Kundera, el escritor que prefirió su libertad a sus raíces

Junto al exilio y la imposibilidad creciente de cualquier arraigo, Kundera señaló la ignorancia como otra de las condiciones esenciales del ser contemporáneo: el desconocimiento de lo que nos conviene y, por lo tanto, de lo que somos

El novelista Milan Kundera.Agustín Sciammarella

Había quedado con Milan Kundera en su casa de París y, al entrar en el número 7 de la calle Littré donde vivía, me detuve delante de la puerta del ascensor. De allí salió un señor alto y atlético con el pelo blanco. Le pregunté en francés: “¿Sabría decirme en qué piso vive el señor Kundera?”, Me dirigió una sonrisa divertida y me dijo que tenía que subir al sobreático. Así lo hic...

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Había quedado con Milan Kundera en su casa de París y, al entrar en el número 7 de la calle Littré donde vivía, me detuve delante de la puerta del ascensor. De allí salió un señor alto y atlético con el pelo blanco. Le pregunté en francés: “¿Sabría decirme en qué piso vive el señor Kundera?”, Me dirigió una sonrisa divertida y me dijo que tenía que subir al sobreático. Así lo hice, y me abrió una señora que se presentó en checo como Vera Kundera y añadió que su marido acababa de salir a comprar tabaco. “A ver si vuelve”, me atreví a replicar riendo, porque todos los checos conocen la anécdota sobre el escritor Jaroslav Hasek, que un día salió de su casa a comprar tabaco para nunca volver. Pero la anécdota no abrió el corazón de la señora Vera.

No habíamos tenido tiempo de establecer una conversación fluida cuando se oyó el ruido de la llave en la cerradura y entró el mismo señor de pelo blanco a quien unos minutos antes le había preguntado por Milan Kundera. El hombre reía a carcajadas. Luego fuimos a un restaurante marroquí cerca de su casa, en la plaza de Montparnasse.

Eso sucedió a mediados de los ochenta, yo tenía veintitantos años y Kundera se acercaba a los sesenta. Yo entonces era su traductora al catalán y tenía una lista de dudas para consultar al escritor que hacía poco se había hecho famoso con su novela La insoportable levedad del ser. Mientras despachábamos las dudas, el escritor subrayó una y otra vez lo mucho que le importaba que todas las traducciones fueran absolutamente fieles. “Sobre todo ¡No hay que pretender interpretar mis intenciones!”, repetía.

Mientras degustábamos unas pastelas en el restaurante marroquí, hablamos de otras cosas que nos interesaban a ambos. Pronto nos pusimos de acuerdo en que, a diferencia de muchos refugiados, ni él ni yo experimentábamos el exilio como una tragedia, sino como una suerte, como una aventura que nunca se acababa. Vera no estaba de acuerdo. Años más tarde, ella me confesó que vivir en el extranjero era el gran error de su vida.

Aquella comida con los Kundera fue el comienzo de una amistad tanto epistolar, en aquella época aun sin internet, como basada en encuentros durante mis viajes a París o las visitas de los Kundera a Barcelona, donde estaba y sigue estando su editorial y en cuyos alrededores en aquella época el matrimonio buscaba una casa de campo como segunda residencia.

Milan y Vera Kundera en París.Gyula ZARAND (Gamma-Rapho via Getty Images)

El hecho de haber vivido los tres en Praga y luego en el extranjero era siempre una experiencia que nos unía y nuestra conversación giraba a menudo alrededor de ello. De hecho, para cualquier exiliado sus vivencias fuera de su país es lo más profundo que ha experimentado y se convierte en el tema que domina tanto las conversaciones como la temática de los libros si se trata de un escritor. A partir de su inmigración, Kundera investigó ese asunto en varias de sus novelas.

También hablamos de la Praga que habíamos dejado atrás. Kundera me contó que esa sensación de ser extranjero y no entender nada del país de acogida lo torturó durante mucho tiempo. Lo que más le traumatizaba era no conocer el francés lo suficientemente bien. Esto, para un escritor, era trágico, dijo, aunque acompañara esa afirmación con una sonrisa.

Mientras degustamos los segundos platos, cuscús y tajín, seguimos hablando de Praga, esa ciudad por excelencia de Kundera. Me di cuenta de que Milan era Praga. Aunque después de su exilio parisino haya escrito sobre otras ciudades, en su obra Praga es una ciudad mucho más de carne y hueso que las demás. Su Praga son las calles por las que paseaban Franz Kafka y Jaroslav Hasek, donde se hablaba y se escribía en checo, alemán y yidis, donde se amalgamaban varias culturas y tradiciones milenarias: una ciudad centroeuropea por excelencia, que se acabó bajo las botas de los nazis. Los modelos literarios de Kundera fueron, en igual medida, Kafka y Hasek, la reflexión y la risa.

De todas maneras, en sus novelas hay varias Pragas. Una es la alegre ciudad por la que pasean mujeres guapas y hombres que a menudo tienen un punto de ridículo, con sus insuperables ansias de conquistar a las chicas. Otra Praga muy distinta es aquella en la que el escritor vivió después de la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia en 1968. Aquella Praga del régimen neostalinista era una ciudad poco civilizada, en la que, en sus calles, tanto hombres como mujeres transitaban histéricos, encolerizados y no se caracterizaban por su cortesía.

