Una maleta y varios mapas, el equipo de viaje con el que Arthur Byne expolió el patrimonio español
Una familia de Madrid conserva antiguos enseres del comerciante norteamericano por la herencia de los abuelos, que trabajaron al servicio del agente internacional en los años treinta
Julia Sanza, la tía Julia, fue testigo directo de las idas y venidas del falso hispanófilo que “realizó en el patrimonio artístico español una de las más trágicas sangrías que imaginarse pueda”, en palabras de los profesores José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez Ruiz, con el envío a Estados Unidos de los monasterios de Sacramenia (Segovia) y Óvila (Guadalajara), como los hitos más desafortunados. Su sobrino, Alfonso Sanza Santaolalla, nacido en Madrid en 1944, apenas era un niño cuando vivía en el sótano del palacete en el número 3 de la calle de Don Ramón de la Cruz, la espectac...
Julia Sanza, la tía Julia, fue testigo directo de las idas y venidas del falso hispanófilo que “realizó en el patrimonio artístico español una de las más trágicas sangrías que imaginarse pueda”, en palabras de los profesores José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez Ruiz, con el envío a Estados Unidos de los monasterios de Sacramenia (Segovia) y Óvila (Guadalajara), como los hitos más desafortunados. Su sobrino, Alfonso Sanza Santaolalla, nacido en Madrid en 1944, apenas era un niño cuando vivía en el sótano del palacete en el número 3 de la calle de Don Ramón de la Cruz, la espectacular mansión con jardín de 3.000 metros cuadrados, junto a la calle Serrano donde residió Arthur Byne. El arquitecto norteamericano y expoliador había fallecido en 1935; su mujer, Mildred Stapley, en 1941.
En el Madrid de los años treinta, siendo solo una niña, Julia aprovechó la oportunidad de oro que le había brindado el empleo de sus padres, que trabajaron en el palacete de Don Ramón de la Cruz al servicio de los Byne: aprendió inglés, e incluso hizo las veces de correo, llevando cartas en bicicleta a determinados lugares de reunión de extranjeros, donde se cocían intereses cercanos a los del matrimonio Byne, en pleno ambiente prebélico (Guerra Civil española y II Guerra Mundial).
Mildred le dejaría a su muerte a Julia varios enseres personales de la pareja, y una herencia económica —1.000 dólares— que los Sanza nunca llegarían a cobrar. Fallecida Julia hace poco más de un año, ahora es su sobrino Alfonso el depositario más cercano de esa memoria y, desde hace décadas, el custodio de aquellos intrigantes objetos: una maleta de viaje, una bolsa de piel para llevar termos, mapas de España y Francia de hace un siglo y libros de historia y arte de varias provincias del país. Alfonso no alberga ninguna duda: se trata, digamos, del kit con el que Arthur Byne recorrió España… y saqueó el patrimonio del país.
El relato que vincula a los Sanza con los Byne nace en los años veinte en el pueblo de la familia, Fresnillo de las Dueñas (Burgos). El abuelo de Alfonso, Adolfo Sanza Pastor, se vio implicado en un incidente que lo mandó a presidio por un tiempo. Con una situación económica incierta y en una España severamente empobrecida, la abuela, Eusebia Medrano, no dudó en viajar a Madrid para trabajar como ama de cría. Al cabo de una década, el matrimonio —reunido y establecido ya en la capital— entró en contacto con los Byne, que acababan de adquirir (1931) un lujoso palacete en el número 3 de Don Ramón de la Cruz.
Arthur Byne y Mildred Stapley habían llegado a España en 1910 para trabajar como comisionados de la Hispanic Society of America de Nueva York —institución para la que realizaron diversos trabajos editoriales sobre el arte del país y tomaron cientos de fotografías de sus monumentos—. La relación con el fundador de esta institución, Archer Milton Huntington, se rompió en 1921, debido, según se deduce en sus diarios por el desmedido afán económico del arquitecto. Desde ese momento, la dedicación por completo de Byne al comercio de arte reportaría al matrimonio una situación económica mucho más acomodada, fruto de la cual se explica la compra de la mansión en Madrid.
