La gran transformación de la vivienda urbana en el siglo XXI: más ecológica, mayor convivencia
La muestra ‘Amaneceres domésticos’ en el Museo ICO se adentra en siete pisos compartidos que representan los cambios a los que está sujeto hoy el concepto de vivienda
En el barrio madrileño de Embajadores, Lena, Camelia, Ramiro y Hugo comparten piso. Tienen más de 40 años. Es cierto que no podrían pagarse cada uno un alquiler, pero también que ese no es el único motivo que les lleva a convivir. Las razones las explica Belén Gopegui en su último libro Existiríamos el mar. Pero pueden encontrarse en la mayoría de los barrios populares, céntricos o del extrarradio de su ciudad. La vida, las familias, la economía y la sociedad cambian. Las ciudades...
En el barrio madrileño de Embajadores, Lena, Camelia, Ramiro y Hugo comparten piso. Tienen más de 40 años. Es cierto que no podrían pagarse cada uno un alquiler, pero también que ese no es el único motivo que les lleva a convivir. Las razones las explica Belén Gopegui en su último libro Existiríamos el mar. Pero pueden encontrarse en la mayoría de los barrios populares, céntricos o del extrarradio de su ciudad. La vida, las familias, la economía y la sociedad cambian. Las ciudades, y los pisos, reflejan esa transformación.
La vivienda urbana del siglo XXI es una casa cambiante. Tiene cada vez más conciencia climática. Es flexible, como lo son hoy muchas familias, busca una mayor relación con la naturaleza y ensaya nuevos tipos de gestión. La muestra que el Museo ICO acoge en Madrid hasta el 15 de enero, Amaneceres domésticos, entra en siete de esos pisos, elegidos entre 2.500 candidatos por ser pioneros, por su audacia o éxito social. El éxito, atención, ya no es solo arquitectónico.
Ahora, por fin, se entiende que la bondad de una vivienda debe ser también social y medioambiental. Por eso la arquitectura asume que su impacto en la ciudad es tan esencial como el que causa en el medio ambiente o las posibilidades de convivencia que abre. Las oportunidades de gestión de esa convivencia también redefinen los alojamientos urbanos. “Compartir vivienda lleva a un conocimiento de la democracia. A respetar”, explican Andrés Cánovas y Carmen Espegel, dos de los arquitectos que han analizado el parque de viviendas europeo para sintetizar las características de los pisos del siglo XXI. Eso es esta muestra, una síntesis de cómo poner al día nuestras casas, no de acuerdo con modas o estilos, sino de acuerdo con nuestras cambiantes y urgentes necesidades.
Así, Espegel, Cánovas y José María de Lapuerta han concluido que el nuevo diálogo de los edificios de vivienda con el lugar donde se ubican es fundamentalmente energético. Se trata de asegurarse de que los inmuebles reutilizan materiales, que buscan otras formas de calefacción, que acumulan la energía que necesitan para funcionar. “El clima determina la casa y la casa construye el clima”, escribe Eduardo Prieto en el catálogo de la exposición. Arquitectura y clima siempre han sido indisociables. De Vitrubio a Alberti pasando por Scamozzi, que pedía que los arquitectos fueran “también metereólogos”. La tabula rasa que impuso la modernidad para decretar que había que encontrar nuevas soluciones constructivas para los nuevos tiempos ya no sirve. O sirve con matices: las soluciones pueden ser novedosas, pero es absurdo despreciar la tradición.
La vivienda, un derecho fundamental
Que tener, o utilizar, una casa sea un derecho fundamental parecería una broma si no revelara el horror de corruptelas y negocios oscuros que han llevado a cientos de miles de viviendas sociales a ser propiedad de bancos y de fondos de inversión, en ejercicios turbios de pirotecnia financiera. Esos pisos construidos con los impuestos de todos y ahora privatizados permanecen mayoritariamente vacíos a la espera de un alza de los precios. Eso —la vivienda convertida en bien de inversión y no en derecho fundamental— provoca consecuencias como el enfado de la sociedad, la aparición de nuevas familias y convivencias, el retraso de la vida propia hasta entrada la treintena, la reducción de la natalidad y el progresivo vaciado de las ciudades, para que los habitantes dejen sitio a los turistas (los hoteles y los apartamentos de alquiler ocupando esos pisos). Así, es evidente que la vivienda no es un asunto meramente arquitectónico. Sin embargo, son muchos los arquitectos que no quieren ser una anécdota en este tema vital para las personas y esencial para la cultura y la ciudad.
Por eso, De Lapuerta, Cánovas y Espegel han estudiado a fondo las viviendas levantadas en siglo XXI en Europa. Con ese análisis han elaborado un mapa doméstico del cambio que se está produciendo. Entra la naturaleza —o se abren a ella y mucho más después de la covid— y reducen el consumo energético. También se reducen los gastos de gestión, al tiempo que los propietarios, o cooperativistas, se implican en labores de mantenimiento o en tomas de decisión que reducen el consumo o facilitan el mantenimiento.
Este año, el premio Mies van der Rohe para el mejor edificio europeo fue para La Borda, una cooperativa ideada y construida en Barcelona por el colectivo —también cambian los estudios de arquitectura— Lacol para limitar la presión inmobiliaria. Sus habitantes comparten lavadoras, terrazas y una habitación comodín que sirve para alojar visitantes. Limpian y gestionan su edificio que ocupa un terreno cedido por el Ayuntamiento de Barcelona durante 75 años. Ya no se trata de tener una casa, se trata de poder vivir en un piso. De convivir con los vecinos, de construir una comunidad.
Las viviendas que el estudio Lacaton&Vassal reformaron en el Grand Parc de Burdeos también ganaron el Premio Mies van der Rohe por construir un aislamiento que ampliaba los pisos por el mismo precio, y en un plazo de 12 días. En Helsinki, el estudio ILO Arkkitehdit decidió que fueran los habitantes de las viviendas Tila quienes decidieran la distribución del espacio. Sus pisos se entregaban vacíos, pero con un montón de tabiques y particiones posibles de madera que, como un juego de niños a escala real, pueden montarse y desmontarse.
En la Vía Favència de Barcelona, la Torre Júlia proyectada por Pau Vidal, Sergi Pons y Ricard Galiana hace convivir a jóvenes con ancianos que, lejos de darse patadas por sus horarios o gustos musicales opuestos, se ayudan. Se soportan, se conocen y se respetan. La compañía es tan importante como el color de una fachada o el tamaño de las ventanas para facilitar la convivencia.
Son muchos los edificios que hoy se reparan y transforman en lugar de demolerse. La fábrica textil barcelonesa Fabra i Coats fue transformada por Rolán y Berengué en un barrio amable. Y en Formentera, las viviendas de Life Reusing Posidonia, proyectadas por Alfonso Reina, Carles Oliver, Xim Moyá y Antonio Martín, conforman un ecosistema que utiliza esa planta, la posidonia, como aislamiento para las cubiertas. Esta es una de las viviendas que, gracias a vídeos y fotografías a escala cercana a la real, es posible visitar en la muestra del ICO. La vivienda —individual y colectiva— siempre ha sido a la vez el mayor campo de experimentación de la arquitectura y su asignatura pendiente. Suele ser conservadora, solo hay que pensar en los cambios que han vivido los coches o el vestir para contraponerlos a los interiores domésticos. La razón podría ser que la arquitectura es más lugar que moda y por eso debe acomodar a quien está de paso —nosotros— sin dañar el lugar que ocupa. Muchas viviendas del siglo XXI están haciéndolo.