Las opiniones encontradas de Vera y Milan Kundera para mí representan la humanidad dividida en dos partes que nunca se ponen de acuerdo: la que acepta el exilio como una oportunidad para crecer y la que paraliza su vida en la añoranza de lo perdido.

Durante los años cincuenta y sesenta, sostenía Kundera, los emigrantes de los países comunistas no eran muy queridos en Europa occidental, donde el fascismo, entonces, se consideraba como el verdadero mal: Hitler, Mussolini, la España de Franco, las dictaduras de América Latina. Solo a finales de los años sesenta y en los años setenta, los países occidentales se decidieron a considerar también el comunismo como un mal, aunque menor. Fue a partir de La insoportable levedad del ser que muchos lectores empezaron a entender lo que era el comunismo en Europa central; antes de leer a Kundera, algunos intelectuales occidentales de izquierdas coqueteaban todavía con el comunismo soviético sin condenarlo abiertamente.

Junto al exilio y la imposibilidad creciente de cualquier arraigo, Kundera señaló la ignorancia como otra de las condiciones esenciales del ser contemporáneo: el desconocimiento de lo que nos conviene y, por lo tanto, de lo que somos. En su novela titulada precisamente La ignorancia continúa su personal reflexión alrededor de una pregunta que ya formuló años atrás y que vuelve en sus libros una y otra vez: “¿Tiene, el hombre, alguna posibilidad, en un mundo donde las determinaciones exteriores han llegado a ser tan abrumadoras, que los móviles interiores ya no cuentan para nada?”

Kundera, además de sus novelas, publicó importantes ensayos. El Occidente secuestrado, editado en 1983, cuando llevaba seis años exiliado en Francia, es uno de ellos y de absoluta vigencia. La Europa geográfica siempre ha estado dividida en dos mitades que han ido evolucionando por separado: una, vinculada a la antigua Roma con el alfabeto latino como seña de identidad, está anclada en la iglesia católica y el protestantismo; la otra está unida a Bizancio, la iglesia ortodoxa y el alfabeto cirílico. En 1945, afirmaba el autor, la frontera entre ambas Europas se desplazó varios cientos de kilómetros al Oeste. De esta forma, los habitantes que siempre creyeron ser occidentales, un buen día se despertaron para constatar que eran del Este. Esos habitantes sorprendidos son los que habitaban el territorio cultural que el escritor checo-francés llama Europa central.

Milan Kundera, en mayo de 1968. Vacha Pavel (AP)

Según Kundera, el Imperio austrohúngaro representó una gran oportunidad para crear un Estado fuerte en el centro de Europa; sin embargo, aseguraba Kundera, los austríacos estaban divididos entre seguir “el arrogante nacionalismo de la gran Alemania” y su propia misión centroeuropea; por eso no lograron construir un Estado federal de naciones iguales. “Su fracaso fue el de Europa entera,” porque insatisfechas, las muchas naciones de la región hicieron estallar el Imperio en 1918. Así el Imperio se dividió en una zona con muchos países pequeños cuya fragilidad permitió primero a Hitler y luego a Stalin subyugarlos. “¿Han valido la pena todos los esfuerzos que hemos desplegado para resucitar a nuestro pueblo?”. Sin embargo, el escritor concluía que la aportación de la cultura checa de entreguerras era extraordinaria.

Este ensayo, al igual que sus novelas, tan influyentes en los años de su primera publicación, hoy, en plena guerra rusa contra Ucrania, adquieren un significado particular, además de cobrar una nueva actualidad. Kundera habla de los sueños imperiales de Rusia, del deseo de apoderarse de cuantos más pueblos mejor y afirma que en las naciones que “aún no han perecido”, según dice el himno polaco, se hace visible la vulnerabilidad de Europa: de toda Europa. En el mundo contemporáneo de Kundera mientras escribía su ensayo, pero también en el actual, “todas las naciones europeas corren el riesgo de convertirse pronto en pequeñas naciones y sufrir el destino de estas. En ese sentido, el destino de Europa central aparece como la anticipación del destino europeo en general, y su cultura adquiere de inmediato una gran actualidad”.

Kundera basaba su opinión no solo en la historia y la política modernas; sino también en la literatura centroeuropea: en Los sonámbulos de Hermann Broch, donde la historia aparece como un proceso de degradación de los valores; en El hombre sin atributos, de Robert Musil, que describe una sociedad eufórica, que no sabe que mañana desaparecerá; en Las aventuras del buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek, donde la simulación de la idiotez es la última posibilidad de conservar la libertad; y en las visiones novelescas de Kafka que nos hablan “del mundo sin memoria, del mundo después del tiempo histórico”. Toda la gran creación centroeuropea, desde principios del siglo XX, podría entenderse siguiendo a Kundera como una larga meditación sobre el posible fin de la humanidad europea. Sigamos leyéndolo, pues, porque nos sigue hablando de lo esencial.

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