Marlborough, la galería que voló demasiado cerca del sol y se abrasó
Las luchas internas, la imposibilidad de adaptarse a un mercado en cambio y la falta de un programa con prestigio mundial abocan al cierre
Solo existe algo más inmisericorde que el capitalismo: el capitalismo artístico. “Me importa un carajo lo que digan los demás. Únicamente hay una medida del éxito en la gestión de una galería: ganar dinero. Cualquier marchante que diga que no, o es un hipócrita o pronto cerrará sus puertas”. Este comentario de Frank Lloyd, uno de los fundadores de las Galerías Marlborough, recogido en 1973 por The New York Times, revela el carácter duro de un hombre que fue capaz de lograr que Pablo VI (1897-19...
Solo existe algo más inmisericorde que el capitalismo: el capitalismo artístico. “Me importa un carajo lo que digan los demás. Únicamente hay una medida del éxito en la gestión de una galería: ganar dinero. Cualquier marchante que diga que no, o es un hipócrita o pronto cerrará sus puertas”. Este comentario de Frank Lloyd, uno de los fundadores de las Galerías Marlborough, recogido en 1973 por The New York Times, revela el carácter duro de un hombre que fue capaz de lograr que Pablo VI (1897-1978) abriera en el Vaticano una colección de arte moderno. El primero en inventar el concepto de megagalerías y de darse cuenta de que las obras debían perseguir las geografías del dinero. De hecho, escribía con sorpresa el periódico estadounidense: “Tiene representantes en ciudades tan remotas como Madrid [sic], Sídney y Johannesburgo”. También entendió que usar paraísos fiscales era una ventaja única para eludir impuestos. Canalizaba sus ventas a través de Galerie Marlborough A. G., radicada en Liechtenstein. Casi ocho décadas después, aquella galería fundada en 1946 en Londres por Lloyd y Harry Fisher, a quien después se unieron David Somerset y el hijo de Lloyd, Gilbert, cerrará en junio las puertas de todas sus sedes: Madrid, Barcelona, París y Nueva York.
La noticia, pese a ser recogida por la mayoría de los grandes medios, no cambia nada el mundo del arte. Ni con ella finaliza una época. Hacía años que parecía, sobre todo, un fantasma de otros tiempos. Camino de su propia demolición. “Era una galería de pintura que no pintaba nada; era demasiado comercial”, observa el comisario de arte Fernando Castro Flórez. “En Nueva York no la pisaban ni los críticos ni los directores de museos y aquí, en Madrid, parecía conformarse con la performance anual de Antonio López [uno de sus superventas junto a Juan Genovés y Manolo Valdés] y con eso bastaba”. Y Botero no necesitaba a la galería para vender.
Los números de Marlborough, por lo poco que se sabe, eran un trazo rojo y las relaciones en la cúpula de la organización una batalla diaria. En 2020 (con la idea de cerrar), la junta despidió al entonces presidente, Max Levai, tras acusarle a él y a su padre, Pierre Levai, sobrino de Frank Lloyd, de mala gestión. El joven Levai y Marlborough se demandaron mutuamente. En la querella se sostenía que —supuestamente— las galerías perdieron 18,7 millones de dólares (17,5 millones de euros al cambio actual) entre 2013 y 2019 y que 14,5 millones se debían a las malas decisiones financieras de Levai, quien reconoció tener almacenadas 15.000 obras. Por sorpresa aseguraron entonces que el conjunto valía 250 millones de dólares (unos 344 millones de euros al cambio actual). Los pleitos fueron archivados.
“Me interesa ver qué queda en su inventario después del cierre y cuál será el nivel de demanda”, apunta Clare McAndrew, economista experta en arte. Y exclama: “¡Tengo muchas ganas de saberlo!”. La nota con la que la galería anunció su cierre hace dos semanas resaltaba la “profundidad” y “amplitud” de su inventario. Marlborough asegura que no lo sacará a subasta y que parte irá a organizaciones sin ánimo de lucro que apoyen a creadores contemporáneos. Los dueños pretenden vender las galerías y sus almacenes en el Reino Unido y España.
