Los futuros

El capítulo final de ‘El mundo entonces’ cuenta qué futuros imaginaban los hombres y mujeres de 2022. Les preocupaba la deriva ambiental, política, económica: para la mayoría, el porvenir no era promesa sino amenaza

Un aparcamiento de Barcelona reconvertido en depósito de ataúdes durante la pandemia, en abril de 2020.Emilio Morenatti (AP)

En esos días el mundo salía de un período que entonces le pareció absolutamente excepcional: lapandemia global. Desde principios de 2020 hasta mediados de 2022, entre seis y quince millones de personas —en un mundo tan cuantificado, esas cifras resultaban sospechosamente imprecisas— habían muerto por la agresión de aquel virus que atacaba la respiración, originado, como casi todo, en una ciudad china (ver cap.7). La vida de contacto físico que entonces primaba se sumó a la proliferación de los transportes globales para lograr una gran velocidad de difusión: en pocos días no quedaba rinc...

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En esos días el mundo salía de un período que entonces le pareció absolutamente excepcional: lapandemia global. Desde principios de 2020 hasta mediados de 2022, entre seis y quince millones de personas —en un mundo tan cuantificado, esas cifras resultaban sospechosamente imprecisas— habían muerto por la agresión de aquel virus que atacaba la respiración, originado, como casi todo, en una ciudad china (ver cap.7). La vida de contacto físico que entonces primaba se sumó a la proliferación de los transportes globales para lograr una gran velocidad de difusión: en pocos días no quedaba rincón del mundo sin contagio. Pero lo que la técnica favoreció, la técnica domó: un desarrollo inusitadamente rápido —para la época— de varias vacunas consiguió limitar las víctimas y contener al fin la peste.

Ya hemos comentado algunos de sus efectos: la exposición de estructuras y mecanismos que muchos trataban de no ver, la fragilidad de ese mundo que parecía tan sólido, la desmaterialización de tantas actividades, la caída en la miseria de millones, la desigualdad extrema en el reparto de recursos sanitarios, lo global que se había vuelto el planeta, la importancia de los estados en ciertas circunstancias y su fracaso en muchas, ciertos cambios en las prioridades de los que podían definirlas, esas imágenes de millones de caras escondidas tras las máscaras, la conciencia de que la vida cotidiana tal como la habían vivido hasta entonces no era “natural” ni irreversible.



Y, quizá, sobre todo, la peste enfrentó a millones y millones de personas con la presencia siempre esquivada de la muerte (ver cap.7): les hizo imposible ignorar que estaba ahí, que siempre estaba ahí —y les mostró que, para evitarla, aceptarían hacer cosas que nunca habían imaginado. Sobrevivir fue entonces la consigna única: millones y millones hicieron lo que fuera para conseguirlo. Para sobrevivir soportaron que sus estados los obligaran a encerrarse, que sus trabajos se licuaran, que sus vidas cambiaran tan brutales. En esos meses las personas volvieron a ser lo que siempre fueron, eso que se manifestaba en los momentos más extremos: unidades mínimas de supervivencia, organismos intentando persistir. Fue el gran momento de los cuerpos: para cuidarlos, para preservarlos, millones los escamotearon, los extrajeron de sus lugares habituales, los aislaron y excluyeron, los trataron como un estorbo y un peligro. Un punto de inflexión: si el cuerpo era la amenaza, había que limitarla todo lo posible. Visto cuánto pesaban, los cuerpos empezaron a pesar cada vez menos. Ahora sabemos lo que resultó.

Una mujer entrega alimentos a otra sobre una valla que delimita dos zonas de Wuhan (China), en marzo de 2020.Stringer (Getty Images)

(Aunque los efectos de lapandemia siguieron una curva peculiar: en cuanto pareció acabarse, la mayoría de las sociedades hizo todo lo posible por volver sin más al estado anterior, pensar la peste como un paréntesis cerrado y recuperar todos sus modos, sus aciertos y errores. Fue, para muchos, una decepción. Pero, a mediano plazo, las consecuencias fueron apareciendo.)



