La luz de Vermeer inunda Ámsterdam en la exposición de la temporada en Europa
El Rijksmuseum presenta por primera vez juntos 28 cuadros del maestro holandés del Siglo de Oro en una gran muestra con obras cedidas por museos y colecciones privadas internacionales, que invitan al espectador a formar parte de un universo íntimo pintado con realismo
Los cuadros Vista de Delft y La callecita, los dos únicos óleos con exteriores del pintor holandés Johannes Vermeer (1632-1675), reciben al visitante en la mayor retrospectiva organizada hasta la fecha por el Rijksmuseum, de Ámsterdam, el museo nacional de arte e historia d...
Los cuadros Vista de Delft y La callecita, los dos únicos óleos con exteriores del pintor holandés Johannes Vermeer (1632-1675), reciben al visitante en la mayor retrospectiva organizada hasta la fecha por el Rijksmuseum, de Ámsterdam, el museo nacional de arte e historia de Países Bajos. Los lienzos son la puerta de entrada al universo privado pleno de símbolos de un artista reconocido en su tiempo, casi olvidado después, y rescatado para la gloria en el siglo XIX por el crítico francés de arte Théophile Thoré-Bürger. La sala ha logrado reunir 28 cuadros cedidos hasta el próximo 4 de junio por 14 museos y colecciones de siete países que forman un conjunto formidable de interiores domésticos bañados en luz, enigmáticas figuras femeninas y algunos de los varones que las visitan, y una profusión de tapices ricamente tejidos. Con una producción total de unas 45 obras y una atribución de 37, según los expertos, Vermeer invita al espectador a mirar a través de sus ojos.
Titulada simplemente Vermeer, la muestra es la primera dedicada en exclusiva al pintor desde la organizada —entre 1995 y 1996— por la National Gallery of Art, de Washington, y la galería holandesa Mauritshuis, de La Haya. Es también un auténtico ejercicio de equilibrismo entre el taquillazo —abre el 10 de febrero y se han vendido ya 200.000 entradas por anticipado— y la experiencia artística. De momento, el Rijksmuseum ha decidido ampliar su horario hasta las 22.00 horas, de jueves a sábado, y espera manejar el flujo de visitantes para que no haya aglomeraciones. “Ni siquiera Vermeer logró ver en vida tantos óleos suyos juntos. Reunirlos era una cuestión de una vez en la vida. De ahora o nunca”, dice Taco Dibbits, director del museo holandés, que pasea con deleite por las salas del Ala Philips de la institución, donde presenta las obras.
Como los museos que poseen piezas del artista no suelen cederlas, se considera un hito que la Colección Frick de Nueva York, que renueva sus instalaciones, haya enviado las tres de su catálogo: Dama con criada y carta, La lección de música interrumpida y Militar y muchacha riendo. Sus especialistas y los del Rijksmuseum han trabajado juntos para poder exhibir ese trío de ases, al que sumaron luego los cuatro cuadros del pintor guardados por la propia sala holandesa. Son igualmente famosos: La lechera, La callecita, La carta de amor y Mujer en azul leyendo una carta. Después, llegaron los tres títulos en posesión de la galería Mauritshuis: Vista de Delft y Diana y sus compañeras, y el más famoso del artista, La joven de la perla. Esta última regresará en abril a La Haya. Eran ya 10 telas de altura, y despertaron el entusiasmo de otros museos y colecciones privadas de Europa, Estados Unidos y Japón, que han cedido el resto de los cuadros.
Vermeer ha sido llamado el misterio, el enigma, y también la Esfinge de Delft, su ciudad natal. “Pues bien, ahora estamos más cerca suyo que nunca, a pesar de que no dejó autorretratos”, dice Pieter Roelofs, jefe de pintura y escultura de la muestra. A falta del rostro del artista, se considera una suerte de autorretrato la figura sonriente que mira al espectador en La alcahueta. La tela procede de la Gemäldegalerie Alte Meister, de Dresde (Alemania), y presenta a una joven de mejillas enrojecidas con una copa en la mano, que recibe unas monedas por sus servicios. “No tenemos su rostro, pero, en cierto modo, la cara de Veermer está en cada uno de sus cuadros. En el uso del color y de la luz. En la perspectiva y sus conocimientos de óptica. En los espacios que se abren y se cierran, porque juega con los límites de lo que es nuestro y lo que es suyo”, sigue Roelofs.