Pero la pregunta “¿qué queda?” de la experta resulta esencial. Marlborough, alguna vez, contó con Bacon, Frank Auerbach, Henry Moore, Freud, Barbara Hepworth, Rothko o Paula Rego. Solo con colocar un Bacon y un Auerbach la deuda desaparecería e incluso ganarían dinero. El problema es que no quede nada de esos artistas, más allá de obra gráfica o de reducido valor. Si esa “autotasación” corresponde a los precios de los creadores que representan ahora en sus galerías es hacerse trampas al solitario. Las subastas marcan la cotización y muchos de ellos apenas alcanzan un precio mínimo cuando hay que casar oferta y demanda. Solo existe algo más inmisericorde que el capitalismo: el capitalismo artístico.
Desde luego tiene mérito resistir 80 años bajo el sol en un ecosistema donde es raro que una galería en España dure más de dos décadas. Erró en adaptarse a los tiempos (al igual que Robert Fraser, John Kasmin o Anthony d’Offay) y en competir con colosos como David Zwirner (Nueva York, París, Londres, Hong Kong) o Gagosian (Nueva York, Los Ángeles, Londres, Roma, Atenas, Ginebra, Basilea, Gstaad, París, Hong Kong), que ya se han instalado en la industria del lujo. Eran la piedra sobre un lago condenada a hundirse. “Cambiar la cultura de una organización grande, trabajando en tres países diferentes, conlleva mucha energía y dinero, pero, sobre todo, voluntad desde arriba. Creo que la causa estriba en el propietario”, valora el filósofo y promotor cultural Bartomeu Marí, quien mostró en su día el trabajo de Genovés.
Frank Lloyd entendía el arte como cualquier negocio. Y lo llevó al extremo. En los setenta, Kate Rothko, hija del fallecido pintor Mark Rothko, acusó a Marlborough de “doble venta, fraude y conspiración” en el manejo del patrimonio de su padre. Kate alegaba —con razón— que la galería vendió lienzos de Rothko a precios de hasta 15 veces superiores a los contabilizados en la herencia. Décadas después, en 2016, Marian Goodman, la galerista más respetada del mundo, se quejaba: “Hay gente que compra y vende arte como si fueran acciones de ranchos”. Lloyd “allanó” el terreno.
Nadie vive del pasado. Si fuera una dirección de internet, Marlborough sería “.fue”. El galerista portugués Pedro Cera acaba de abrir sede en Madrid. Y su análisis es una radiografía prístina: “Llevan mucho tiempo sin construir un programa claro, la competencia en su segmento [precios altos, el que más ha sufrido] resulta muy fuerte y la estrategia de concentrar dos de los cuatro espacios en España sería discutible”, observa. Y otras galerías se han llevado a los mejores artistas. Su compatriota Paula Rego fichó, dos años antes de fallecer (2022), por la londinense Victoria Miro y también se fueron los que más venden: Genovés (herederos) y Manolo Valdés se han incorporado en Madrid a Open Gallery.
La galería no pudo encontrar la fórmula ganadora para el mercado actual y las deserciones de personal incluyen a John Erle-Drax y Geoffrey Parton, que estuvieron medio siglo cada uno en la galería. “La verdad es que ha faltado un liderazgo claro”, indica el responsable de una gran casa de subasta que pide no ser citado.
Dentro de las galerías quedaba la esperanza de que la amenaza de cierre terminaría en un mal sueño. Antes del fin, trazaron una estrategia de exposiciones comisariadas —en Madrid ficharon a Tiago de Abreu— para recuperar prestigio. “El consejo de administración estaba de acuerdo con esta idea”, comenta una fuente próxima a Marlborough. Y aclara: “No es una cuestión de dinero, sino que ha sido imposible encontrar una figura similar a Frank Lloyd”. “Y los herederos no tienen ni experiencia ni interés en la galería; solo hacer caja”, lamenta el comisario Mariano Navarro.
Porque la transición es posible. Marian Goodman, con más de 90 años, lo ha demostrado. Nombró socios a cinco empleados y montó un comité asesor. Ella, que es un mito del arte, quien creó la carrera durante cuatro décadas del, quizá, pintor vivo más importante, Gerhard Richter, tuvo que ver hace dos años cómo la abandonaba por David Zwirner. Recordó... Solo existe algo más inmisericorde que el capitalismo, el capitalismo artístico.