Entre esos efectos que cobrarían relieve con el tiempo se destacó la evidencia —tenue, primero— de que el espantajo de la guerra o el terrorismo bacteriológicos se volvería parte de esas vidas. Otro, más inmediato y difundido, más intuitivo —y quizá contradictorio con el anterior—, fue la convicción de que la naturaleza tenía recursos para vengarse de los malos tratos humanos y reclamaría sus derechos con violencia. Si, ya antes de la peste, la amenaza ambiental era una de las preocupaciones principales en el MundoRico, después —ante esa supuesta prueba de la capacidad de revancha de lo natural— se volvió una obsesión.

(Obsesión es la palabra: historiadores y meteorólogos del momento llegaron a atribuir a variaciones en el clima —que nadie había registrado entonces— la Peste Negra de 1348 y la Revolución Francesa de 1789, entre otros muchos acontecimientos. O a “olvidar” episodios importantes: la historia, por ejemplo, de cómo, hacia el año 4.000 a.C, el sur de la Mesopotamia, sometido a un súbito aumento de la temperatura y escasez de lluvias, se secó. Por eso los granjeros que vivían de esas tierras pantanosas debieron dejarlas, migrar a las ciudades incipientes, desarrollarlas como nunca antes, formar grupos capaces de construir canales e irrigar los campos, crear la civilización que conocemos. Todo, porque el cambio climático los obligó a cambiar.

Nada muestra mejor el triunfo de una idea que ese momento en que la historia se reescribe para adaptarla a ella.)



El movimiento “ecologista” había empezado a ocupar cierto espacio social y cultural del MundoRico unas décadas antes: a partir de los años 1960. Entonces lo componían sobre todo grupos antisistema, cruza de hippismo y cierta izquierda, que reprochaban al capitalismo, entre otras cosas, su prepotencia para apropiarse y arruinar las creaciones de la Madre Naturaleza: modificarlas, aprovecharlas, ensuciarlas, desvirtuarlas. Aquellos ecologistas no solo se preocupaban por la supervivencia de bosques y de arroyos y la mugre generalizada y el riesgo de accidente de las centrales nucleares; también criticaban —y peleaban contra— la concentración de poder que producían esas centrales, donde un solo botón controlaba el suministro de energía de millones de personas. Su combate era, todavía, contra el sistema económico y sus mecanismos de poder.

Varios manifestantes en una protesta contra el cambio climático, en Roma (Italia) en marzo de 2023. Luca Bruno (AP)

Eso cambió en las décadas siguientes. A principios del siglo XXI el ecologismo se había convertido en un eje decisivo de los debates y las conductas en el MundoRico: había diluido su sesgo antisistema y anticapitalista y se había vuelto un dogma o una doxa, algo que nadie podía contradecir.



Hay discursos que se imponen tanto que terminan por no decir nada. Nadie está a favor de las enfermedades. Y en esos días, por supuesto, nadie podía decir sí, avancemos contra el medio ambiente. Con lo cual decir lo contrario terminó por no significar gran cosa. Lo proclamaban sin descanso las mismas empresas que lo destruían: les servía para mejorar su imagen. Eran variantes de un procedimiento que, entonces, llamaron “green washing”, lavado verde —porque el verde era el color que representaba el cuidado ecológico y, más en general, todo lo “sensible”. Si hay que representar esos años de algún modo, quizás el verde sea su símbolo: un color secundario, producto de la mezcla de otros dos, el más presente en la naturaleza, la adición más reciente a la simbología cromática política, el signo del islam y la esperanza, que se había transformado en un salvoconducto universal: si es verde, es bueno. Fueron, mirados desde lejos, años verdes; después madurarían.



