Las invasiones bárbaras
Tener seguidores, audiencia, se ha convertido en el semáforo para pasar al mundillo del libro
Es el título de una película, francocanadiense, de Denys Arcand: Las invasiones bárbaras. En ella hay una secuencia sublime. El protagonista, un universitario que padece cáncer y quiere despedirse, reúne a todos los suyos, amigas, amigos, amantes, toda la panda. Durante la comida hablan de los grandes momentos de la humanidad, el esplendor griego, el relámpago renacentista, cuando las luces iluminaron como nunca, antes del asombro, del terror, antes de las tinieblas.
Hubo un tiempo durante el cua...
Es el título de una película, francocanadiense, de Denys Arcand: Las invasiones bárbaras. En ella hay una secuencia sublime. El protagonista, un universitario que padece cáncer y quiere despedirse, reúne a todos los suyos, amigas, amigos, amantes, toda la panda. Durante la comida hablan de los grandes momentos de la humanidad, el esplendor griego, el relámpago renacentista, cuando las luces iluminaron como nunca, antes del asombro, del terror, antes de las tinieblas.
Hubo un tiempo durante el cual los bárbaros estaban en los límites de los imperios, del otro lado de las murallas, allá en las lejanías, de ahí nos venían. Se les esperaba, se les temía. Desde las crestas de los torreones los íbamos observando. Ahí los tienes, el personaje de Coetzee o el de Buzzati, el oficial Drogo, mirando sin parar la llanura del desierto de los tártaros. Sin embargo, ahora los bárbaros no están fuera, sino dentro, en el recinto, de este lado de las murallas. Ya no tienen que invadirnos, somos nosotros los que tumbamos nuestras propias murallas, los que se llevan piedra a piedra.
A través de los cables, de los algoritmos, aquí nos tienes saqueando las aldeas, prendiéndole fuego a los acampados, a los libros. Somos los bárbaros de los cuales hablaba, hace también más de un cuarto de siglo, Alessandro Baricco. Hemos dejado de querer, de mimar, de amar la profundidad, nos encanta la superficialidad. Y ahí nos tienes, surfeando de pantalla en pantalla. Detrás quedan las aldeas saqueadas, los pozos de agua que eran las librerías, las tabernas abarrotadas. Detrás quedan los libros, los lienzos, todo lo que nos ayudaba a respirar.
Beber, comer, no solo se hace con la boca y por la tráquea. Se hace también con los ojos, con el córtex. Nos comemos el mundo a bocados cuando leemos, cuando miramos, cuando escuchamos un libro, un lienzo, una sinfonía. Todo lo demás es hambruna, desierto sin agua, puro páramo, viento. Los pocos que se quedan en los torreones, husmeando el horizonte, buscando algo de verticalidad en el mundo, tampoco se salvan. Ahí los tienes, subidos en sus torres de barro, pero ya se les han pegado los rasgos sonámbulos de los nómadas, con dinero bárbaro en el bolsillo. El polvo de la gran nada les empaña el cuello, sudan grueso dentro de sus trajines de oficiales.
Los libros, las novelas, eran antaño bastiones. Los bárbaros volteaban alrededor con su caballería, pero no se atrevían. A veces se metían en algún que otro recinto, prendiéndole fuego con la antorcha de algún que otro premio de literatura. Ahora ni eso es necesario, se le da el Nobel a un trovador, se entrega la chusma a otro, un autor de verdad, porque su verbo es demasiado brusco, porque sus libros tienen demasiada nalga, cadera, pecho, porque la frase es demasiado literaria, porque no hay narrativa, porque el cuento no cuenta nada, porque solo pone el verbo en alto como lo hacían antaño los que erguían las lanzas y embestían.
Entonces nos llegan los libros de bolsillo, llenos de piojos. Llegan los premios que premian a escritores que apenas tienen riñón, que respiran por el trasero. Pero con tirón en las redes sociales, de los que amasan, que arrasan, como nadie, con los que se hace la masa, el mazapán, algo muy comestible, algo que no te va a dar una indigestión, que es pura golosina. Los bárbaros no nos han invadido desde fuera sino desde dentro. No arrasaron con la civilización del libro. No hubo genocidio, holocausto de grandes autores, levantamiento en armas, ni torreones en fuego. Lo que ha ocurrido es que la invasión vino por dentro. Los editores entregaron las armas, al igual que los autores, al igual que los lectores.
De vez en cuando aparece uno que otro, despistado, malherido, que todavía chorrea, con el puñal metido entre las costillas. Aun así, a gatas, se empeña en escribir, en publicar, en leer. Hoy en día, la mayoría de los que compran libros no son lectores. Hoy en día la mayoría de los que escriben libros no son autores. Libros que han sido películas, libros que han sido escritos por famosos, los de las pantallas, los de la televisión, los de las redes sociales. Ellos son a menudo los que carambolean en las primeras filas de las ventas. Tener seguidores, tener audiencia, se ha convertido en el semáforo para pasar, para traspasar al mundillo del libro.
Los bárbaros no llegaron de fuera. Entraron desde dentro. Ahora navegamos sobre internet, surfeamos de un trozo de escritura a otro, y ahí están las redes tiradas, los peces plateados en el agua, en el río. Pronto ni siquiera eso, abriremos el móvil y el algoritmo hará el trabajo de darnos las respuestas, nos regará con sus preguntas. Seremos felices como las perdices, porque los invasores, repito, no son ellos, otros, ningunos, somos nosotros. Los tártaros nunca llegarán porque nunca se han ido. No eran los del otro lado. Estaban aquí desde siempre. Aquí dentro, no fuera.