Aquel verano de... Asaari Bibang: en el que decidí “centrar la patata”

La cómica recuerda unas vacaciones en Conil con la angustia del paro en el cogote y los miedos a punto de salir del armario

Assari Bibang, en Caños de Meca (Cádiz), mirando el mar desde una jaima, en una foto cedida por ella.

El mejor verano de mi vida fue el primer verano que pasé con mi hijo. Sin embargo, no es el verano que más recuerdo. Resulta que pueden ser dos cosas distintas. El verano que más recuerdo es un verano en el que mi novio y yo nos fuimos a Conil, con unos amigos. ¡Me apetecía cero!

Todos los días le decía: “¡Y encima a Conil con tus amigos!”. Hablara de lo que hablara. El problema era, que yo no tenía un duro. Llevaba varios meses en paro, por primera vez en mi vida y aquello me estaba ...

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El mejor verano de mi vida fue el primer verano que pasé con mi hijo. Sin embargo, no es el verano que más recuerdo. Resulta que pueden ser dos cosas distintas. El verano que más recuerdo es un verano en el que mi novio y yo nos fuimos a Conil, con unos amigos. ¡Me apetecía cero!

Todos los días le decía: “¡Y encima a Conil con tus amigos!”. Hablara de lo que hablara. El problema era, que yo no tenía un duro. Llevaba varios meses en paro, por primera vez en mi vida y aquello me estaba desquiciando. Al principio piensas: está complicada la cosa, hay crisis… Luego dices: no, soy yo, que soy una inútil.

¡Y encima a Conil con tus amigos!

Así empieza todo.

Es escandaloso ver cómo arrancamos a menospreciarnos en cuanto nos quedamos sin trabajo o simplemente, buscas, pero no encuentras. Dices: he perdido el trabajo. Y en la propia forma de expresarlo ya viene grabada la culpa. Entonces llega agosto, se para todo y te ves buscando soluciones para volver a trabajar, rodeada de gente que en ese momento solo desea no tener que volver a hacerlo nunca. Mientras todo el mundo añora el fin de semana, tú lo detestas, sábado y domingo se convierten en dos días en los que no entran ese tipo de llamadas que cambian el curso de las cosas.

La casa de Conil era idílica, ¡eso sí! Tenía barbacoa, colchoneta, futbolín y una piscina en la que no haces pie, justo cuando estás intentando mantenerte a flote. Afortunadamente, siempre hay un resquicio en el que todavía habitan restos de tu esencia, restos de ti. Que me gritas: “¡Vamos, sosa, métete en la piscina”. Y yo me marco un “sujétame el cubata” y me meto en la dichosa piscina. Juego al “tiburón”, “la bomba”, “el mortal pa’atrás”, y hasta me hago algún pis que otro y todo el repertorio de chorradas que se hacen en una piscina, mientras las amigas aplauden tu atrevimiento, como si fueran un equipo de natación sincronizada y les faltara una.

Al día siguiente: carrera de relevo de patatas. Ese juego en el que tienes que hacer una carrera con una cuchara en la boca, transportando una patata que entregas a la siguiente persona del equipo. Una patata, sí. Como mis compañeras. ¡Dios, qué malas! Ellas en plena carrera con “lo importante es divertirse” metido en vena. Mientras yo les gritaba: “¡Centra la patata!” desde la banda, con renovado entusiasmo y ganas de ganar.

Ya no salimos aquella noche, claro. Nos quedamos en la casa, jugando a la brisca y charlando sobre si podíamos o no dormir con la puerta del armario abierta. Unos que sí, otras que no y Raúl que si era la puerta central, sin problema, pero la puerta izquierda abierta le rayaba, porque hay gente para todo. Una conversación aparentemente inocente, que ahondaba en nuestros miedos e inseguridades. Que yo no era la primera, ni la última, persona a la que tantos meses en paro le habían dejado la seguridad a la altura del betún y el empoderamiento hecho trizas.

¿Cuántas personas se han encerrado en casa huyendo del “cómo estás”? Haber sido independiente y tener que asumir que ya no puedes, convivir con esa horrible vergüenza que muchas veces no te pertenece, porque ser precaria y estar precarizada son dos cosas muy distintas. Verte inmersa en una situación que te arrastra a poner en duda tu valía y cuando te quieres dar cuenta te estás hablando mal.

Entonces Carla dijo: “Tía, pásame un currículum”. Con una naturalidad tan digna, tan tierna y tan libre de juicio que me arropó como nadie.

Raúl aclaraba que es que… desde el lado de la cama en el que él duerme, con la puerta central del armario abierta, no se hacen sombras y a mí me pareció que tenía mucho sentido porque el miedo es libre. Cada noche allí fue memorable, hasta hicimos la payasada de agarrarnos de la mano y saltar a la piscina, en pijama.

Una secuencia para inmortalizar nuestra propia película, un pacto que se sella tras el bordillo, donde comienza el agua, el agua que a veces te llega al cuello, sabiendo que nadie se va a rajar, ni te va a soltar de la mano.

24 años. El último día invertimos la mañana en recoger y compartir anécdotas. Foto de grupo y a cargar los coches. Abrazos que te acarician la espalda en círculos para reconfortarte. “¿Te lo has pasado bien?”, me pregunta mi novio. Sonrío y continúo mirando por la ventana. Lejos.

La foto que ilustra este artículo es una foto en Caños de Meca, en una jaima, la noche de despedida. Soy yo, mirando al frente con una confianza absoluta en que todo irá bien. Decidida a volver a mi camino y “centrar la patata”.

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