Según la ciencia ecologista, el mecanismo central del deterioro era la polución causada por la humanidad: el uso desaforado de combustibles fósiles —carbón, sobre todo, y petróleo— lanzaba a la atmósfera tanto dióxido de carbono que esas partículas en suspensión retenían el calor de la Tierra y aumentaban su temperatura: era el famoso “efecto invernadero”. Científicos informaban que la progresión no era lineal: que, en 1650, la Tierra tenía unos 540 millones de habitantes y unas 280 moléculas de CO2 por millón de moléculas de aire (PPM) y que, en 2022, tenía 8.000 millones de habitantes y unas 420 PPM. O sea: que allí donde la población se había multiplicado por 15, la basura en al aire sólo se había multiplicado por 1,5. O sea: que éramos bastante malos produciendo CO2 o, por lo menos, éramos mucho mejores produciendo personas. Pero, más allá de comentarios de ocasión, la temperatura aumentaba. Y hubo quienes postularon que esa situación inauguraba una nueva era geológica que, en el año 2000, un químico holandés, Paul Crutzen, llamó “Antropoceno”.

El Antropoceno se consideró la primera era geológica causada por la acción del hombre; la definía el hecho de que las emisiones de gases estaban cambiando tanto la Tierra que correspondía pensar ese momento como una etapa nueva, cuyo inicio podía fecharse hacia fines del siglo XVIII, con la máquina de vapor y la revolución industrial. Y que su efecto central consistiría en aumentar entre dos y tres grados la temperatura media del planeta entre 2000 y 2100: el calentamiento global.

Que traería como consecuencia el tan mentado Cambio Climático. Esos aumentos, decían, producirían la licuación de hielos polares y el aumento de más de un metro del nivel medio de los mares —y el hundimiento de muchos sitios costeros—, la desertificación de grandes superficies agrícolas, la pérdida de espacios habitables que provocaría extinciones animales y vegetales importantes, migraciones humanas, hambrunas y revueltas.

Icebergs flotando cerca de la costa de Groenlandia, en mayo de 2021.NurPhoto (NurPhoto via Getty Images)

Tras un lapso de incredulidad y cuestionamientos, la idea se impuso: la “comunidad científica” le dio su visto bueno y casi nadie se atrevió a negar su realidad anunciada. Así, el Cambio Climático —la amenaza del cambio climático— se convirtió en uno de esos principios organizadores que relacionan y justifican casi todo: si llovía, si hacía frío, si hacía calor, si había migrantes, si los reprimían, si había hambre, si tal o cual, todo podía ser explicado por el Cambio Climático. Los hombres seguían adictos a eso que siempre los había fascinado: un Principio que lo explicara Todo. Y fue, por un tiempo, la forma de dar sentido al sinsentido, lógica al azar, posible solución a lo de siempre.



(El cambio climático fue el segundo apocalipsis de factura humana. Durante milenios, los hombres habían confiado a sus dioses la capacidad de acabar con los mundos que habían creado. Ya en el siglo XX, tan antropocéntrico, los hombres recuperaron esa función: hacia 1945 su dominio de la energía nuclear les permitió, por primera vez en la historia, la posibilidad real de destruir el planeta (ver cap.22). La decadencia por el dióxido de carbono fue la segunda tentativa —cuando nadie recordaba aquella máxima de Iago Amicus que afirmaba que “los apocalipsis, como los viruses, saben que no pueden buscar la destrucción completa de su víctima: si lo lograran, perderían su sustento y desaparecerían”.)



Más allá del desarrollo posterior que tan bien conocemos, ya entonces el temor ambiental se impuso. Era una amenaza cierta, pero se difundió en un mundo que sufría amenazas tanto más urgentes y brutales: mil millones de personas que no comían suficiente, sin ir más lejos (ver cap.8). Es posible que debiera su preferencia a un rasgo que lo distinguía de las demás preocupaciones posibles: no era humanitario. Es decir: no se ocupaba, por compasión o culpa o generosidad, del malestar de otros. Allí donde los pobres, los hambrientos, los despreciados, los reprimidos solían ser ajenos y lejanos, “otros”, la amenaza ecológica amenazaba a todos, a “nosotros”. Un mundo poluido era un peligro para “nuestras vidas, nuestros hijos, nuestro legado” —y había que solucionarlo. En esos años la activista más exhibida contra el cambio climático era una adolescente sueca que insistía mucho en que el mundo que los mayores estaban arruinando era el suyo, el de ella y su generación. “Nos están arruinando nuestro futuro”, decía —y millones asentían cariacontecidos.

