque, que alcanzó hasta las junglas del cubano Wifredo Lam, presente con dos obras en la muestra parisiense. En otras salas aparecen, semiocultas, una obra de Victor Hugo y otra de Odilon Redon, como sugiriendo que esos fueron los padres putativos de este movimiento. Hubo otros surrealistas avant la lettre reivindicados por sus miembros. En general fueron figuras heréticas, como Sade y Rimbaud, o bien menores, como Lewis Carroll, el Huysmans más decadentista o un precursor del absurdo como Alfred Jarry.

'Un perro andaluz', de Luis Buñuel, en una sala del Centro Pompidou. El director español se sumó al grupo surrealista junto a Salvador Dalí en el París de 1929.TERESA SUAREZ (EFE)

La exposición, que reproduce la forma de un laberinto, uno de los tropos surrealistas por excelencia, se sumerge en la complejidad de un movimiento que, a pesar de haberse autodisuelto en 1969, sigue muy presente en la cultura contemporánea. Los estereotipos que mancharon su nombre, como una vinculación a lo kitsch que no siempre pareció fundada, han desaparecido. “El surrealismo no ha muerto, por lo menos como forma de pensar”, aseguraba en la víspera de la inauguración Jean-Claude Silbermann, que a sus 89 años es el último miembro vivo del grupo surrealista.

El artista ultimaba el montaje una instalación inspirada en Alicia en el país de las maravillas junto a una obra de Leonora Carrington, un autorretrato con camisa de fuerza que rememora sus funestos días en un psiquiátrico de Santander. Tras el regreso insospechado de la figuración como lenguaje predominante en el arte, los artistas de hoy vuelven a defender las enseñanzas del surrealismo, el poder de lo maravilloso y de lo poético como arma para sobrevivir en un mundo a la deriva. “No es casualidad que todo esto suceda en tiempos de turbulencias políticas y de nuevo auge de los nacionalismos”, apunta Sarré. Lo mismo sucedió hace más o menos un siglo.

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