Aquel verano de... Arantxa Echevarría: los patos y mis pechos
La cineasta narra sus vacaciones de infancia de 1977 en la sierra de Madrid entre nuevos libros, nuevos amigos, nuevos bikinis y nuevas vergüenzas corporales
Tendría siete u ocho años. Esos veranos de infancia cálidos y largos, donde mirar una mosca que revolotea chocando contra el cristal era una gran aventura.
Mi padre trabajaba en el verano, y la familia entera nos exiliábamos alquilados a un chalet en la sierra de Madrid. Mi padre venía muerto de calor y cansancio el fin de semana y no salía de la sombra del árbol ni de la piscina. Una casa minúscula, pero, eso sí, teníamos una piscina igual de minúscula para combatir el calor y la espera. La espera me parecía infinita hasta la llegada del viernes, que escuchaba el rugir del coche de mi ...
Tendría siete u ocho años. Esos veranos de infancia cálidos y largos, donde mirar una mosca que revolotea chocando contra el cristal era una gran aventura.
Mi padre trabajaba en el verano, y la familia entera nos exiliábamos alquilados a un chalet en la sierra de Madrid. Mi padre venía muerto de calor y cansancio el fin de semana y no salía de la sombra del árbol ni de la piscina. Una casa minúscula, pero, eso sí, teníamos una piscina igual de minúscula para combatir el calor y la espera. La espera me parecía infinita hasta la llegada del viernes, que escuchaba el rugir del coche de mi padre a la hora de comer y la llegada de las sorpresas en los bolsillos. Era lo mejor del verano, los libros nuevos de Enid Blyton y alguna sorpresa en forma de yoyó o juguetito. En el mismo fin de semana, en las tardes lentas y pegajosas, devoraba los libros que me había traído. El lunes por la mañana, mi padre se volvía a Madrid con la promesa de su vuelta con más libros y bolsillos llenos de tesoros: “Esta vez te traigo uno de miedo. A ver si te gusta Poe”.
Soy la pequeña de cuatro hermanos. Ellos adolescentes, tenían sus amigos en el pueblo y sus veranos eran de discoteca y de pandilla. En cambio, yo no tenía amigos. Por las mañanas, mi hermano Joseba y yo cogíamos la bicicleta —esas BH que pesaban y no tenían marchas— nos bañamos, nos pegábamos, asustábamos pájaros... Pero por las tardes, cuando el calor amainaba, todos desaparecían y se iban al pueblo, a la pandilla y a las risas. Esas tardes a mí se me hacían eternas, como de goma que se expande y dilata. Lo más divertido era irme con mi madre a coger moras, o si había llovido, irnos a buscar caracoles que luego mi madre encerraba en un cubo para que expulsaran la baba. Durante días y días miraba a los caracoles intentar escapar del cubo y me dedicaba a despegarlos de las paredes para mandarlos al fondo de nuevo. Cuando mi madre los cocinaba, ver a mis padres comerlos con verdadero placer me recordaba la baba inmensa en el fondo del cubo.
Un día hice unos amigos. Una pandilla de niños y niñas de mi edad. Es sabido que las bicis en la infancia unen mucho. Hicimos carreras, jugamos un rato. Una de las niñas me invitó a su chalet a bañarme después de comer, es lo que solían hacer por las tardes. De pronto sentí que era como mis hermanos, que tenía pandilla, que pertenecía a un grupo. “El mejor verano de mi vida”. Volví a casa feliz.
Durante días y días miraba a los caracoles intentar escapar del cubo y me dedicaba a despegarlos de las paredes para mandarlos al fondo de nuevo
Cuando sonó el claxon, fui corriendo a ver a mi padre, tenía una caja en los brazos de la que salían mil sonidos. Estaba lleno de patitos, doce en total. Yo no paraba de dar saltos de alegría. Mi padre se los había encontrado cruzando la carretera y había parado a recogerlos. Estaban solos, sin su madre, y podían atropellarlos. Todos los patitos fueron a la piscina. Nadar con ellos y ver el agua llena de sus cuerpecitos diminutos era increíble. Tenía una docena de patos en mi piscina y no dejaba de pensar en invitar, al día siguiente, a mis nuevos amigos. Comimos todos juntos sin quitar la mirada al reloj de la pared. A las cinco salí corriendo de casa.
El chalet de la niña que me había invitado estaba tras una enorme cuesta. Me abrió una niña en bikini con una enorme sonrisa. Ya estaban todos jugando en la piscina. Yo no dejaba de pensar cuándo decirles la increíble noticia de que tenía 12 patitos en mi piscina. “Venga, vamos al agua”. Me quité la camiseta y me quedé en bañador. Un bañador viejo de mi hermano Joseba que me encantaba. Y en ese momento se me rompió el verano. “¡Se le ven las tetas! ¡Se le ven las tetas!” Empezaron a gritar todos riendo y señalándome. Miré a mi alrededor, todas las niñas llevaban bikini o bañador escondiendo el torso. Recuerdo el calor en las mejillas, las lágrimas de vergüenza, esas que son las más dolorosas, quería correr. Todos se reían de mí. Y yo, por primera vez, sentí la vergüenza de mi cuerpo. Y sentía vergüenza sin entenderlo. Yo no tenía pechos, a los siete años no se tiene nada.
A partir de ese verano, durante toda mi vida, escondí algo que no entendía porqué debía de esconder
Volví a casa sin poder respirar. Y aquí viene el momento que a veces no sé si es inventado o pasó de verdad. Yo lo recuerdo claramente, o mi memoria infantil quiere recordarlo así. Cuando mi madre me vio llorando y, entre hipeos, le expliqué el motivo, me cogió de la mano como una hidra y me llevó a la casa de la niña. Abrió la puerta su madre. La mía le miró como si fuera a comérsela y empezó a hablar de educación, de no tratar así a una niña, de crear traumas absurdos, solo tienen siete años… Luego se dio la vuelta y tiró de mí. “Vamos a casa, que estos niños no se merecen ser tus amigos, amor mío”.
Me bañé sola en nuestra piscina llena de patitos. Fue el último verano sin parte de arriba del bikini. A partir de ese, durante toda mi vida escondí algo que no entendía por qué debía esconder.
Lo que pasó con los patitos, eso es otra historia.