(Sus discursos —y la mayoría— se centraban en que era urgente “salvar al planeta”. La falacia parecía evidente pero no solía señalarse. El planeta no estaba en riesgo: lo estaba nuestra capacidad de vivir en él. El planeta Tierra ha pasado por todo tipo de cambios en sus 4.000 millones de años y aquí sigue, espléndido, cambiante. Glaciaciones brutales, calentamientos súbitos, continentes nuevos, océanos nuevos, explosiones, meteoritos, lo que se nos ocurra, y aquí está. Sí era probable que un planeta con cinco grados más de media fuese mucho más hostil para la vida humana. Pero la consigna omnipresente de “salvar al planeta” era otro equívoco intencionado, de los que tanto abundaban en la política de aquellos tiempos. Y era bueno, pegadizo: simulaba altruismo cuando era puro egoísmo. La verdad, si acaso, era: “Salvemos nuestro uso del planeta”. Pero ese habría sido un lema mucho menos contagioso, sin ninguna máscara de generosidad.)



En esos días la cuestión ecológica se volvió el centro de innúmeros discursos: ya ningún político —de “izquierda”, de “derecha”, de “centro levemente desplazado”, de “centroizquierda suave”— podía candidatearse para presidente de un país o alcalde de un pueblito sin explicar cómo la enfrentaría. Las iglesias y demás corporaciones mostraban su preocupación e implicación en esos temas, los vendedores de todas las cosas entendieron que las venderían mucho más si las presentaban como “orgánicas” o “naturales” o “eco”, los manipuladores de todo tipo convencían a otros de hacer lo que querían con el argumento irrefutable de cuidar el medioambiente. Más green washing.

“La justa lucha contra el cambio climático ha conseguido ese status de causa noble que ya nadie puede cuestionar —o casi nadie”, escribió en esos días un autor levemente anónimo. “El cambio climático, ahora, es como el cáncer: ¿quién va a decir que está a favor? ¿Quién va a decir qué bueno que la Tierra se degrade? Siempre desconfié de esas causas incuestionables, que no dejan la posibilidad del desacuerdo. Son —suelen ser— el modo en que ciertos sectores con poder le hacen creer al resto que sus problemas son los suyos; son —suelen ser— la más burda y eficiente de las trampas”.

Aquel crítico acordaba, aparentemente, con esa corriente que definía a la ecología como “la forma más prestigiosa del conservadurismo. La forma más actual, más activa, más juvenil, más poderosa del conservadurismo. O, sintetizado: el conservadurismo cool, el conservadurismo progre, el conservadurismo moderno. Es, en sentido estricto, un esfuerzo por conservar —los bosques, los ríos y montañas, los pájaros, las plantas, la pureza del aire— y eso, tras tantos años de suponer que lo bueno era el cambio, debe ser muy tranquilizador. Fantástico haber encontrado una forma de participación que no suponga riesgos, beneficie directamente a cada quien y proponga la conservación de lo conocido. Fantástico poder sentir que uno está haciendo algo por el mundo, defendiendo al mundo de los malos, tratando de que sólo cambie lo necesario para que nada cambie. Fantástico que lleve incluso cierto tinte de insatisfacción con la forma en que el mundo funciona —capitalismo despiadado, grandes corporaciones—, tan ligero que puede ser compartido por los capitalistas despiadados, por las grandes corporaciones. Fantástico haber dado con una causa común, tan aparentemente noble, tan indiscutible —en el sentido estricto de la palabra indiscutible—, tan unificadora que pueda ser enarbolada por una joven nigeriana que cocina con leña o el rey de Inglaterra o mi tía Púpele o la banca Morgan”.

