Ponga un ‘Bambi’ en su vida
Dos amigos han encontrado sendas crías de cérvidos: un buen momento para leer la novela original de Felix Salten en la que está basada la lacrimógena película de Walt Disney y que hicieron quemar los nazis
Con el gato, la serpiente, dos tortugas, seis crías de salamandra (cinco ya han completado la metamorfosis y se encuentran bien, gracias: pronto las liberaré en la montaña) y 18 ratones congelados en la nevera, en el cajón de las verduras, para el ofidio, pensaba que mi vida era complicada en lo tocante a la fauna. Pero te puedes meter en líos más grandes. Es lo que les ha pasado a dos buenos amigos, Luis y Melina, que se han encontrado con sendos cérvidos: una cría de corzo y otra de...
Con el gato, la serpiente, dos tortugas, seis crías de salamandra (cinco ya han completado la metamorfosis y se encuentran bien, gracias: pronto las liberaré en la montaña) y 18 ratones congelados en la nevera, en el cajón de las verduras, para el ofidio, pensaba que mi vida era complicada en lo tocante a la fauna. Pero te puedes meter en líos más grandes. Es lo que les ha pasado a dos buenos amigos, Luis y Melina, que se han encontrado con sendos cérvidos: una cría de corzo y otra de ciervo, respectivamente.
Luis, un maduro abogado de Salamanca al que conocí cuando los dos coincidimos en una tienda de campaña en el Ngorongoro —que ya es sitio para hacer amigos—, cuando los dos rezábamos para que el león que nos rondaba se llevara al otro, me envió hace unas semanas una foto en la que aparecía un corcino, que es como se denominan las crías de corzo. Era un bichito adorable, con topitos blancos, puro Bambi. Para fastidiar a Luis, al que le gusta dárselas de tipo duro estilo Bula Matari (“rompedor de rocas”, el apodo de Stanley) pero en realidad es casi tan entrañable como el corcino, le contesté por WhatsApp: “Qué monada, ¡no le dispares!”. “A buenas horas”, me siguió la broma, “para estos trances aquí utilizamos una cachiporra”. En realidad, buen conocedor de la fauna salvaje, Luis había hecho lo más correcto —he visto en Jara y sedal, que es lo que recomienda la Asociación del Corzo Español (ACE), bajo la advertencia: “Si te lo llevas morirá”—, que es no creerte que están abandonados y desvalidos, aunque los veas tumbados en la hierba inmóviles. “Lo encontramos al ver escapar a la madre. Se lo devolvimos rápidamente. Para que no lo aborreciera. Cosas de vivir en el campo”.
El caso de Melina, a la que conocí en Formentera (un sitio mucho más amable, hay que convenir, que el Ngorongoro, también Melina lo es en comparación con Luis) ha sido distinto. Encontraron su Bambi (al que han bautizado Bamba) cuando se los trajo el vecino del cortijo cordobés en el que viven. “Estaban segando y la trilladora casi le pasa por encima”, me explicaba. “Salió corriendo y se hizo una herida con parte del espino que se usa para separar cercas”. Y Melina escribía en un tono que era casi un suspiro: Es una belleza. Vamos a ver si conseguimos criarla (es una chica) y la dejaremos suelta con el burro y el caballo”. Me enviaba un vídeo maravilloso que hubiera dejado turulato a Gerald Durrell en el que se veía a la criatura, moteada y de mayor tamaño y orejas mucho más grandes que el corcino de Luis, paseando tan tranquilamente en el patio de la casa de Melina mientras su hija la acariciaba. Mi amiga acudía a mí para que la asesorara sobre cómo cuidar al animal. No deja de sorprenderme la confianza que tiene en mis capacidades la gente que no me ve cada día.
