El horror de descubrir que tu abuelo fue un oficial de las SS que participó personalmente en el asesinato de judíos
Chris Kraus trata de exorcizar la memoria de su ascendiente, miembro de una escuadra de exterminio nazi, en ‘La fábrica de canallas’, una monumental novela con ecos de ‘Las benévolas’
Tras un buen rato de conversación sobre horrores, en su despacho en un bloque algo destartalado al sur de Berlín, cerca de la entrada del enorme parque que es hoy el antiguo aeropuerto de Tempelhof, orgullo del III Reich, el escritor y cineasta Chris Kraus por fin se derrumba. Es un hombre vital y robusto (como su abuelo) y está acostumbrado a tratar con cosas terribles, pero algo se le ha roto dentro. Palidece y se le humedecen los ojos azules. Ha sido al pedirle que explique exactamente el papel que tuvo su abuelo en el régimen nazi y en el exterminio de los judíos. “Mi abuelo, Otto Kraus, f...
Tras un buen rato de conversación sobre horrores, en su despacho en un bloque algo destartalado al sur de Berlín, cerca de la entrada del enorme parque que es hoy el antiguo aeropuerto de Tempelhof, orgullo del III Reich, el escritor y cineasta Chris Kraus por fin se derrumba. Es un hombre vital y robusto (como su abuelo) y está acostumbrado a tratar con cosas terribles, pero algo se le ha roto dentro. Palidece y se le humedecen los ojos azules. Ha sido al pedirle que explique exactamente el papel que tuvo su abuelo en el régimen nazi y en el exterminio de los judíos. “Mi abuelo, Otto Kraus, formaba parte de la minoría alemana báltica en Letonia. Reinhard Heydrich le reclutó para la SD, la agencia de las SS que actuaba como servicio de inteligencia y fue central en el Holocausto. En 1941 participó en la invasión de la URSS como miembro del Einsatzgruppen A, uno de los escuadrones itinerantes que perpetraban ejecuciones sobre todo de judíos, marchando detrás de las tropas de combate. Luego fue el jefe de la SD en Riga. Alcanzó el rango de Sturmbannführer, mayor de las SS. Intervino personalmente como mínimo en dos fusilamientos masivos”. Uno de esos espantosos episodios lo recrea Chris Kraus en su novela, que acaba de aparecer esta semana, La fábrica de canallas (Salamandra, traducción del alemán de Isabel García Adánez), protagonizada por un personaje que se basa muy estrechamente en su abuelo y que sigue con gran exactitud la carrera de este.
En el libro, un día de verano, en las afueras de Riga, las SS y sus auxiliares letones someten a “tratamiento especial” a un grupo de judíos, una escena que reproduce minuciosamente una de las matanzas perpetradas en el bosque de Bikernieki (Bickern), el escenario principal de las masacres en Letonia (de la población de 90.000 judíos fueron asesinados 70.000). Los obligan a desnudarse junto a una zanja y les disparan en varias tandas. Kraus escribe: “Ejecutar a alguien a quemarropa implica que muchas veces la masa encefálica y la sangre de las víctimas salpique en todas direcciones, y así fue. Esquirlas de los cráneos salieron disparadas como metralla hasta donde estaba yo, a veinte metros de distancia. Se oían gritos, la sangre empapaba el suelo y el aire olía a hierro mojado mezclado con sudor frío, excrementos y orines”. La escena continúa cuando el protagonista avanza para dispararle el tiro de gracia a una joven y se asoma a la fosa con la Luger en la mano: “En medio de aquel revoltijo de cuerpos distinguí unos pies que seguían agitándose. Era una chica a la que habían saltado la tapa del cráneo, que había ido a parar a su lado. Me miraba con los ojos muy abiertos sin dejar de abrazar a su bebé, que parecía intacto, simplemente dormido (…) Antes de que me fuera imposible retener el vómito, les vacié la pistola a ambos”.
