Angustias y vivencias de dos revolucionarios entre rejas
El anarquista Victor Serge retrata su dura experiencia carcelaria en ‘Hombres en prisión’, mientras que el comunista Kobayashi Takiji, mártir del movimiento proletario japonés, anticipa en ‘Vida de un militante’ su trágico final
Primero la idea. Luego la vida.
Victor Serge tiene la mirada limpia, los labios prietos, unos pómulos marcados por la escasez y la determinación. Es el rostro de un revolucionario. En 1912, la negativa a delatar a sus camaradas anarquistas le vale una condena de cinco años de cárcel. Ha dejado de ser el joven editor del periódico L’Anarchie. Ahora, con 22 años, es el recluso número 6.731 para el Estado francés. Y el fruto de ese descenso a las tinieblas es el libro ...
Primero la idea. Luego la vida.
Victor Serge tiene la mirada limpia, los labios prietos, unos pómulos marcados por la escasez y la determinación. Es el rostro de un revolucionario. En 1912, la negativa a delatar a sus camaradas anarquistas le vale una condena de cinco años de cárcel. Ha dejado de ser el joven editor del periódico L’Anarchie. Ahora, con 22 años, es el recluso número 6.731 para el Estado francés. Y el fruto de ese descenso a las tinieblas es el libro Hombres en prisión (Gatopardo ediciones): el retrato de un infierno carcelario que acaba siendo una denuncia de todo cautiverio. Un canto de amor a la vida y a la libertad. Una loa apasionada de la capacidad de resistencia humana que coincide en las librerías este otoño con otro libro hermanado por el compromiso político y el ímpetu inigualable de la juventud.
Primero la idea. Incluso a costa de la vida.
Kobayashi Takiji tiene la mirada firme, los labios carnosos, unas facciones angulosas y un peinado hacia atrás que despeja una frente ancha donde bullen ideas peligrosas. Es el rostro de un mártir, el mártir del movimiento literario proletario japonés; un icono comunista desconocido en Europa. En 1928 publicó un estremecedor relato sobre la oleada de represión política acaecida el 15 de marzo de ese año, cuando la policía nipona detuvo a 1.600 militantes y simpatizantes comunistas para desarbolar al movimiento obrero. Aquella narración transida de cárcel vejatoria, interrogatorios brutales y torturas inhumanas —que fue incautada y censurada de inmediato— convirtió a Kobayashi en un elemento peligroso para el Gobierno dirigido por el general Tanaka. Y tuvo dos frutos.
El primero es el libro que la editorial Satori acaba de publicar: Vida de un militante y otros relatos proletarios, una denuncia de la miseria obrera y campesina en el Japón de los años veinte, que incluye el mítico texto 15 de marzo de 1928. El segundo fruto es amargo: el precio que pagó Kobayashi por entregarse a su ideal. El 20 de febrero de 1933, Kobayashi fue apresado. Él no delató a nadie. No dio información. Resistió. Los policías lo interrogaron y lo torturaron. Kobayashi aguantó. Hasta la muerte. Y tal y como él había ficcionado en sus escritos, su cuerpo fue entregado por las autoridades bajo la mentira oficial de que había fallecido por un ataque al corazón.
Tenía 29 años. Antepuso el ideal a la vida.
La fuerza del idealismo une ambos textos. También la brutalidad de la cárcel. Jaula de cemento. Trituradora de hombres. Así la llama Victor Serge. En la celda —dice— la hora siguiente es idéntica a la anterior. Los días se suman a los días en una inmaterialidad aterradora. Un sopor uniforme que deshilacha todo recuerdo de la vida anterior. La vida. Cada hora es una palada de tierra que cae sin ruido, blandamente, sobre la propia tumba. Un enterramiento anímico entre la insipidez del tiempo vacío, escribe este hombre de acción, hijo de exiliados rusos huidos de la tiranía zarista, que fue crítico tanto con el zarismo como con el estalinismo y que murió exiliado en México después de un breve paso por la Barcelona revolucionaria de Durruti, Andreu Nin o El Noi del Sucre.
