Guns N‘ Roses en Madrid: ¿que el rock ha muerto? ‘Ja’

45.000 espectadores celebran en el Metropolitano una fiesta de orgullo rockero en un concierto que duró tres horas y media

Duff McKagan (izquierda) y Axl Rose, durante el concierto de anoche de Guns N' Roses en el estadio Metropolitano de Madrid. Foto: XAVI TORRENT

Tres horas y media de concierto. 210 minutos. 33 canciones. Y todavía cuando se encendieron las potentes luces del estadio Metropolitano indicando que aquello había acabado (era la 1 de la madrugada) miles de seguidores profirieron un grito de decepción; querían más.

Guarden los clavos del ataúd. No los van a necesitar. El moribundo salió anoche de su tumba e hizo un corte de mangas a los que llevan tiempo, hoy más que nunca, anunciando su fin. El finado no es tal. Hablamos del rock, claro. El rock de siempre: solos de guitarras, agitación, poses chuletas, pantalones de cuero, cadenas c...

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Tres horas y media de concierto. 210 minutos. 33 canciones. Y todavía cuando se encendieron las potentes luces del estadio Metropolitano indicando que aquello había acabado (era la 1 de la madrugada) miles de seguidores profirieron un grito de decepción; querían más.

Guarden los clavos del ataúd. No los van a necesitar. El moribundo salió anoche de su tumba e hizo un corte de mangas a los que llevan tiempo, hoy más que nunca, anunciando su fin. El finado no es tal. Hablamos del rock, claro. El rock de siempre: solos de guitarras, agitación, poses chuletas, pantalones de cuero, cadenas colgando del cinturón. ¿Que el rock ha muerto? Ja. No estuvo usted anoche en el campo del Atlético de Madrid viendo a Guns N’ Roses. 45.000 personas (casi lleno) resistieron el extenuante concierto de los angelinos. Para el que esto escribe fue un despliegue excesivo: suprimiendo 45 minutos hubiese quedado un concierto sensacional. Pero quién es uno para reprochar a un grupo veterano dejarse la piel en el escenario y compensar a la gente por el interesante desembolso (ojo: 120 euros, precio medio). Y más viendo a un chicho de 11 años bailando enérgicamente con su madre la canción final, Paradise City. Recuerden: tres horas y media después.

Fue bonito ver anoche en el recinto rojiblanco a grupos de gente joven, a madres con sus hijas, a familias enteras disfrazadas de Slash, con melena, chistera y gafas de sol. También acudieron en masa talluditos, claro, que ya vieron al grupo en 1993 en el estadio Vicente Calderón. 30 años de eso, todos más cansados, pero con energías para aguantar la intensa sesión rockera de anoche.

Slash, en uno de sus muchos solos de guitarras. Xavi Torrent

Vayamos primero con las preguntas que más suelen interesar cuando se trata de Guns N’ Roses. ¿Cómo estuvo Axl Rose? ¿Se retrasó el concierto por su culpa? ¿Se quedó sin voz? ¿Insultó a alguien de las primeras filas y se lanzó a por él? ¿El que estaba en realidad sobre el escenario no era él, sino un doble? Pues ni fue impuntual, ni entregó ningún “fuck” desagradable, ni aparentemente recurrió a un imitador (aunque a estas distancias nunca se sabe). Ya no es el tipo crispado de hace unos años obcecado con autodestruir su carrera. Quizá decepcione a algunos esta versión formalita del otrora salvaje y malcarado vocalista, pero es la que mostró anoche y hay que agradecerlo por el óptimo resultado del concierto. Y también porque la deriva que llevaba el cantante tenía como desenlace inevitable mandar a la basura el legado de Guns N’ Roses. Afortunadamente, le sentó bien la terapia y desde 2016 se reunió con sus compinches de los inicios, el guitarrista Slash y el bajista Duff McKagan, y andan desde entonces defendiendo en directo y con dignidad su repertorio, que es bien jugoso, como se demostró anoche.

La primera hora y cuarto fue sensacional, un no parar de ese rock sucio lindando el punk que hizo grande a una banda que forjó su leyenda en solo cuatro años de carrera, los que van de 1987 a 1991, de Appetite for Destruction a los dos Use Your Illusion. Han pasado más de tres décadas y los Guns siguen viviendo de esos años. Y va para largo. En esta primera parte sonaron It’s So Easy, Welcome to the Jungle, Mr. Brownstone o You Could Be Mine. Imbatibles todas.