Y que, además, desalentaba a grandes sectores: ciertas encuestas de la época, tomadas en varios países, muestran que casi la mitad de los más jóvenes creía que no tenía ningún futuro porque la humanidad estaba condenada. Así, la conciencia climática no era una base para la acción sino para la desesperanza.



La amenaza ambiental era, lo sabemos, bien real. Lo que no tenía sentido, si acaso, o suficiente desarrollo eran las formas de encararla y de frenarla.



Y conseguía, en esos días, otra meta: convencer a tantos de que tenían la culpa. Es cierto que, de algún modo, todos eran culpables: lo que importaba era ver en qué medida lo era cada uno. Entonces, como casi siempre —un poco más claro que casi siempre—, la generalización de la culpa suponía la disolución de la culpa, un caso de estadística: aquello de que si un hombre mataba dos pollos y otro hombre no mataba ningún pollo, las estadísticas dirían que cada hombre había matado un pollo.

Porque estaba claro que la contribución al calentamiento global era tan desigual como el resto de los factores de aquel mundo. En esos días el uno por ciento más rico de la población mundial —unos 80 millones de personas— producía más gases de efecto invernadero que los 4.000 millones que formaban la mitad más pobre.

Vehículos circulando en una autovía de Dallas (Texas, Estados Unidos), en mayo de 2018.Joe Sohm (Universal Images Group / /VISIONS OF AMERICA / Getty)

El estado norteamericano de Texas, por ejemplo, con 30 millones de habitantes, lanzaba la misma cantidad de dióxido de carbono que todo el África negra y sus 1.200 millones: cada texano contaminaba 40 veces más que un africano. Y la China, apresurada por recuperar el terreno perdido, lanzaba tsunamis de dióxido a la atmósfera: de las 25 ciudades del mundo que más contaminaban con CO2, 23 estaban en su territorio. Los países desarrollados occidentales ya habían hecho su desarrollo sucio y podían darse el lujo de cuidarse un poco más. Aún así, los Estados Unidos todavía producían el 14 por ciento de las emisiones mundiales: casi 6.000 millones de toneladas de dióxido de carbono al año. Australia, entonces, producía 16 toneladas por persona y por año; Brasil 1,76 toneladas; Níger, 0,1. Las diferencias eran extraordinarias.

Pero la culpa —nos decían— era de la humanidad.



Esa difuminación de la culpa producía todo tipo de efectos, muchos paradojales: ese ejemplo curioso en que muchos gobiernos municipales de la llamada “izquierda”, preocupados por la polución en sus ciudades, empezaran a prohibir la circulación de los coches más viejos, que contaminaban mucho más (ver cap.17). O sea: que solo los ricos que tenían coches nuevos caros, eléctricos o híbridos, podían acceder a los centros urbanos —y todo en nombre de la humanidad y salvar al planeta y las políticas de redistribución.

O que los países ricos que llenaban la atmósfera de gases porque sus fábricas producían y ganaban mucho y sus ciudadanos consumían sin parar, pagaran a los países pobres que gaseaban tanto menos unos “bonos de carbono”, primas para que esos pobres mantuvieran sus selvas y llanuras —que no producían nada pero compensaban lo que arruinaban los que sí. O sea: que los pobres siguieran siendo pobres manteniendo su naturaleza improductiva para que los ricos pudieran ser más ricos produciendo más. O, de la misma manera, les pagaran para que recibieran los millones de toneladas de basura pesada —metales, vidrios, ordenadores, minerales varios— que esos ricos no querían tirar en sus propios territorios para no arruinarles la vista y el olor.



El Antropoceno, dirían poco después, debería haberse llamado Capitalceno.



La amenaza climática era una metáfora perfecta del funcionamiento del poder: millones, miles de millones podían estar preocupados por el problema, interesados en su solución, pero no tenían forma de conseguirlo porque todas las medidas posibles debían ser decididas y concretadas por gobiernos y organizaciones internacionales que no les hacían caso.

