Meter la mano en la vaca

El servilismo al trabajo y la gratuidad con la que las mujeres cuidamos a los demás son algunas de las trampas más peligrosas de este sistema

'Stillende Mutter' (Madre lactante) (1903), de Paula Modersohn-Becker.

Quienes pintamos sabemos qué es arrastrar el cuerpo por el barro. Meter los brazos en una cesta llena de anguilas y acompañar a los animales en sus movimientos resbalosos. Sumergirse en un profundo pozo natural. Coger aire y acariciar con la planta de los pies un suelo blando mientras las corrientes de agua fría o el contacto con una carpa gelatinosa que nada veloz nos estremecen. Hurgamos en lo abstracto de las cosas. Adoptamos la actitud del campesino que acompaña a un animal a punto de dar a luz: “Antes de tirar del ternero, a veces es necesario meter la mano en la vaca y buscar en el inter...

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Quienes pintamos sabemos qué es arrastrar el cuerpo por el barro. Meter los brazos en una cesta llena de anguilas y acompañar a los animales en sus movimientos resbalosos. Sumergirse en un profundo pozo natural. Coger aire y acariciar con la planta de los pies un suelo blando mientras las corrientes de agua fría o el contacto con una carpa gelatinosa que nada veloz nos estremecen. Hurgamos en lo abstracto de las cosas. Adoptamos la actitud del campesino que acompaña a un animal a punto de dar a luz: “Antes de tirar del ternero, a veces es necesario meter la mano en la vaca y buscar en el interior”, apunta Yves Berger. Observamos de muy cerca, y también desde lejos, con los ojos entornados. Cuando éramos jóvenes y recién comenzábamos a entender el hecho artístico, intuíamos la existencia de algo que nos disponía de un modo determinado cada vez que entrábamos en el taller con la intención de atacar una tela.

Hace unos días volví a Valencia. Vi la Facultad de Bellas Artes pegada a la huerta, dando la bienvenida al visitante, y recorrí de nuevo aquellos caminos cargada con telas, maderas y un maletín de plástico para herramientas lleno de tubos de pintura al óleo de dudosa calidad. Sentí de nuevo la ilusión del principio, cuando perfumaba de aguarrás las calles por las que pasaba y pensaba que la pintura sería mi salvación, aquello que me alejaría de los peligros del mundo. Recorrí la Avenida Blasco Ibáñez y crucé el río. Conducía lo más lento que podía para no entorpecer el tráfico, miraba la luz colarse por entre las ramas de los árboles. La luz valenciana, tan llena. Tan bella. Tan irreal.

Ayer llegué a Toledo. Segura de que quienes viven aquí apenas prestan atención a la belleza de la piedra y de las colinas que envuelven la ciudad, me volvió a sorprender la facilidad del ser humano para normalizar lo extraordinario. Somos animales de costumbres, pero de vez en cuando suceden cosas que nos despiertan del letargo, como lo hace la carpa al rozar nuestra carne en el agua: la Escuela de Arte de Toledo me ha devuelto sentimientos olvidados. La luz de un invernadero lleno de esculturas, la antigua capilla que hace las veces de salón de actos, el aula de grabado. Al entrar en el aula de dibujo me he colocado delante de un caballete y he obligado a mi cuerpo a adoptar la postura que solía adoptar hace veinte años. El gesto me ha arrastrado hasta un aula parisina en la que nunca estuve y he fantaseado con haber podido coincidir, carboncillo en mano, con Paula Modersohn-Becker.

“Vosotras no lo sabéis, pero habéis elegido uno de los oficios más necesarios e infravalorados”, quería decirles a las estudiantes. Me habría gustado alejarlas de los peligros a los que el capitalismo empuja a las creadoras, pero ¿quién soy yo para hacerlo? ¿Cómo no van a querer que el público las reconozca, cómo no compartir en redes sociales lo que el sistema demanda, si es tan fácil hacerlo y tan difícil vivir de aquello que realmente da sentido a su arte? Me pregunto cómo se puede evitar querer ser complaciente a una edad temprana. “Lo nuestro es una carrera de fondo”, les digo, “intentad no dar la espalda a quienes sois”.

Susi Sánchez y Laia Costa, en 'Cinco lobitos', de Alauda Ruiz de Azúa.

En mi afán por despertarlas, un pensamiento intruso me saca del adormilamiento: la imagen de una madre que también es hija intentando calmar a su bebé. Pienso en las autoras que enfrentan la verdad sin veladuras, sin querer complacer a aquel que mira. Con su largometraje Cinco lobitos, Alauda Ruiz de Azúa nos recuerda que el servilismo al trabajo y la gratuidad con la que las mujeres cuidamos a los demás son algunas de las trampas más peligrosas de este sistema. Alumbra zonas oscuras que es imposible no transitar y nos recuerda que el dinero y la opinión ajena no siempre tienen tanta importancia. Ha metido la mano en la vaca y ha hurgado en su interior. Alauda Ruiz de Azúa tira de nosotras y comprendemos, entre otras cosas, lo necesario que es tocar, cuidar y estar con nuestros seres queridos. Qué fortuna la nuestra.

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