El pasaje da la medida del mundo en que se movió Otto Kraus (convertido en la novela en Konstantin Koja Solm) y la herencia con que ha de lidiar su descendiente. “El descubrimiento de la historia de mi abuelo fue horrible, muy perturbador”, explica descompuesto Chris Kraus, que se levanta para abrir una ventana. “Amaba a mi abuelo”. Fue en 1985, cuando era un estudiante, que se interesó por lo que contaba Otto Kraus. “Hablaba de fusilamientos, y sin embargo nunca empleaba palabras claras, sino términos como acción especial, y podías pensar que lo que hacían era otra cosa, como ir al bosque a cortar leña. Pero luego leí un libro sobre el general Vlásov [el desertor ruso que comandó tropas para los nazis] y contenía detalles sobre mi abuelo y su relación con el exterminio. Era horroroso. Nadie de mi familia lo sabía. Me dediqué entonces a ir a archivos a buscar información y esclarecer lo que había pasado”.
Herencia negra
Descubrió toda la verdad, pero nadie le quiso creer en su familia, excepto una de sus primas, la editora Sigrid Kraus (fundadora de Salamandra), que lleva el nombre de la mujer de Otto, la abuela. “De mi investigación escribí un ensayo, Das Kalte Blut (La sangre fría), publicado en una tirada reducida destinada a la familia y nuestro entorno en 2014, en el que lo contaba todo, para demostrar que no eran fantasías mías y lo incompatible que resultaba todo aquello con la memoria familiar. No ha servido. Es como en toda Alemania, parece que los nazis llegaron de la luna: la mayoría de la gente asegura que sus abuelos eran personas excelentes, antinazis y que todo fue culpa de Hitler, Himmler y cuatro psicópatas”.
La herencia negra de los Kraus no se limita al abuelo. “Sus dos hermanos”, continúa Chris Kraus, “también pertenecieron a las SS y formaron parte de escuadrones de la muerte, un caso extraordinario, una locura. El mayor, Hans, tuvo incluso mayor implicación en atrocidades, mientras que el benjamín, Lorenz, fue corresponsal de guerra de las SS y, dotado de capacidad artística, hacía dibujos antisemitas”.
¿Cómo lleva toda esa carga? Chris Kraus piensa un largo rato. “Es difícil de explicar. Intento entender, investigar lo que realmente pasó, una tarea muy dura. Trato de corregir las cosas con la verdad. Me ha tocado a mí hacerlo de entre todos los hijos y nietos de Otto. Yo no quiero ser un cómplice pasivo, no voy a aceptar el silencio, aunque el proceso sea negativo para mí”. ¿Llegó a confrontar la verdad con su abuelo? “No, nunca; murió en 1989, y hasta 10 años más tarde no conocí su historia real”. ¿Le hubiera gustado poder hablar con él? “Sí, pero provocaba tanto respeto… no sé si me habría atrevido, y eso que yo era el que mejor me llevaba con mi abuelo. Los demás me reprochan que ya no se puede defender. Para ellos era un buen hombre y punto. La verdad es que murió sin haber tenido que enfrentarse a su responsabilidad y crímenes, como tantos otros de la élite de las SS, porque Alemania no se atrevió a llevarlos ante la justicia”. ¿Dónde está enterrado? ¿En Letonia? “En Núremberg; qué ironía”, ríe amargamente Chris Kraus. “Esa ciudad que además de simbolizar tras la guerra el castigo de los nazis era antes tan antisemita y le gustaba tanto a mi abuelo, y a Hitler”.
La fábrica de canallas convierte en una novela de casi mil páginas la vida Otto Kraus, que incluyó participar en misiones secretas de las SS como la operación Zeppelin para matar a Stalin (conoció a Otto Skorzeny, célebre por sus arriesgadas acciones militares, como el rescate de Benito Mussolini), su reconversión en agente de la CIA, de los nuevos servicios secretos de la República Federal Alemana, Org-BND, y hasta parece que de la KGB y del Mossad. “Es una ficcionalización de su historia, se basa en el trabajo de investigación de años y en el ensayo que escribí para la familia”. El nieto relata los orígenes de los Kraus (los Solm), su vida en Letonia (similar a la que se muestra en la película de Chris Kraus de 2010, Poll) y la progresiva implicación de Koja y su hermano mayor Hub en la maquinaria nazi. La novela arranca en 1974 en un hospital de Múnich donde está ingresado herido de bala el protagonista, que le cuenta su vida a su vecino de cama, un hippy inocente, bienintencionado, budista y fumeta que no da crédito a lo que oye.