Un pantano seco en Vilanova de Sau, en abril de 2023.Anadolu Agency / Getty Images

Porque ya entonces parecía claro que la forma de reducir en serio las emisiones de gases invernadero y llevarlas al punto en que ya no se considerarían peligrosas consistía en cambiar radicalmente las formas de vida y producción de los países ricos, primero, y de todos los demás en consecuencia. Empezaban a aparecer las voces que insistían en que si el mundo volvía a una economía de provisión de las necesidades básicas y dejaba de lado el resto —todo lo que conformaba su sistema económico globalizado, todo ese despilfarro de cosas inútiles, consumos innecesarios, avidez sin sentidos (ver cap.13)—, el calentamiento global dejaría de ser una amenaza. La idea, en síntesis, de volver a lo útil y lo frugal, desechar la acumulación y centrarse en el disfrute de esas pocas cosas que realmente producen la felicidad de una vida sencilla.

Ya conocemos los resultados de esa prédica.

* * *

Valía la pena detenerse en la preocupación ambiental porque representa la forma más habitual de representarse el futuro en esos días: como amenaza.

Algunos escritos de la época ya empezaban a debatir esa idea. Decían que hubo, a lo largo de la historia, etapas en que cada sociedad fue capaz de imaginar un futuro que quería construir —y de pelear para hacerlo— y otras etapas en que, logrado o agotado o malversado ese proyecto de futuro, aún no conseguía imaginar el siguiente. Es esa alternancia triste y radical entre épocas que viven el futuro como promesa y épocas que lo viven como amenaza.

La que nos ocupa era, sin duda, una de las segundas. Y la amenaza ambiental no era la única. Las personas entonces temían posibles guerras —en medio del período más pacífico que la humanidad hubiera conocido. Temían la explosión demográfica y su aumento del gasto de recursos naturales —cuando estaba claro que los que desperdiciaban la mayoría de los recursos del planeta eran esos ricos que lo dominaban y que se reproducían mucho menos que los pobres. Temían, con más lógica, el devenir político: el avance chino parecía abrir una era dura —aunque el siglo norteamericano no había sido un paseo. Pero una dictadura de partido único, gran control social, represión y censura sin pudores, desigualdades cada vez mayores, había demostrado su eficacia y pasado, en medio siglo, de la peor hambruna al mejor éxito económico. Por eso muchos, entonces, sospecharon que diversas sociedades intentarían reproducir el modelo y ponerlo en marcha en sus países. Ya sabemos lo que sucedió.



Mientras tanto, aquellas sociedades sí imaginaban una forma de futuro: pensaban en la técnica. Suponían los aparatos y pro-gramas y máquinas que seguirían inventando, que influirían de maneras difíciles de predecir en las vidas de los hombres: que las mejorarían en muchos aspectos. Pero incluso allí la amenaza seguía siendo el modo principal: arreciaba, como ya hemos visto, la sensación de que las máquinas dejarían sin trabajo a tantas personas (ver cap.15) y, sobre todo, que ciertos avances —la “inteligencia artificial”, la “singularidad” (ver cap.19)— los avasallarían y les impondrían su poder.

Era otra constante de la historia: tantos se habían sentido amenazados por la imprenta de tipos móviles de Gutenberg o las primeras vacunas de Jenner o el aeroplano de los hermanos Wright. Y, de todos modos, la imaginación de un futuro técnico era otro privilegio del MundoRico. En el Pobre el futuro era algo aún más impreciso, pensado —en el mejor de los casos— como un presente con un poquito más de lo más necesario. O impensable: uno de los efectos más brutales de la miseria consistía en reducir el horizonte del deseo, impedir que sus víctimas pudieran siquiera imaginar un mañana mejor.



La Tercera Década era, como suele decirse, un tiempo sin futuro.