Axl Rose, Slash y Duff McKagan han sobrevivido a demasiadas cosas como para fastidiarla cuando caminan, o ya están, en la sesentena: el vocalista 61 años, el guitarrista 57 y el bajista 59. Superaron las drogas duras, las peleas entre ellos, las trifulcas con los managers, la muerte de compañeros de generación, su personalidad egocéntrica y su propio desgaste. Y siguen aquí, capaces de aguantar un concierto eterno lleno de parafernalia rockista. Incluso mantienen la dignidad estética. McKagan, esbelto, encuerado y con su pelambrera platino; a Slash todavía le sienta bien la chistera, de la que sale una cabellera juvenilmente rizada; el guitarrista que llevan desde 2002, Richard Fortus, se ajusta al talle rockero de Johnny Thunders; toca sensacionalmente los sintetizadores y apoya en los coros una mujer, Melissa Reese…

Panorama desde la batería del estadio del Atlético de Madrid. Xavi Torrent

¿Y qué decir de Axl Rose? Que ya no puede llevar esos shorts apretadísimos, que su larga cabellera lacia ha desaparecido, que intenta su característico baile serpenteante aunque no es lo mismo y que ya no le apetece mostrar su torso desnudo como sí hace Anthony Kiedis con prácticamente la misma edad. Axl conserva de sus años juveniles el pañuelo colgado de la cintura. Pero ni tan mal: nos hemos acostumbrado a su cuerpo tosco y a su media melenita a lo Owen Wilson.

Se movió el vocalista con cierta agilidad, se subió a los monitores, corrió (un espectáculo ver su esprint en la última canción) y puso esa cara de loco con los ojos abiertos que solo sabe ofrecer él. Se empleó a fondo vocalmente porque las canciones de Guns N’ Roses son exigentes. Y no estuvo nada mal: no alcanza los tonos de su mejor época, pero soporta a buen nivel una treintena de canciones. Hay truquitos encaminados a su bienestar vocal. El técnico baja de vez en cuanto las guitarras para que el tono de Axl se escuche en plenitud. Va, minucias que no sé ni por qué comentamos aquí. Como cuando en ocasiones se iba el sonido de su micro. Porque lo más relevante es que Axl todavía conserva su capacidad para dominar el escenario.

Axl Rose y Slash, en un momento del concierto. Xavi Torrent

Lo de anoche fue todo una clase de pose rockera porque el atrezo de producción se puede calificar de pacato. Tres pantallas y listo. A Beyoncé le debe parecer un espectáculo visual de cartón piedra. Ni siquiera pasarela metida entre el público, algo que ya llevan bandas de versiones (y dicho sea en positivo hacia este colectivo en alza). Hasta el escenario se acorta para suprimir los extremos. Y lo mejor de todo es que no se echan de menos zarandajas escénicas.

Axl pudo descansar durante los solos de Slash y cuando McKagan cantó de maravilla T.V. Eye, de los Stooges. Cuando sonó el punteo de Slash para Sweet Child O’Mine resultó tan familiar que te daban ganas de abrazar a tu compañero de butaca. Esta canción es ya casi tan clásica como Smoke On The Water. Dio tiempo de sobra a ver pasar por nuestros ojos todos los clichés rockeros condensados en un mismo escenario: las baladas heavies (Don’t Cry, November Rain), los solos de guitarra, la mano en la entrepierna, las Gibson Les Paul doradas, las guitarras de doble mástil… Con tanto tiempo sobre el escenario nadie echó de menos su canción favorita: las tocaron casi todas. Fue gracioso ver a Axl gustándose como crooner en Wichita Lineman, del siempre reivindicable Jimmy Webb. En el capítulo de versiones también hicieron Down on the Farm, de los UK Subs, y las celebérrimas Live and Let Die, de los Wings de Paul McCartney, y una extensísima Knockin’ on Heaven’s Door, de Bob Dylan. Para el final, un enloquecedor Paradise City.

Todo el mundo enfiló el camino de vuelta feliz, agotadísimo y con el orgullo rockero para pasearlo por su barrio.


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