“La abuela entró a trabajar en la casa como ama de llaves y, más adelante, el abuelo accedió como conserje”, narra Alfonso Sanza, rodeado de fotos familiares de la época, que se amontonan en la mesa del salón de su casa en Madrid. “Ella debía de ser como el alma de aquella casa, se ocupaba de todo, mientras que mi abuelo era el responsable de que las cosas funcionaran: se encargaba del mantenimiento de la calefacción de carbón o de la limpieza del jardín, de casi 3.000 metros cuadrados”, detalla. Alfonso aún no había nacido, pero la familia —que vivía en el sótano del edificio— era consciente entonces de los negocios de Byne, de sus viajes por los pueblos españoles en un vehículo de lujo marca Buick, buscando tesoros en iglesias remotas y monasterios desamortizados. “Le voy a revelar una anécdota; en la familia siempre se ha contado que Byne descubrió el monasterio de Sacramenia por casualidad: estaba de viaje en la provincia de Segovia y cuando llegó al pueblo, ya tarde, pidió alojamiento. Los vecinos le dijeron que se acercara al monasterio, que, además de establo para el ganado, tenía unas salas grandes donde podría dormir. Y así lo hizo. Al día siguiente, sorprendido por aquel monasterio, inició los tratos para poder llevarse sus piedras a Estados Unidos”, relata Alfonso, sobre la venta realizada en 1925 al magnate de la prensa norteamericana William Randolph Hearst.
Pero la próspera vida (a costa del patrimonio español) de los Byne se truncó de repente. Primero, con el fallecimiento de Byne en un trágico accidente de tráfico con su vehículo en Ciudad Real (1935). Más tarde, con la muerte de Mildred Stapley (1941), víctima de un cáncer. El Gobierno de Estados Unidos adquirió entonces el palacete para uso diplomático de varios embajadores, a cuyo servicio trabajaron los Sanza algunos años más. La situación permitió que Alfonso, siendo niño, fuera trasladado del pueblo hasta allí, con los abuelos, para tratarse una infección de oídos, y quedarse a vivir definitivamente con ellos. “El sótano tenía tres habitaciones con ventanas a la calle, una cocina hermosa, un comedor y al fondo estaba el baño. Podíamos acceder al jardín, donde jugaba con el hijo del mayordomo y con el perro. Allí también había dos estanques de decoración árabe, donde echábamos comida a los peces de colores”.
Alfonso pudo también curiosear por la casa que habían dejado los Byne. “Por mi cumpleaños, el embajador me pidió que subiera: recuerdo una escalera de mármol con columnas de jaspe, una cocina más grande que la de muchos restaurantes y, en una habitación del último piso, más de un centenar de cuadros embalados, listos para llevárselos”. También recuerda Sanza las enormes colas que se formaban en el exterior del edificio, cuando su abuelo y otros miembros de la Embajada repartían una barra de pan y propaganda norteamericana, eso sí, bajo amenaza de los falangistas. Adolfo Sanza, el abuelo, acabaría jubilándose en la Embajada (“Recibió la pensión en dólares”, precisan) y tuvo que mudarse con los suyos a la calle Alcalá. Allí es donde se enteraron, años más tarde, de que Mildred Stapley —Miss Mildred, como la siguen llamando— les había consignado 1.000 dólares en un banco norteamericano, “pero nunca pudimos cobrarlos”.
También en Alcalá vivía la tía Julia. “Cuando Julia se trasladó a vivir a EE UU, vendió la casa y nos entregó una serie de cosas que habían pertenecido a Mr. Byne”. Las mismas que Alfonso ha custodiado durante décadas y que ahora muestra, rodeadas de un cierto halo de misterio. La primera es una maleta de época, de cuero marrón, que él mismo se encarga de abrir: en el interior, varios mapas de carreteras de Francia y España (se distingue uno de la provincia de Ciudad Real) y una etiqueta que revela dónde fue adquirida: Luis Villegas (e Hijo), un establecimiento de Artículos de viaje, situado en la calle Echegaray, publicitado en la prensa de principios de siglo. En la mesa también aparecen los libros con los que Byne debió de documentar sus viajes —volúmenes de Valladolid, Salamanca o Zamora de la enciclopedia romántica Bellezas y recuerdos de España, de mediados del XIX—, alguna fotografía del falso hispanista, un antiguo sobre con su nombre como destinatario y, por último, una funda, también en cuero marrón, para portar bebidas.
Hay un objeto más. En realidad es un mueble. Se trata de un arca de madera que la familia ha conservado con mimo todo este tiempo. Ahora que se mudan —casi un siglo después de la dañina actividad del agente internacional— se abren a entregarlo a su propietario original, si es que aparece. “Preferimos, si se sabe de dónde es, que vuelva a su sitio, donarlo a sus anteriores dueños”. La memoria, en cambio —los felices años en la residencia de los Byne y en la Embajada norteamericana—, la guardan consigo, a pesar de revelar para todos una pequeña parte de tan lejanos recuerdos.