Le contesté que con gatos, serpientes, tortugas, salamandras y ratones congelados podía ayudarla, pero que los cérvidos son algo lejano en mi vida y mi única experiencia es haber leído de niño Chag, el caribú, uno de los títulos de C. Bernard Rutley, de la colección Vida de animales salvajes del autor que publicaba la editorial Molino (1968, 25 pesetas). También había leído los capítulos sobre el chital, el barasingha y el sambar (los cérvidos de la India) en The Deer and the tiger, el estudio clásico del gran George B. Schaller (The university of Chicago Press, 1967). Y, como siempre, para prevenir, la sección sobre la peligrosidad de los ciervos y parientes en Dangerous to man, de Roger Caras, uno de mis libros de cabecera (Penguin, 1975). Afortunadamente les dedica muchas menos páginas que a los cocodrilos y los tiburones, aunque anota el trance de un ranchero de Wyoming (no, no era el John Dutton de Kevin Costner) que se salvó por los pelos de la carga de un wapití que lanzó a su caballo de carga por un acantilado. “Está bastante claro que cualquier animal con cascos y dotado de astas puede ser peligroso y te le debes aproximar con cautela, sobre todo a los machos en época de celo”, recalca sensatamente Caras.
En fin, dado que yo podía aportarle poco a Melina, tuve la genial idea de ponerla directamente en contacto con Luis, pensando egoísta y secretamente que la más que probable falta de química entre ellos al ser tan opuestos no haría sino estrechar los lazos de amistad que les unían a cada conmigo. ¡Pues ha resultado que se han caído estupendamente! El cazador y la animalista, ¡toma fábula! Ya decía Auden que el corazón humano es muy retorcido. A ver si esto va a acabar como Los puentes de Madison, aunque Luis le ha recordado a Melina más a Labordeta que a Clint Eastwood.
Luis, que ha matizado que lo que tiene Melina es una cría de ciervo, “una gabata”, le ha advertido, en un alarde de rectitud que le honra pero que me sorprende en un individuo que una vez me envió varios colmillos de facocero por correo en un paquete de espárragos blancos de Navarra, que, con la ley en la mano, no se las puede tener; pero por si acaso le ha dado una serie de recetas para alimentarla. La cervatilla ya no toma leche y come hierba.
Y yo, sin corcino ni cervatilla, me he vuelto a los libros en busca de información y he optado por Bambi (1923), la novela original de Felix Salten que dio pie a esa película que nos ha traumatizado a todos —incluso a Tarantino, que mira que tiene aguante (en sus Meditaciones de cine dice que le parece más dura que las pelis de Wes Craven)—. No había leído el libro en la consideración de que ya había llorado bastante con la versión cinematográfica. Y he de reconocer que me ha sorprendido mucho (he optado por la estupenda traducción al catalán de Montserrat Camps Gaset para Adesiara, publicada el año pasado y que tiene un interesantísimo y documentadísimo epílogo sobre la vida y la obra de Salten). De entrada, me ha impresionado la personalidad del autor. Yo pensaba que Salten (Pest, 1869-Zurich, 1945) debía de ser un escritor de cuentos, como los hermanos Grimm en uno, pero resulta que era un tipo austrohúngaro muy imbricado en la vida literaria y cultural vienesa, que fue amigo de Freud (la conexión Bambi-Freud es muy jugosa) y de Arthur Schnitzler. Se las tuvo con Karl Kraus, que consideraba que en otro de los libros de animales del escritor, Fünfzehn Hasen (1929), historia de un lebrato llamado Brinco —tengo una vieja edición en castellano, Historia de quince liebres, Club de los lectores, 1956, por cierto aparece inesperadamente Bambi en la página 82—, las liebres hablaban como judíos, lo que Salten se tomó a mal, aunque Kraus también era judío. Parece que la relación de Kraus con la actriz Ottilie Metz, que luego se casó con Salten, tuvo más que ver que los conejos, y valga la frase.
