Muere William Klein, maestro de la fotografía urbana y gran retratista de Nueva York, a los 96 años
“Una buena foto debe contar sentimientos”, aseguraba el artista, que logró la fama gracias a sus crudos trabajos por ciudades de todo el mundo
El fotógrafo estadounidense de 96 años William Klein, uno de los más grandes de su arte, que expandió en sus trabajos en su ciudad natal, Nueva York, falleció el sábado 10 en París, aunque su óbito no se ha hecho público hasta este lunes por la tarde. Klein residía en Francia desde 1947, cuando se matriculó en la Universidad de la Sorbona. Klein falleció “apaciblemente” en la noche del sábado, según su hijo.
Klein logró la fama mundial con su revolucionario libro Life is Good and Good for You in New York: Trance Witness Rebels (1956). “Tenía la sensación en ese momento de que la ...
El fotógrafo estadounidense de 96 años William Klein, uno de los más grandes de su arte, que expandió en sus trabajos en su ciudad natal, Nueva York, falleció el sábado 10 en París, aunque su óbito no se ha hecho público hasta este lunes por la tarde. Klein residía en Francia desde 1947, cuando se matriculó en la Universidad de la Sorbona. Klein falleció “apaciblemente” en la noche del sábado, según su hijo.
Klein logró la fama mundial con su revolucionario libro Life is Good and Good for You in New York: Trance Witness Rebels (1956). “Tenía la sensación en ese momento de que la ciudad de Nueva York explosionaba ante mí y que toda esa gente, ese movimiento, venía hacia mí. Al verlo podía utilizarlo para fotografiar porque me transmitía emociones, sentimientos. Para mí, todo son sentimientos”, contaba en su último viaje a Madrid, en 2019, para la presentación de una retrospectiva de su obra. “Hoy la gente está muy acostumbrada a que les fotografíen en la calle. Sin embargo, cuando yo lo hacía, se sorprendían de que estuviera ahí y me pegara tanto a ellos. Las emociones me inspiraban. A la vez, iba planificando, tenía mis ideas, creaba en mi cabeza cómo iba a maquetarlo, a prepararlo todo, pensaba en un conjunto”.
Hijo de inmigrantes judíos europeos de origen humilde, nacido en Nueva York en abril de 1926, Klein viajó a Europa, en concreto a Alemania, gracias a su paso por el ejército, y así fue cómo llegó a París, donde tuvo como maestro a Fernand Léger: su primer impulso era ser pintor. Pero pronto se pasó a la fotografía, especializándose en la de moda para Vogue, y finalmente realizando numerosos reportajes y fotoensayos por todo el mundo. De ahí el eclecticismo de su obra: desde cuadros abstractos de finales de los años cuarenta a su pasión por el cine: entre documentales, cortos y largos de ficción dirigió una veintena de filmes. Además, realizó 250 anuncios.
En París estudió no solo las enseñanzas de Léger, sino también a los maestros del Renacimiento, a Mondrian y a los arquitectos del siglo XX. “Disparaba sin apuntar, al buen tuntún, exageraba el grano, el contraste, ampliaba con desmesura y, en general, pasaba el proceso fotográfico por la batidora”, comentó de aquella época. Con sus “puntos de vista europeos e instinto nativo americano”, como decía, fotografió después Roma (1958), Moscú (1964) y Tokio (1964). Y se embarcó en múltiples trabajos en todos los registros.
Gracias a su talento, a sus paseos casi como si fuera un cazador a la búsqueda de rostros, fue capaz de retratar a la gente entre la muchedumbre: en su fotografía había individuos y también aparecía la sociedad que retrataba. Su Nueva York era tan abigarrado como optimista: había un futuro. En su otra vertiente, la de fotógrafo de moda, empleó un lenguaje distinto e impactante, sacando a la calle a las maniquíes para que se mezclaran con la gente.
Klein se dedicó a la fotografía por rachas, con un gran angular en su cámara que acercaba a los retratados. De esa manera, se alejaba de las formas tradicionales de Cartier Bresson, apostando por una forma expresionista, callejera y desmitificadora. “Lo más hermoso y singular en las personas es la mirada. Lo que pasa es que en Nueva York la gente no mira a los ojos. Eso te puede causar problemas. Cuando era niño y paseaba por un barrio que no era el mío, y eso era como viajar a un país extranjero, la gente se molestaba si los mirabas. Encontré varias formas de lidiar con eso. Una fue el tabaco. Pedía fuego y así distraía su atención. Otra era hacerme el tonto. Eso siempre funciona, evitas peleas”, aseguraba en otra entrevista en EL PAÍS en 2005.