El mundo entonces se sentía desfallecer. Y aquellas personas se sentían, como todas en todas las épocas, una culminación. No hay sociedad que no se piense como lo que es: el momento histórico más avanzado que la humanidad ha conocido. No hay sociedad que se piense como lo que es: un paso más en ese camino continuado que llamamos historia. Ellos, como todos los demás, no creían en la historia. Sufrían de ese mal tan común de suponer que su época sería distinta de todas las demás: que sería el momento en que todo se arruinaría de una vez por todas. No pensaban —no querían pensar— que el mundo y sus sucesivos habitantes viven en el tiempo, en un proceso de cambio constante; creían, por un lado, que nada iba a cambiar realmente y, al mismo tiempo, que todo iba a cambiar tanto que se desplomaría por completo.

Y sufrían esa ilusión que tantas sociedades han sufrido: suponer que su forma de organización es inmutable. Lo único claro que la historia enseña es que ninguna lo es —pero todas, en algún momento, se lo creen. Así, la enorme mayoría de los hombres y mujeres de esos tiempos no podían siquiera imaginar una reforma radical del sistema en que vivían. Como decían entonces: les resultaba más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.



(Tantos hombres y mujeres no querían recordar que todo siempre cambia porque —por definición y por fortuna— los hombres y las mujeres siempre creen que podrían estar mejor que lo que están, y buscan las maneras. Pero pensar que todo siempre cambia y el tiempo nunca se detiene obliga a pensar en mundos donde uno —cada individuo— no va a estar.)



Eran, queda dicho, como todos, tiempos complicados. Que mostraban, entre otras cosas, que cuando no hay una idea fuerte para pensar futuros, cuando no hay un proyecto que pueda ser común, lo que ocupa el espacio son esas lealtades religiosas, étnicas, genéricas que no necesitan proyecto porque son en sí mismas, por sí mismas. Para funcionar, esas movidas esencialistas, excluyentes, deben rechazar la mezcla, buscar raras purezas, encontrar definiciones basadas en la “identidad”: no importa quién quieres ser sino quién eres.

Fue, ya lo hemos visto, época de luchas de las identidades: géneros, orígenes, razas, religiones. Sectores que quisieron —y consiguieron, a menudo— asentar sus derechos, ser plenamente quienes eran. Confirmarse, no construirse: ser, instalarse en esa ontología.

Lo cual comparte un rasgo fuerte con la ecología: no es “humanitario” en el sentido de que no se ocupaba, por compasión o culpa o generosidad, del malestar de otros. Los movimientos identitarios se ocupaban del propio colectivo, de sí mismos. No eran jóvenes peleando por los relegados y los maltratados y los oprimidos de sus sociedades; eran jóvenes reclamando su propio derecho —incuestionable— a manejar sus cuerpos, a elegir sus géneros, a conservar y potenciar sus culturas, a vivir mejor.



(Quizá lo que termine de definir a una época sea su idea de la felicidad: qué significa, en cada momento, ser feliz. Aquellos tiempos habían sido muy eficientes en la construcción de su felicidad: los habitantes de los países más ricos y seguros se sentían más felices. Y se aceptaba que “la felicidad” podía basarse en la salud personal —propia y de los más cercanos—, un cierto quantum de afecto —que variaba según edades y culturas—, la práctica de un trabajo satisfactorio y bien pagado y la comodidad material conformada por una buena alimentación, una casa, sus máquinas, si acaso algun vehículo. La idea de la felicidad —una noción de la que cada vez se hablaba más— no incluía instancias o deseos colectivos, comunes: era una búsqueda individual, la concreción de una serie de necesidades personales. Eso era, quizá, el retrato más preciso de esos años verdes.)



Es cierto, pese a todo, que había quienes trataban de imaginar futuros diferentes. Pero estaban disgregados, divididos: todavía no habían conseguido recorrer ese largo camino necesario para que un conjunto diverso y disperso de imaginaciones y deseos se constituya en un cuerpo coherente, cristalice en una idea que muchos decidan sostener.

