Muere Charles Simic, una de las voces más desenfadadas e innovadoras de la poesía norteamericana

El autor de ‘El mundo no se acaba’ fallece a los 84 años en Dover, New Hampshire

El poeta Charles Simic, en Nueva York.Pascal Perich

Charles Simic, una de las voces más desenfadas e innovadoras de la poesía norteamericana del último medio siglo, falleció el pasado lunes a los 84 años en una residencia de ancianos en la localidad de Dover, New Hampshire, como consecuencia de complicaciones derivadas de la demencia senil que padecía. Nacido en Belgrado en 1938, durante su infancia sufrió los horrores de la guerra, que dejó en él una huella de la que jamás pudo ni quiso deshacerse. “No se puede borrar el pasado, es lo que nos da f...

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Charles Simic, una de las voces más desenfadas e innovadoras de la poesía norteamericana del último medio siglo, falleció el pasado lunes a los 84 años en una residencia de ancianos en la localidad de Dover, New Hampshire, como consecuencia de complicaciones derivadas de la demencia senil que padecía. Nacido en Belgrado en 1938, durante su infancia sufrió los horrores de la guerra, que dejó en él una huella de la que jamás pudo ni quiso deshacerse. “No se puede borrar el pasado, es lo que nos da forma”, afirmó en una entrevista concedida a este periódico en 2015.

Autor de 30 títulos de ensayo, poesía y prosa miscelánea, en 1990 fue galardonado con el Premio Pulitzer de poesía por El mundo no se acaba. Cualquiera de sus volúmenes de versos constituye una excelente carta de presentación, aunque tal vez la puerta de entrada más directa a su singularísimo universo sean sus memorias, Una mosca en la sopa, título que encierra en sí la intención irónica, visceral e irreverente que marca todo su hacer.

Tenía 15 años cuando llegó a Estados Unidos, procedente de su Serbia natal, entonces parte de Yugoslavia, tras una agónica estancia en París a la espera de que a él y a su madre les fuera concedido un visado que les permitiera reunirse en Chicago con su padre, ingeniero electrónico de profesión. Aunque apenas hablaba el idioma, inmediatamente adoptó el inglés, que dominó con asombrosa rapidez, llegando con el tiempo a convertirse en uno de los poetas más originales e innovadores de su nueva lengua.

Tras cursar estudios de secundaria, trabajó como corrector de pruebas y chico de los recados del Chicago Sun-Times, trasladándose a Nueva York en 1958, donde se matriculó en la universidad y ejerció diversos oficios, dedicándose a escribir por la noche. La ciudad dejó una profunda huella en él, y el poeta le rindió homenaje en El libro de los dioses y los demonios.

Simic tenía una personalidad arrolladora y fascinante. Su curiosidad omnívora le llevaba a servirse de todo como ingrediente de su poesía. Durante la conversación le prestó más importancia a cualquier asunto relacionado con la vida cotidiana que a las cuestiones literarias, hablando de comida y bebida, jazz y blues, pintura y cine, recalcando su interés por los wésterns y sobre todo por el cine negro, cuya textura le parecía la mejor radiografía que se podía hacer del país al que había emigrado: “El cine negro siempre me ha parecido la representación más fidedigna del alma norteamericana”, afirmó.

El otro elemento de la cultura de su país adoptivo que hizo suyo con fruición fue la música negra, el jazz y el blues. El poeta tenía 5 o 6 años cuando ponía la radio en su ciudad natal en plena guerra. “Lo importante para mí no eran los discursos de Hitler o Stalin, sino el jazz”, puntualizó. A propósito de las nefandas figuras históricas que marcaron para siempre el destino de su familia y de su país, obligándole a exiliarse dijo: “Hitler y Stalin fueron mis agentes de viaje”. Era su manera de transcender las circunstancias más adversas, confiriéndoles un sesgo positivo. “No hay horror que supere al de la guerra”, sostuvo, pero en medio de ello él y sus amigos de la infancia supieron siempre hallar un espacio abierto al juego y la esperanza. “Es una contradicción muy parecida a la que anida en el alma de la poesía”, afirmó. Tal concepción de lo que significa ser poeta le acompañó el resto de su vida.

Tardó mucho tiempo en dar forma a la voz que le habitaba. Cuando hizo el servicio militar, en Francia y Alemania, por la noche, como siempre, se dedicaba a escribir poesía. Revisando lo que había hecho desde sus comienzos, descubrió que los grandes poetas que había leído con pasión habían borrado su propia voz. “Mis poemas no eran míos”, descubrió. “Eran de Ezra Pound, E. E. Cummings, T. S. Eliot”.

Tuvo que empezar desde cero, apoyándose esta vez en modelos centroeuropeos, latinoamericanos y sobre todo franceses, como Apollinaire, Rimbaud, Baudelaire y en especial los surrealistas. Sus más de treinta títulos de poesía le han valido distinciones como el Premio Pulitzer o el nombramiento de Poeta Laureado de Estados Unidos. Entre sus títulos, todos ellos notables, cabe mencionar libros de prosa miscelánea como El flautista en el pozo: ensayos reunidos 1972-2003 y volúmenes de versos, como Hotel insomnio, Mi séquito silencioso, El mundo no se acaba y otros poemas, o Alquimia de Tenderete: El arte de Joseph Cornell.

En cuanto a su visión de la poesía, tenía muy claro que no era algo que debiera estar lejos de la gente, como una actividad elitista reservada para almas sensibles, de ahí el rechazo a Pound y Eliot cuando descubrió que habían infectado sus poemas. Cuando le pedí que definiera qué es poesía contestó: “Algo que pueda entender mi perro”. Y recitó estos versos: “Salchicheros de la historia, / de la hecha con sangre, / venís todos de un villorrio / donde el perro que ladra a la luna / es el único poeta”.

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