La servidumbre
Me he propuesto el disparate de recorrer Florencia con perspectiva de género. Mirar de frente al servilismo que sigue rindiendo pleitesía a la mirada del hombre heterosexual blanco
Cuatro hombres, de unos 80, 50, 18 y 13 años, respectivamente, están sentados con el resto de su familia en la terraza de la Galeria Uffizi, en Florencia. A juzgar por el parecido de los cuerpos, podrían ser el mismo hombre. Frente a la mirada relajada y satisfecha del de mayor edad, la sed asoma con intensidad en la mirada del niño de 13. La vida pasa veloz ante mis ojos al contemplarlos pasar la mañana en un lugar en el que parece que el tiempo no exista.
Siempre que vuelvo a Florencia la juventud perdida me pon...
Cuatro hombres, de unos 80, 50, 18 y 13 años, respectivamente, están sentados con el resto de su familia en la terraza de la Galeria Uffizi, en Florencia. A juzgar por el parecido de los cuerpos, podrían ser el mismo hombre. Frente a la mirada relajada y satisfecha del de mayor edad, la sed asoma con intensidad en la mirada del niño de 13. La vida pasa veloz ante mis ojos al contemplarlos pasar la mañana en un lugar en el que parece que el tiempo no exista.
Siempre que vuelvo a Florencia la juventud perdida me pone un espejo. Me pregunto qué habría sido de muchas de las mujeres de mi generación si no hubiéramos sido educadas en esa terrible servidumbre disfrazada de buena educación que tan bien conozco y hubiéramos ocupado nuestro lugar en el mundo con la tranquilidad con la que los cuatro hombres que miro descansan sobre sus sillas. Miro hacia la via Calimaruzza y veo a la joven que fui, llegando, entre risas, a la Piazza della Signoria, contemplando emocionada el inmenso edificio de piedra que es el Palazzo Vecchio y que sigue impresionándome cada vez que regreso.
Me he propuesto el disparate de recorrer Florencia con perspectiva de género. Mirar de frente al servilismo que sigue rindiendo pleitesía a la mirada del hombre heterosexual blanco, y al acabar el día, la falta de nombres de mujeres en las cartelas y los centenares de pezones que asoman como por descuido, en telas, mármoles y bronces, me recuerdan la verdad sobre la manera sumisa en la que, a lo largo de la historia del arte, se ha representado a las mujeres: partió de premisas que los artistas aceptaron sin discusión y que tienen que ver con el poder que los hombres han ejercido sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas. Lo explican mejor Linda Nochlin o Sylvia Sleigh.
Hace apenas una semana estaba en Londres y recorría la National Portrait Gallery. Fue allí donde, poco después de llegar con emoción a la Piazza della Signoria, hace más de veinte años, descubría a la fotógrafa Julia Margaret Cameron y cambiaba la manera de pintar. Mi ajustada economía no me permitió comprar el catálogo, así que arranqué de una pared el cartel, y la fotografía del italiano Angelo Colarossi colgó a partir de entonces sobre el cabezal de mi cama: el Jesucristo bajo el que tantas noches dormí era sustituido por un hermoso hombre italiano muerto.
Hace apenas una semana, no tuve que hacer el trabajo de revisión al que me enfrento aquí porque me vino dado. Rafa de Miguel escribe en un artículo en este mismo periódico que, como en la Puerta del Paraíso de Ghiberti en Florencia, la artista Tracey Emin creó para la National Portrait 45 bajorrelieves de bronce destinados a representar a “todas las mujeres, a través de todo el tiempo”. Recuerdo el stendhalazo al cruzarlas y encontrarme de frente con un autorretrato de Gwen John con vestido rojo y lazo negro. A su lado había uno en amarillos y naranjas de Vanessa Bell, y un poco más adelante, un pequeño lienzo que me volvió a traer el desequilibrio hermoso que provoca la emoción de reconocer algo querido, de verlo en directo y poder apreciar las pinceladas, la atmósfera, la mano de quien lo ha pintado: una obra en ocres de Celia Paul destacaba en una pared repleta hasta arriba de autorretratos hechos por mujeres.
Como escribe Nochlin, el poder simbólico es invisible, y solo se puede ejercer con la complicidad de quienes no se dan cuenta de que se someten a él o que lo ejercen. Convencida de que ninguno de los cuatro hombres que tengo delante pensará en nada de lo que ahora me atormenta, y sabiendo que, también, quizás sin quererlo, es muy probable que rían con ganas un chiste machista que no saben que lo es, fantaseo con acercarme a la gruesa barandilla de piedra y alargar el brazo para tenderle la mano a la Sabina de Juan de Bolonia que tenemos justo abajo y que así consiga liberarse de sus dos raptores. Al fin y al cabo, de eso se trata, ¿no? De arremangarnos y mirar por nosotras.