Al Valle de los Reyes en bici para una cita con Tutankamón
Recorrer en dos ruedas la zona de las necrópolis tebanas de Luxor permite una relación especial con los monumentos, el paisaje y la gente
He llegado tres meses tarde a la tumba de Tutankamón para el aniversario del descubrimiento, pero al menos lo he hecho en bicicleta. El centenario del hallazgo de la sepultura en el Valle de los Reyes (Luxor), un hito de la egiptología y de la arqueología toda, se cumplió el pasado 4 de noviembre, aunque la importancia de la fecha (que es la de cuando los trabajadores descubrieron el primero de los 16 escalones de piedra que descendían al sepulcro) resulta relativa si se tiene en cuenta que la excavación, el estudio y el vaciado del pequeño recinto atiborrado de tesoros requirieron cerca de di...
He llegado tres meses tarde a la tumba de Tutankamón para el aniversario del descubrimiento, pero al menos lo he hecho en bicicleta. El centenario del hallazgo de la sepultura en el Valle de los Reyes (Luxor), un hito de la egiptología y de la arqueología toda, se cumplió el pasado 4 de noviembre, aunque la importancia de la fecha (que es la de cuando los trabajadores descubrieron el primero de los 16 escalones de piedra que descendían al sepulcro) resulta relativa si se tiene en cuenta que la excavación, el estudio y el vaciado del pequeño recinto atiborrado de tesoros requirieron cerca de diez años, con muchos momentos culminantes. En realidad, la gran fecha podría considerarse la del día 26 de noviembre de 1922, cuando Carter hizo un agujero en la pared sellada de acceso a la tumba metió una vela y en respuesta a la pregunta de Lord Carnarvon a su espalda de si veía algo respondió (más o menos) aquello de “sí, cosas maravillosas”. O quizá el 16 de febrero de 1923, cuando se desmanteló la puerta de la cámara funeraria y se reveló oficialmente que los saqueadores antiguos no habían llegado hasta el cuerpo de Tutankamón. O el levantamiento de la tapa del sarcófago de piedra el 12 de febrero de 1924 (los presentes emitieron un grito ahogado al desvelarse dentro la cabeza del dorado ataúd exterior antropomorfo). O la autopsia de la momia, el 11 de noviembre de 1925. El último objeto del ajuar amontonado para el faraón no se retiró de la tumba hasta noviembre de 1930 y no fue hasta febrero de 1932 que el lote final de piezas, que se seguían restaurando en la vecina tumba de Seti II, fue enviado a El Cairo.
Vamos, que llegar con dos meses de retraso tampoco es muy grave y menos si lo haces como yo en bici, con la emoción tan intacta como si el descubrimiento hubiera sido ayer y arribaras al Valle de los Reyes en pollino y con un telegrama arrugado en la mano. De natural cauteloso, la verdad es que no me hubiera imaginado nunca a mí mismo yendo al gran lugar de enterramiento de los faraones, donde he vivido algún intenso momento fóbico (un golpe de calor dentro de la atestada tumba de Tutmosis III), pedaleando en solitario por los sobrecogedores parajes que llevan hasta allí.
Desembarqué la noche anterior en el hotelito New Memnon de Luxor, junto a los colosos de Memnon, en el West Bank, la zona de las necrópolis y los templos funerarios, agotado tras una escala de locos en El Cairo que me obligó a correr por los pasillos del aeropuerto como si fuera el fantasma de Belfegor. Haber llegado, un desayuno copioso y la excitación propia del lugar me incitaron a lanzarme la mañana siguiente a la aventura y el dueño del New Memnon, Sayed Farag El Nobe, se apresuró (es un decir) a conseguirme una vapuleada bicicleta de alquiler Galaxy roja que llegó al rato asombrosamente cruzada sobre el manillar de una moto. Sayed me señaló un atajo para ir hasta las excavaciones del Proyecto Djehuty en Dra Abu el-Naga (objetivo oficial de mi viaje). El camino discurría por en medio de los campos flanqueados de palmeras que bordean el desierto en un ambiente digno de la expedición de socorro a Gordon Pachá en Jartum. Me persiguieron varios perros asilvestrados, me adelantó un campesino con galabiya y turbante a lomos de un borrico y observé dos martines pescadores píos.