A lo largo de 36 fragmentos de punzante intensidad literaria, desfila un bestiario de idealistas, bohemios, insumisos, revolucionarios, bandidos, pobres diablos y criminales. Pero, sobre todo, asaltan profundas reflexiones condensadas ya desde la primera frase del libro. Una bala que dice así: “Todo aquel que haya conocido de verdad la cárcel sabe que su abrumadora influencia se extiende mucho más allá de sus muros materiales”. Casi al final del libro explicará la razón: “Las viejas cadenas que nos torturaron se hincaron tan profundamente en nuestras carnes que su huella ha pasado a formar parte de nuestro ser”. De ahí que Hombres en prisión, publicado en 1930, sea una metáfora de todas aquellas cárceles cotidianas sin muros ni concertinas.
Para afrontarlas y sobrevivir a ellas, Serge recuerda el consejo de su vecino de fila, un hombre gordo y fofo, con ocho años de pena y la calma inscrita en la tez. Aquel recluso le dijo: “No te comas el coco; eso es lo esencial”. Otro consejo básico: no mostrar debilidad y mantenerse libre, valiente y sin miedo a pesar de las circunstancias. Aunque “la cucaracha negra” aceche el interior del alma. Aunque la negrura y la humedad de la celda sean casi palpables. Aunque el olor rancio oprima la garganta y martilleen, sin descanso, las obsesiones y manías que afloran por una voluntad reprimida.
Sin embargo, pase lo que pase —escribe— hay que aguantar. “Debemos ser termitas, obstinadas, innumerables, infinitamente pacientes, y cavar, cavar toda la vida: tarde o temprano, el baluarte se vendrá abajo”. Eso lo mueve: resistir para derribar la cárcel. Que cada uno defina su propia cárcel y lea después este pasaje de Victor Serge: “Todos poseemos una fuerza vital inmensa. Uno piensa que si esta tortura no le ha quebrado, ya nada podrá quebrarle”, añade.
En cada página late el poderío del ideal. “Por eso sí merece la pena vivir y hasta dejarse matar”, insiste. Por la utopía. Las cárceles serán derruidas, aventura. Durarán lo que dure la lucha de clases, augura. “La gente vendrá a ver las piedras que hayan quedado en pie y no podrá ni imaginarse esto que vemos, esto que vimos. Serán tan incapaces de concebir nuestra miseria como lo somos nosotros de concebir su grandeza”, presagia. Ha pasado un siglo. Según la World Prison Population List, actualmente hay once millones y medio de presos en todo el mundo; 46.000 de ellos en España (casi 30.000 menos que en 2009). Hombres —y mujeres— en prisión.
La épica de la resistencia
Victor Serge salió de prisión. Kobayashi Takiji corrió peor suerte. Las fotografías de su cadáver, con el rastro de las torturas en la piel, no fueron reveladas hasta después de 1945. Esa imagen icónica —un joven cadáver violentado hasta la muerte— le confirió un aura legendaria a aquel hijo de unos granjeros que sufrió la pobreza y que se rebeló contra las desigualdades. Vida de un militante destila la épica de la resistencia. Del sacrificio humano por una causa colectiva. De la tenacidad a la que son capaces de llegar los hombres por un ideal, a pesar de las crueldades de un sistema podrido.
Los textos de Kobayashi —prologados por Enrique Mora y Alejandro Sánchez— muestran la brutalidad institucional contra el movimiento proletario japonés. Las palizas para que canten los detenidos. Watari, uno de los personajes, hunde sus uñas en una pared de la celda para inscribir, carácter a carácter, una larga perorata que empieza así: “La única razón por la que existe esta prisión es para poder encerrarnos a nosotros, a los pobres”.
Él calla en los interrogatorios. Aguanta el miedo. Es un guerrero del proletariado, con un código de honor que bebe de la tradición bushido de los samuráis. Con lealtad proletaria, con honor hasta la muerte. Sin que el miedo te doblegue. Aunque te apuñalen el cuerpo con agujas gruesas. Aunque te pataleen con botas revestidas de metal. Aunque te estrangulen reiteradamente como a Suzumoto, te revienten la nariz con una espada de madera como a Saito, o te metan las manos en agua hirviendo como a Ryukichi. Hay que aguantar.
“La tortura es la forma más concreta en que se manifiesta la opresión y la explotación de la clase obrera a manos de los capitalistas”. Lo escribió Kobayashi en este libro. Cinco años después, la tortura segaba su vida. Por un ideal.