No era fácil: nunca lo fue. En esos días había, como en tantos momentos de la historia, personas que se preocupaban por los destinos y futuros de todos y muchísimas que se preocupaban por sus propios destinos y futuros: por vivir su vida “lo mejor posible”. El miedo contribuía: un discurso muy difundido repetía —en todo tipo de países— que los jóvenes iban a vivir “tanto peor que sus padres”, para decir que carecerían de ciertas facilidades materiales. Ese eslogan era la mejor forma de desanimarlos, de empujarlos al sálvese quien pueda, de convencerlos de contentarse con cositas. A ver si por lo menos me puedo conseguir algún empleo, decían, porque va a ser muy difícil tener uno seguro como mi papá.

Así, el problema principal del cambio social parecía ser que no había tanta gente que lo quisiera. Querían tener un poco más, vivir “mejor”, pero no creían que para eso hubiera que conseguir nuevas estructuras sino un buen trabajo. Eran, aparentemente, la mayoría, y eso, por supuesto, desesperaba a los que trataban de imaginar sociedades colectivamente mejores. Es difícil, cuando alguien se ha pasado la vida pensando en los destinos de la humanidad, aceptar que la mayor parte de la humanidad piensa en su propio destino. Era —y es— difícil y molesto y desalentador y todas esas cosas.

Porque lo más difícil siempre fue imaginar salvaciones comunes. La salvación individual no requiere mucha imaginación: su formato viene dado por default, se aprende sin saber que se lo aprende. La gran mayoría funcionaba según ese modelo individual: se había convencido de que lo que necesitaba era comida, casa, un buen trabajo, una buena pareja, unos hijos si acaso, algún rato de esparcimiento, quizás un coche o incluso, si se podía, vacaciones; buena salud, pocas preocupaciones, políticos que no jodieran demasiado. Primaba aquella idea tan central del “éxito”. El éxito es lo contrario del futuro: hacer mejor que otros lo que todos hacen, repetir el pasado confirmado.

Era el éxito de la ideología del éxito: la idea de conseguir más de lo que fuera que tuvieras. El éxito es la cristalización del individualismo: cada individuo peleando por su lado para mejorar su posición. En cambio la salvación colectiva es una construcción compleja y confusa, llena de rasgos y premisas que no van de suyo. Un proyecto social es encontrar algo distinto para hacer —y muchas veces no supone un “éxito”, porque el mundo todavía no está preparado para apreciarlo y llevarlo adelante.



¿Cómo se sabe cuándo sí lo está?

Después, siempre después. Lo cual no significa que no haya que buscarlo. Para saber si estaba preparado, haberlo intentado es condición indispensable.

Sabiendo, por supuesto, que a menudo no está.



Así que eran tiempos ambiguos, como suelen serlo los que no imaginan su futuro. Ahora es más fácil hacer sentido con todo aquello; entonces, nadie sabía qué significaba, hacia dónde llevaba ese camino a esos pobres caminantes. Ahora, cuando casi todos están muertos, sabemos dónde iban.

Y entendemos que ya en esos días muchos hombres y mujeres, aquí y allá, empezaban a pensar formas de resolver el problema del poder: que la política ya no fuera la pelea de algunos por conseguirlo sino la búsqueda de formas de organizarse para vivir mejor sin necesidad de líderes o jefes, y que la democracia no consistiera en entregarse a esos patrones sino en trabajar juntos hacia metas comunes. Y otros pensaban cuánto trabajo sería necesario si se repartían mejor los ingresos que tanta tecnología muy nueva producía. Y otros, en las mejores formas de distribuir lo que hubiera para que nadie tuviera demasiado y todos lo que necesitaran. Y otros, en cuál sería la mejor forma de crear comunidades que no dependieran de razas o dioses o banderas. Y así, hasta que al fin pudieron converger y producir este mundo raro, imperfecto, intolerable, siempre maravilloso en que vivimos.

El mundo entonces

Una historia del presente

MARTÍN CAPARRÓS

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