Lo que no sé

Cuando llegué a mi pueblo pensé en quienes me trataron sin artificios y vaciaron mi mundo de intereses disfrazados de buenas intenciones

Óleo del pintor Pepe Biot.Imagen cedida por la familia

Ayer volví a mi pueblo y pensé en Delphine de Vigan preguntándose, con el corazón en la mano, si había sido capaz de agradecerle a una mujer que acababa de morir cómo de valiosa había sido para ella. Pensaba en lo importante que es, de vez en cuando, reventar esas gracias mecánicas desprovistas del jugo real del agradecimiento de las que tanto echamos mano y deleitarnos al sentir la palabra gracias rotunda en la boca. Pensaba en lo difícil que es a...

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Ayer volví a mi pueblo y pensé en Delphine de Vigan preguntándose, con el corazón en la mano, si había sido capaz de agradecerle a una mujer que acababa de morir cómo de valiosa había sido para ella. Pensaba en lo importante que es, de vez en cuando, reventar esas gracias mecánicas desprovistas del jugo real del agradecimiento de las que tanto echamos mano y deleitarnos al sentir la palabra gracias rotunda en la boca. Pensaba en lo difícil que es alejarse de las empalagosas gracias de bienqueda, esas gracias que en mi pueblo (y en tantos otros lugares, mucho me temo) es tan importante saber repartir y repetir, y que forman parte de lo más profundo de cada uno de nosotros. Unas gracias que, dichas cuando no toca, solo sirven para seguir consolidando algunas buenas costumbres llenas de violencias contra nosotras.

Pensaba, cuando llegué al pueblo, en quienes me trataron sin artificios y vaciaron mi mundo de intereses disfrazados de buenas intenciones. Hay un hombre que comprende las ausencias y la poca capacidad que tengo para las maternidades, que sabe colocar en un lugar inofensivo mi obsesión por los diluyentes y los aglutinantes, que no se ve amenazado por los espacios propios que me he creado y me brinda su amor sin esperar nada a cambio. Unas amigas que no se ofenden cuando nuestros pensamientos difieren y saben colocar lo personal a un lado, que construyen como si desescombrásemos juntas, reafirmando sus ideas al contrastarlas con las mías o cambiando de parecer. Unos padres que respetaron una decisión que no entendían, porque hace veinte años habrían preferido una hija abogada o médico a una que huele a aguarrás y que va de aquí para allá sucia de pintura, exponiéndose y exponiéndolos públicamente, dedicándoles tan poco tiempo.

Hay otra persona que ya está muerta, pero es la que ha generado la escritura de este texto donde convergen vida y pintura, agradecimiento y amor: un pintor que llegó a mi pueblo y abrió una academia en la que no se copiaban estampitas. Enseñaba a mirar y a medir con una cuerda y sabía transmitir lo espiritual de observar un volumen (un busto de escayola, un cuchillo, una sandía) e intentar trasladarlo al plano bidimensional. Vio, en una niña de 12 años, alguien a quien la pintura iba a cambiarle la vida, y me hizo entender que eso que tanto placer me daba, eso que me angustiaba algunas veces o me hacía desaparecer del mundo otras tantas, no era una manera de matar el tiempo, sino que era tan importante como escribir un ensayo o acariciar con amor a una persona, que la pintura era sinónimo de pensamiento y podía ayudarme a entenderme, podía incluso convertirse en una herramienta para enfrentar injusticias, ser motor de cambio.

Vivimos en un contexto que siempre nos pide más y nos quiere amasando vanidad y retórica. Pienso en cuánto de la señora a la que De Vigan se dirigía con el corazón en la mano hay en la propia De Vigan, en si no somos más sabias y vivimos mejor cuando apartamos la mirada de nuestro ombligo y agradecemos lo que hay de la búsqueda de las otras en nosotras mismas. La pintora Isabel Santaló lo explica mejor: “Una, primero se forma, y después va a por lo que no sabe”. Se arriesga, no sigue el caminito, está abierta a la casualidad y la usa. El arte, cuando es de verdad, nos hace partícipes de algo que es mucho más poderoso que lo que pueda conseguir por su cuenta cualquier individuo que hace piruetas suplicando un aplauso.

Anna Starobinets dice que el sacrificio que supuso escribir sobre una experiencia llena de violencias obstétricas habría valido la pena si ayudaba a alguien con su dolor. En ocasiones siento que me empiezo a desvanecer y busco algo similar, pero muchas otras siento que lo único que estoy haciendo es ir hacia lo que no sé. La palabra gracias sale cada vez con más frecuencia de mi boca, rotunda, redonda y sabrosa, arrastrando ese hilillo casi de carne que sale de lo más profundo del estómago cuando las cosas se sienten o se intuyen con certeza.

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