Distribuidas de forma cronológica, las obras ocupan una decena de salas, y se observa el paso de las escenas religiosas ejecutadas entre 1654 y 1655, como Cristo en la casa de María y Marta, procedente de la National Gallery de Escocia, y Santa Práxedes, llegada del Museo Nacional de Arte occidental, de Tokio, así como el dominio de la figura femenina. La mujer recorre su trabajo, ya sea vestida de amarillo o de azul; con el cabello recogido, toca o sombrero. Predomina ocupada con una carta, tocando el virginal (un tipo de clave o espineta) y frente a una ventana. Algunas miran al pintor, como Dama en amarillo escribiendo, de la National Gallery of Art, de Washington. Otras no levantan los ojos de su labor, como La lechera, y las investigaciones sobre la forma de pintar han mostrado los cambios hechos a medida que avanzaba.
“En Mujer en azul leyendo una carta, aplicó primero una capa de lapislázuli a la chaqueta, y luego una primera pasada de azul pálido a la pared. Después, una segunda capa azul en la prenda, y una más, gris y final, a la pared. Dejó una línea abierta en el contorno de la ropa, para graduar el paso de una a otra, algo que no hacían otros en el siglo XVII. Además, el lapislázuli aparece en todas las capas superiores, desde el rostro de la protagonista hasta el mapa y las sombras, así que hay una armonía cromática”, dice Ige Verslype, conservadora y restauradora de pinturas del Rijksmuseum. En La lechera, el color azul es mucho más intenso y resalta en el delantal de la sirvienta, que hace un pastel de pan, y en la mesa. “El ambiente de la mujer de la carta es sereno, mientras que esta criada, que está sola y trabajando, atrae la atención por el tono ultramarino vibrante”, añade. Los estudios efectuados con los medios más avanzados se han aplicado también a La callecita. “La mujer que está sentada en el umbral de la casa, que era de su tía, según las últimas investigaciones, aparecía antes a la derecha. Los niños que juegan delante fueron añadidos más tarde, y el postigo rojo, que ahora destaca, lo puso casi al final. Una ventana entreabierta, acabó cerrada. Él cuenta una historia y solo la da por concluida cuando está satisfecho”, señala Anna Krekeler, conservadora del Rijksmuseum, que ha participado en el análisis técnico de los cuadros.
Con una producción que no llegó al medio centenar, un promedio de unas dos piezas al año, el halo de misterio de rodea a Vermeer se deriva en parte de la falta de documentos personales. No hay cartas manuscritas, como en el caso de Van Gogh, que fue prolífico escribiendo. Rembrandt, por su parte, era muy famoso y tiene un catálogo de 340 obras consideradas suyas. Se sabe que Johannes Vermeer estuvo en contacto con el arte desde niño, porque su padre regentaba una posada en Delft y era marchante de cuadros. Que aprendió su oficio con un maestro, de otro modo, no habría podido ser miembro del Gremio de San Lucas, en Delft. De familia protestante, contrajo matrimonio con una joven católica, Catalina Bolnes, y tuvieron 15 hijos. Su suegra, María Thins, era rica y se opuso al principio a la pareja. Según ha descubierto Gregor Weber, conservador jefe de Bellas Artes del Rijksmuseum, los jesuitas mostraron al artista el uso de la cámara oscura, un instrumento óptico precursor de la fotografía. Cree que le inspiró, pero no la utilizó en sus obras, el contorno de la ropa brilla y el bronce se ilumina.
Apoyado por un coleccionista de Delft que le compró una veintena de cuadros, la vida del artista frenó en seco en 1672 por culpa de la guerra franco-neerlandesa. No podía vender cuadros ni mantener a su familia, y enfermó y falleció en un par de días. Según el registro funerario de la Oude Kerk (Iglesia Vieja) de Delft, al menos catorce portadores llevaron su féretro, y la campana sonó una vez en su honor. Fue un final honorable sufragado por su suegra. Luego, su esposa Catalina tuvo que declararse en quiebra agobiada por las deudas contraídas por el pintor. Él cayó casi en el olvido, pero su nombre no solo está hoy ligado al trío estelar que forma con sus compatriotas, Rembrandt y Van Gogh. Johannes Vermeer, que pintaba en el primer piso de su casa, mantiene intacta la fuerza de atracción de la luz del norte que entraba por la ventana.