En las excavaciones se me unió el escritor y “egiptoloco”, como se describe él mismo, Nacho Ares, a la sazón también en bici (incluso peor que la mía, a la que no le funcionaban las marchas) y decidimos ir juntos a la casa de Howard Carter, a tiro de piedra de Dra Abu el-Naga. Nacho es un viejo amigo y la persona ideal para pasear por Egipto porque conoce a mucha gente, regatea como nadie y siempre te presta unas libras egipcias a buen cambio cuando andas apurado; además, los chacales le pillarían a él antes. Componiendo una pareja de tanta solera como Carter y Carnarvon (Nacho de mecenas) nos dispersamos, cada uno a sus fetichismos, para visitar la casa-museo, que ha sido remozada con motivo del centenario del hallazgo de la tumba de Tutankamón. Encontré que desde mi última visita la vivienda del descubridor había mejorado, aunque eché a faltar la recreación virtual de Carter que te recibía antes y que te hablaba de Zahi Hawass. Han cambiado el disco puesto en el gramófono, que ahora es El aprendiz de brujo, de Dukas. Se exhiben cosas muy emocionantes, como una carta de agosto de 1923 dirigida a Carter por su capataz Ahmed Grigar, interesándose por su salud (hay también en la casa una sección que recuerda a los trabajadores egipcios de las excavaciones, un detalle muy de moda); una foto de niño del descubridor, viejas maletas con etiquetas de hoteles desaparecidos, o reproducciones de acuarelas de Carter y de pinturas de su padre. Como atracción turística, la casa-museo no parece tirar mucho, pues en todo el rato que estuvimos sólo apareció otro visitante, un alto funcionario del servicio de antigüedades tocado con un sombrero a lo Hawass y que se hizo un selfie en la silla de Carter ante su escritorio.
En la despensa, con comestibles de la época, quinina y un sifón, había una interesante botella de oporto Kopke de 50 años. Podían haber puesto una de la edición especial dorada de la ginebra Highclere Castle (99 euros) que se ha embotellado en el castillo de Carnarvon con motivo del aniversario del hallazgo de la tumba. Me pareció muy esforzada la reconstrucción que se ha hecho del lavabo de la casa, sumamente espartano. En vez de papel higiénico se ha colocado, con loable sentido de la exactitud histórica, un taco de hojas de calendario correspondiente al año 1928 junto al retrete, y ante este se ha dispuesto a modo de barrera un toallero, no vaya nadie a querer identificarse con Carter hasta ese punto. Con todo, lo que más me emocionó fue ver la jaula vacía que se ha colgado en una habitación y que con un agujero entre los barrotes remite, claro, al famoso episodio de la cobra que se merendó al canario de Carter, algo que fue visto como un signo favorable o desfavorable según quién lo interpretara (el canario lo interpretó muy desfavorablemente). Hablando de leyendas y maldiciones, hay que señalar el detalle de haber dejado un equipo de afeitado sobre el lavamanos, por si alguien quiere emular a Carnarvon.
Mientras Nacho partía para otros quehaceres egiptológicos a fin de surtir su popular podcast Dentro de la pirámide, yo apreté los dientes, me dije “allá vamos, Tut”, y tomé la King Valley Road que tras pasar el amedrentador check point militar se mete en el desierto, zigzaguea entre altos riscos y desemboca en el Valle de los Reyes. En coche son cinco minutos, pero en bici, si vas solo y tienes mucha imaginación, resulta un trayecto muy emocionante (de unos veinte minutos, siempre y cuando no se te salga la cadena o te pares a observar una collalba negra de Brehm o un escorpión). Al cabo te estás metiendo en una de las zonas más sagradas y prohibidas del Antiguo Egipto. En el Imperio Nuevo te empalaban si te pillaban por ahí. Pedaleé tragando saliva y notando perturbadoramente el sillín mientras las montañas devolvían el eco de los chirridos de mi bici y mis jadeos (la carretera va haciendo una progresiva subida). Son algo menos de tres kilómetros y medio y no presentan en realidad ninguna dificultad si no hace calor, pero si te dejas empapar por la sensación que produce el imponente paisaje impresiona mucho. Al poco ya me sentía como el Sinuhé de Mika Waltari bajo el peso de las momias de sus padres cuando los llevó a enterrar clandestinamente en el valle. Oí que me silbaban y pensé que serían los medjay, los soldados de élite del faraón mirándome el trasero, pero eran unos policías que me adelantaron en coche tras lanzarme ojeadas reprobatorias (los ciclistas solitarios deben ser un quebradero de cabeza si estás obsesionado con la seguridad y el control de los turistas). Un taxi destartalado que regresaba en sentido contrario soltó unos bocinazos de ánimo. La ruta discurre serpenteante y tras un recodo te encuentras de golpe con el aparcamiento y las taquillas, una visión que desconcierta porque llegas embebido del paisaje y pensando que vas a ir a dar con la procesión funeraria de Tutankamón portando la momia en trineo sobre la arena. Aparqué la bici, saqué los tickets en la ventanilla y tomé uno de los trencitos que van y vienen a la necrópolis.
