Aquel verano de... Elvira Lindo: la primera rebeldía
La escritora y guionista recuerda una noche de la infancia en la cama de la casa del pueblo donde murió su abuela y nació su madre
Me voy a arrimar a ella, pero me rehúye. Sabe que me hace sufrir, lo hace para que sufra y para que aprenda. Las niñas no andan de aquí para allá todo el día sin parar en casa, las niñas se preocupan de cómo están sus madres, una niña en condiciones vuelve a casa cada poco para ver si su madre se ha puesto más enferma aún de lo que ya está. Consciente de mi culpa quiero abrazarla con toda mi alma, que me perdone y que me quiera. En la oscuridad, mi barbilla tiembla. Me aparta porque dice que le doy calor; en las camas viejas se pasa calor. En esta cama vieja murió mi abuela y nació mi madre. E...
Me voy a arrimar a ella, pero me rehúye. Sabe que me hace sufrir, lo hace para que sufra y para que aprenda. Las niñas no andan de aquí para allá todo el día sin parar en casa, las niñas se preocupan de cómo están sus madres, una niña en condiciones vuelve a casa cada poco para ver si su madre se ha puesto más enferma aún de lo que ya está. Consciente de mi culpa quiero abrazarla con toda mi alma, que me perdone y que me quiera. En la oscuridad, mi barbilla tiembla. Me aparta porque dice que le doy calor; en las camas viejas se pasa calor. En esta cama vieja murió mi abuela y nació mi madre. En esta cama vieja duermen mis padres todos los veranos. Mi padre fuma en la cama. Mi tío fuma en su cama del cuarto de al lado. Hay hombres que de madrugada fuman mientras los niños duermen. Y el olor a padre, a la loción y al tabaco, permanece los días en que él está en Madrid.
Yo ocupo el lado de mi padre, aunque me gustaría aferrarme a ella y llorar un poco mi cansancio. Es verdad que me fui temprano y que no he vuelto hasta la noche. Las niñas se acuerdan de sus madres enfermas, pero a mí se me pasa el tiempo sin sentir y me gustan las casas ajenas y me como lo que me pongan en el plato. Soy el perro que acepta cualquier caricia.
Corro detrás de mis hermanos hasta la casa de un niño rico que tiene piscina. Somos amigos del niño rico y nos deja bañarnos y para qué ducharse luego si estamos todo el día a remojo. Tengo costras en las rodillas y los pies ásperos como un lagarto. Tengo pelotillas negras entre los dedos. Mi madre no quiere que le acerque los pies porque le da dentera. Mi madre dice a quien la quiera oír que cuando llegamos al pueblo se libra de nosotros, que qué ganas tiene de perdernos de vista. No será tan cierto si luego se enfurruña conmigo. Cuando ella me rechaza me siento un monstruo, un bicho tan sucio como mis pies. Así que para que se apiade le digo que algo me duele. Quisiera estar muy enferma y que ella temiera por mi vida. Dónde te duele, pregunta al fin, y yo le digo que ahí. Hay sitios en el cuerpo que tienen nombre, la rodilla, la barriga, los pies sucios, pero hay otros que en mi casa no encuentran su nombre. En otras familias se habla del pepe, la peladilla, el chichi, pero en mi casa decimos ahí. Ahí.
Casi nunca hemos hablado de ahí, solo una vez que mi padre dijo, ahí no, porque me estaba tocando mientras veía la tele. Mi madre dice que ahí no se rasca una. Pero a mí me duele, le digo, o me ha dolido un buen rato, y me ha salido sangre. Entonces, mi madre enciende la luz. Por fin he conseguido llamar su atención. Dónde está la sangre, pregunta. En el bañador. El bañador está en la mecedora. El bañador, sí, tiene sangre. Ya seca, marrón, podría parecer caca, pero no, está en la parte de ahí.
Mi madre dice que cómo ha sido y yo le digo que me he resbalado por las escalerillas al entrar a la piscina, que se me abrieron las piernas, que caí de golpe y me di ahí. Tan fuerte fue el dolor que me desplomé en el agua y lloré mientras me hundía. De ahí salió un hilillo rojo que subió a la superficie; de mi pecho, el ruido de un golpe con eco, como cuando le das la vuelta a una muñeca Famosa.
Me arrimé al borde, saqué la cabeza y la hundí entre mis brazos. A mi alrededor había ahogadillas, saltos de cabeza, en bomba, nadie supo que podía haberme muerto. Ahora respondía a un interrogatorio, cuánta sangre, cuánto tiempo estuvo saliendo, se lo contaste a alguien. Yo quería atención, pero no tanta.
Voy contestando a sus preguntas y no entiendo a qué viene de pronto este interés: tengo un cuerpecillo rechoncho lleno de cicatrices. Quisiera que me consolara por cualquiera de ellas, pero me dice que soy una atolondrada, que debería mirar donde piso y sentarme bien y no dejarme toquetear por cualquiera y que tengo que hacerme mayor. Yo juro que no sé cómo. No sé si me transformaré de un día para otro, pero, mientras, presiento que todo seguirá igual, que mañana saldré a la plaza con la intención de regresar al cabo de un rato, tal como haría una niña pendiente de una madre enferma, pero hay algo en mí salvaje y extraordinario que me arrastra a hacer lo que no debo.
Seis años después, cuando ella ya no esté, regresando a casa más tarde de lo que debiera, caeré en la cuenta de qué es lo que me había pasado ahí. Ah, era esto, era esto, era esto.