Nacido Siegmund (Zsiga en húngaro) Salzmann, nieto de rabino y sionista, Salten, que se cambió el nombre como otros judíos que buscaban asimilarse en la sociedad vienesa, es autor de una obra amplísima (más de 7.000 títulos) de la que las novelas de animales son solo una parte y que incluye otras novelas, poesía, cuentos, teatro, libretos de ópera, textos periodísticos, traducciones, guiones de cine y folletines (la primera versión de Bambi apareció así). Salten fue un dinamizador cultural y partidario de la experimentación artística (lo subraya Camps Gaset) que hasta participó en la fundación Theater zum lieben Augustin, un cabaré vienés de teatro innovador.
Salten vio como todo su mundo tomaba una peligrosa tonalidad parda con el Anschluss y, al estilo de Freud, salió por piernas de Viena hacia Suiza. Los nazis quemaron todos los ejemplares de Bambi que pudieron, lo que siempre me ha extrañado, porque mira que tenían cosas que hacer los nazis. He leído el libro pensando qué cosas le podían molestar a Hitler y me parece que sobre todo le cabrearía a Goering, gran maestro cazador del Reich (Reichsjägermeister), que los protagonistas fueran los animales y el cazador (“Él”, en el libro) el villano. La novela es muy distinta a la película. Bambi es un corzo y no un ciervo como lo hizo Disney. De hecho, los corzos de Salten miran con mucho respeto a los ciervos, más grandes. Flor no es una mofeta (que no salen: no hay en Europa) sino una mariposa. Tampoco sale el conejo Tambor, sino una liebre amiga innominada, y una ardilla, y un cárabo, y ¡un martín pescador! Sí sale la novieta de Bambi, Faline, con la que tiene un affaire, pero la acaba olvidando. La muerte de la madre, que ya ha abandonado a Bambi para volver a ir de marcha con su padre, no es ningún drama: sale de escena fuera de campo, después de una cacería (“Bambi no volvió a ver a su madre nunca más”, punto).
Salten muestra la vida de la naturaleza de manera mucho más realista y dura que Disney, que se reservaba la crueldad para nosotros. Los corzos machos adultos, “los príncipes”, no se relacionan con sus hijos. Bambi establece, sin embargo, una relación iniciática de tintes homoeróticos (¿corzoeróticos?) con el Anciano, el Gran Príncipe, que le adoctrina en los secretos de la vida. A Bambi le brotan los cuernos y se vuelve bastante borde, salido (“la fuerza juvenil se hinchaba en Bambi”), dominante y violento, como son los cérvidos machos. El peligro del hombre, que no tiene solo dos manos sino una tercera terrible (la escopeta) es omnipresente y mantiene a la comunidad del bosque aterrorizada. Un amigo de Bambi, Gobo, es recogido por el hombre y devuelto al bosque como colaboracionista. Un perro mata de manera cruelísima a una zorra. Bambi acaba asumiendo el papel de Príncipe del Bosque, pero no es nada simpático. En suma, que la novela está llena de temas serios —Camps señala alteridad, identidad, rechazo y antisemitismo— y no es el cuento infantil que parecería.
Bambi tuvo traducciones al yidis, al francés y al inglés, en 1928, que fue la que llegó a Walt Disney, que enseguida compró los derechos para la peli, que es, no recordaba yo que fuera tan antigua, de 1945.
Lo que más me ha sorprendido, aparte de descubrir que Salten era un apasionado cazador, es que, en su polifacetismo, además escribió una novela pornográfica: Memorias de Josephine Mutzenbacher (1907). Bien, en realidad se le atribuye a él, pero nunca negó haberla escrito, y los estudiosos dan por seguro que es el autor. Si los nazis quemaban Bambi, ni te digo lo que debían de hacer con esta. La novela, en primera persona (he conseguido una edición en castellano, Editores Americanos, 1975, se lee rápido), consiste en los recuerdos de una prostituta precoz, digna de la pluma de Sade, que se introduce en el sexo a la edad de siete años y ya no para hasta devenir en una meretriz de aúpa. La historia es una sucesión de escenas eróticas de toma y daca y de muy bajita calidad (lo siento Felix, tenía que decirlo). No es recomendable leerla mientras te pones Bambi.