El novelista ha introducido el personaje de una hermana adoptiva, Ev, que se convierte en el centro del interés sentimental de los dos hermanos (y acaba de doctora en Auschwitz). “He reflejado aspectos de mi abuelo en Koja y Hub, el mayor es más brutal y el menor aparentemente más sensible e introspectivo, pero cada vez te cae peor. Los dos llevan dentro el mal. Al menos Hub tiene una postura coherente, pero Koja presenta esa personalidad de los agentes y espías a los que les falta un núcleo de convicciones y se desenvuelven como pez en el agua en un universo de falsedad y mentira. La ambigüedad es el elemento más perturbador en la novela”.
Sorprende en La fábrica de canallas el sentido del humor —la ironía de Koja, la amante negra que canta el Horst Wessel, la prohibición del Monopoly por ser “un juego judío”, el SS con labio leporino, el coche de Himmler detenido para dejar pasar unos sapos por la carretera, la circuncisión del protagonista a fin de infiltrarlo en Israel en la posguerra como el profesor de hebreo Himmelreich—. “Eso me ha acarreado críticas feroces en Alemania. Sabía que las tendría. En realidad, creo que el humor hace aún más insoportable la historia”. El libro se suma al largo debate sobre si se deben juntar humor y nazismo. También hay una historia de amor de largo recorrido. “Lo terrible es que esos nazis como mi abuelo eran personas. No quería describir a unos demonios sino a seres humanos en un régimen inhumano. En Alemania se ha preferido ver a los nazis como monstruos que no tenían nada que ver con el resto de la población, y demonizarlos es incompatible con el humor y el amor, por eso perturba tanto”. ¿No se puede ver como una forma de justificación? “No, son recursos estilísticos, para entender que estos abismos humanos que describo no son una ficción. El tema clave es la moral, la amoralidad del personaje. Es alguien despreciable y humor y amor nos lo acercan, pero no lo justifican. No podemos distanciarnos del mal, forma parte de la condición humana. Mi abuelo era una persona capaz de amar y de ser amado. Eso me ha perturbado mucho. ¿Cómo es posible que una persona a la que conocía y quería fuera así en otro contexto? Quería hacer accesible esa experiencia a los lectores. A todos podría pasarnos”.
El mundo de los servicios secretos que describe, las historias del general Gehlen, Otto John, Isser Harel, de la caza de Eichmann… “Todo es cierto, durante la guerra y después. Cuando descubrí que mi abuelo además fue espía, ¿cómo conjugas eso con la importancia que se ha dado siempre en mi familia a ser honestos?”.
La fábrica de canallas, en la que se percibe también un eco de El tiro de gracia, de Marguerite Yourcenar, tiene muchos puntos en común con Las benévolas, la gran novela de Jonathan Littell; entre ellos que el narrador sea un criminal nazi y se describan minuciosamente las atrocidades; además de la fijación por la hermana. “Considero un cumplido la comparación. Es un libro extraordinario que me encantó. Hicimos nuestras investigaciones en paralelo: durante los 15 años que estuve buscando información sobre mi abuelo visitamos los mismos archivos y consultamos los mismos documentos, veía su nombre. Su perspectiva es también la del verdugo. Su protagonista, Max Aue, milita en la SD y forma parte de los Einsatzgruppen. Pero Littell trabajó más la erótica que el horror. Es un libro muy literario, con todas sus fantasías homoeróticas y perversas. Fue una inspiración, pero mi enfoque es otro, más duro”.
En la relación de los protagonistas de La fábrica de canallas, hay también muchos elementos perversos y escatológicos, en su acepción coprológica: Koja y Ev están marcados por compartir orinal de niños, y la masturbación. “Es cierto, pero lo hago buscando lo arcaico, lo elemental. También hay excrementos, y sangre, y el proceso de convertirse personas en cadáveres en los actos de exterminio. Mi abuelo vio todo eso. Olió los excrementos, la sangre y el miedo de los asesinados. ¿Qué pensó entonces? ¿Cómo manejó esa experiencia? Algunos camaradas de mi abuelo confesaron que les gustó matar. Otros argumentaron algo que me parece grotesco: que participaron en las matanzas, sí, pero de forma caritativa, para evitar sufrimientos innecesarios a las víctimas”.