Del error, la culpa, el remordimiento
Asumir los errores es tan complicado como pedir perdón. Si no me pongo a ello es porque en todo lo que escribo encuentro ‘a posteriori’ que me ha faltado algún matiz, que no estoy tan de acuerdo conmigo misma como me gustaría
Imagínese que antes de que el periódico nos dé nuestras más que merecidas vacaciones recibiéramos la propuesta de escribir sobre aquello en lo que nos hemos equivocado. Eso es lo que ha pedido The New York Times a algunas de sus más célebres plumas y han respondido exponiendo sus errores, no del último curso sino en general: desde quien admite haber celebrado la desregulación que nos ha llevado a este capitalismo descontrolado hasta quien se arrepiente de haber pedido la ...
Imagínese que antes de que el periódico nos dé nuestras más que merecidas vacaciones recibiéramos la propuesta de escribir sobre aquello en lo que nos hemos equivocado. Eso es lo que ha pedido The New York Times a algunas de sus más célebres plumas y han respondido exponiendo sus errores, no del último curso sino en general: desde quien admite haber celebrado la desregulación que nos ha llevado a este capitalismo descontrolado hasta quien se arrepiente de haber pedido la dimisión de un senador tras ser acusado este de acoso a una mujer, sin esperar a que el caso fuera investigado. Asumir los errores es tan complicado como pedir perdón. Reconozco que si no me pongo a ello es porque en todo lo que escribo encuentro a posteriori que me ha faltado algún matiz, que he generalizado; en resumen, que no estoy tan de acuerdo conmigo misma como me gustaría. Aun así, intento no ser cruel en este país extraño en el que queda bien jactarse de ello, y ser comprensiva conmigo misma, pensando en que solo cuento con 750 palabras para expresar alguna idea, aunque de sobra sé que el oficio está en apañarse con este espacio prestado. Charlando esta semana con mi venerable amigo, el psiquiatra Luis Salvador Carulla, me contó algo que me hizo pensar: cuando antes de investigar, como hace ahora, ejercía su oficio en un hospital, tenía por norma pedirle en la primera entrevista al paciente que le trajera por escrito lo que él consideraba su problema. El paciente solía volver con seis o siete folios confusos y prolijos sobre el conflicto mental al que se veía sometido. El doctor Salvador (¡qué apellido tan atinado!) se atrevía a decirle al enfermo que al cabo de un tiempo su escrito se vería reducido a media página. Escuchándolo pensé que esa es exactamente la clave de nuestro oficio: sacar partido a las limitaciones y tener la suficiente claridad mental como para no enredarse con la palabrería o la autocomplacencia. Lo inevitable es que en ocasiones el tamaño nos impida ser tan sutiles como a muchos nos gustaría.
He visto esta semana, como seguramente ustedes, el perdón del actor Will Smith. Sobre aquel extraordinario sucedido puedo estar tranquila: no metí la pata porque no opiné. Ocurre que cuando hay excesiva interpretación ideológica de un hecho me suelo retraer. Además, me producía un enorme fastidio que un individuo tan privilegiado no supiera contener la violencia. Pero ahora que lo veo reconocer su desatino, pedir disculpas sin justificarse ni escudarse en traumas infantiles, creo que sus palabras contienen la sinceridad de un hombre abatido por un gran error. Habrá quien piense que el perdón forma parte del espectáculo, y así lo es en ocasiones, pero estar en contacto con la cultura anglosajona me permitió observar que existe la costumbre de asumir en voz alta los errores, algo que requiere de mucha valentía y que poco tiene que ver con el perdón que se obtiene de la confesión. No sé si le servirá finalmente para encarrilar su carrera, porque el espectáculo fue demasiado lamentable, pero el remordimiento, a pesar de tener tan mala prensa, es un dolor de corazón, ese desasosiego que nos provoca el daño cometido. Y a veces es necesario.
Las palabras también dañan y la edad enseña a que se puede ser radical en algunas convicciones sin hacer sangre. ¿He hecho yo daño con las mías? Es probable que en el pasado sí, aunque no estuviera movida por la intención de herir sino por hacer la gracia. Ahora tengo límites para mi humor. Cuando lo ejerzo en público, claro. En privado me permito la malicia. Pienso en los errores que desde este espacio se pueden cometer, en el juicio rápido al que inevitablemente obliga la opinión semanal y reconozco que hay terrenos que es mejor no pisar. Tras haber creído en el caso Woody Allen, por ejemplo, tanto en su inocencia como en su culpabilidad sucesivamente y con la misma honestidad, y tras haber recibido ataques furibundos tanto cuando exponía una cosa como su contraria, pienso que es mejor retraerse, dejar las dudas y las sospechas, como la malicia, para el mundo particular. Las redes nos han arrastrado a ser reactivos, a dejar poco espacio para la creación de ideas y mucho para la contestación inmediata. Los lectores necesitan descansar de nosotros y, lo que es más importante, yo también necesito aliviarme de mí, de mi nombre público, porque tampoco va a ser cuestión de tomarme manía.