Me fui directo a la pequeña tumba de Tutankamón con la sensación de urgencia de quien llega tarde (30 siglos, cien años y tres meses). Bajé el tramo de 16 escalones, atravesé el corredor descendente y accedí a la antecámara para casi darme de bruces con una mujer que agitaba vehementemente un sistro como si fuera una reencarnación enloquecida de una sacerdotisa de Hathor. Me enteré luego por el arredrado vigilante de la tumba de que la visitante, una estadounidense majara, trataba de “purificar” la tumba de malas influencias, un ejemplo más de la “atracción fatal”, como decía Carter que la tumba de Tutankamón ejerce sobre algunas personas. Una vez se marchó pude observar el recinto a mis anchas (la mayor parte del tiempo estuve solo) y ejecutar mis propios y más discretos rituales de aniversario, consistentes en leer unos párrafos del relato canónico de Howard Carter del descubrimiento. Lo hice con mi viejo ejemplar de La tumba de Tutankamón que tengo dedicado, a falta de por Carter, por (quién si no) Zahi Hawass. Me coloqué en el umbral de la antecámara, imaginé la pared sellada ante mí, el agujero, la mirada a través de los siglos… “animales extraños, estatuas y oro, por todas partes el brillo del oro”.
Desde el punto de vista periodístico he de señalar que no hay en la tumba huella o información alguna del centenario. Todo está igual. No es que uno esperara una foto de la momia soplando velitas con el biznieto de Lord Carnarvon, que estuvo de visita, pero sí algún recordatorio del aniversario del hallazgo (como el entrañable sobre con copias de viejas fotografías que te venden en Gaddis, junto al Winter Palace). Tampoco hay, por cierto, ninguna mención a la teoría de las cámaras secretas que tan revuelto tiene al personal. Así que lo que queda es contemplar con piedad al ennegrecido Tut en su urna climatizada (“cayeron los últimos fragmentos de tejido desintegrado, revelando una cara serena y plácida, la de un joven”), y en el otro lado de la tumba mirar muy fijamente la pared norte a ver si consigues dilucidar bajo las pinturas los supuestos indicios de que hay algo detrás (¿quizá puertas que no llegaron a acabarse?).
Me marché tras un buen rato, embargado de una sensación muy especial (“la familiaridad no puede disipar por completo la atmósfera de misterio ni el sentimiento de las fuerzas que yacen en la tumba, desaparecidas pero de algún modo presentes”). Fuera recogí un poco de arena y más prosaicamente me comí un plátano del desayuno que llevaba en la mochila junto al nuevo libro de Joyce Tyldesley (Tutankamón, faraón, icono, enigma, Ático de los libros, 2023) que, proponiendo un nuevo paradigma, reivindica a Tut como un soberano competente y lleno de ambiciones, alguien muy distinto del débil, enfermizo y discapacitado niño-rey huérfano de Amarna que nos han vendido hasta ahora. Y de repente ya estaba otra vez pedaleando. El sol se había puesto sobre los acantilados de la necrópolis que se teñía de un dorado majestuoso. Erguido en el sillín, lanzado a tumba abierta en el camino de vuelta (de bajada), revitalizado, era fácil sentirse como el faraón en su carro, cazando avestruces o hititas, “pleno de juventud, su fuerza como la de Montu, su corazón vigoroso, perfecto de aspecto”, el eterno Egipto bajo tus ruedas. Y mañana, inshallah, en bici al Ramesseum.