Sánchez Dragó, personaje
Al calor del éxito fenomenal de su libro ‘Gárgoris y Habidis’, el escritor protagonizó a principios de los ochenta otro triunfo: el de llevar la literatura a la televisión
Venía del antifranquismo estudiantil de febrero de 1956. Fue encarcelado entonces, como Javier Pradera, Enrique Múgica, Gabriel Elorriaga, Ramón Tamames y otros, es decir, como muchos de los que accionarían las palancas de la Transición antes y después de 1975. Pero Fernando Sánchez Dragó prefirió el ámbito menos electrizado de la historia y la cultura y maniobró en la cámara oscura de los mitos nacionales para escribir, a finales de los sete...
Venía del antifranquismo estudiantil de febrero de 1956. Fue encarcelado entonces, como Javier Pradera, Enrique Múgica, Gabriel Elorriaga, Ramón Tamames y otros, es decir, como muchos de los que accionarían las palancas de la Transición antes y después de 1975. Pero Fernando Sánchez Dragó prefirió el ámbito menos electrizado de la historia y la cultura y maniobró en la cámara oscura de los mitos nacionales para escribir, a finales de los setenta, incontinente y fantasioso, los cuatro tomos de Gárgoris y Habidis (1979).
Aquella Historia mágica de España arrasó, se vendió a mansalva, se leyó y comentó, cosechó premios y habría de servir como repositorio del pensamiento reaccionario patrio. Todavía al calor de aquel éxito fenomenal, Sánchez Dragó protagonizó otro triunfo, el de llevar la literatura a la televisión en 1982 con un programa, Biblioteca nacional, que acompañó la emergencia de nuevos escritores como Jesús Ferrero (aún recuerdo su mofa de Bélver Yin en presencia del autor y del crítico Rafael Conte que lo defendía). A pesar de su personalismo histriónico, el programa, que relevaba de algún modo a Encuentros con las letras, funcionó muy bien y todavía resuena en la memoria catódica aquel “todo está en los libros” de la canción que sonaba en la sintonía —escrita por Jesús Munárriz a toda prisa y musicada por Luis Eduardo Aute— y que Dragó recuperaría en otro programa literario, quince años después, Negro sobre blanco, más duradero (desde 1997 hasta 2004), que ya no sería lo mismo.
Pilarista como Aznar o Rubalcaba, filólogo (se doctoró con una tesis sobre Valle-Inclán) y periodista galardonado, descubrió en los años sesenta la espiritualidad oriental (el hinduismo, el budismo, el taoísmo…) y la sumó al conjunto de creencias esotéricas a través de las que contemplaba el pasado y el presente entre altivo y provocador, entre displicente y sarcástico, como estando siempre en el secreto, en cualquier secreto. Construyó más un personaje que una obra, a pesar de que publicó muchos, muchísimos libros. Y no se fabricó un personaje simple o unidimensional. Fue tan refractario a la razón ilustrada como a la moral cristiana, aunó al lector apasionado con el polemista vitriólico y resabiado, al anarquista enemigo del Estado con una suerte de castizo a contrapelo, al macho ibérico fáustico con el espiritualista delicuescente. En el mundo mágico y hermético que creó y creyó se entrecruzaban los arquetipos de Jung, el orientalismo de Hermann Hesse (su novela predilecta fue El juego de los abalorios) y todo tipo de doctrinas mistéricas, pero finalmente fue el mundo corriente y moliente de la política del día el que le tentó como último envite. Ahora, tras el mutis del personaje, quizá podremos apreciar, sin su interposición, la magnitud de la obra que deja.