Planes de señoras
Son los medios los que ponen el acento en ese ya arcaico título de primera dama, en algo que ha perdido el viejo sentido y se ha reconvertido en una presencia más natural
España era una fiesta. La de 1992. Y yo viajé a Sevilla acompañando a mi novio, que debía asistir a la primera reunión del patronato del recién estrenado Instituto Cervantes. Nos recibieron en un hotel estupendo. Hombres y mujeres a los que no conocía se saludaban. Cuál no sería mi sorpresa cuando los organizadores dividieron a la humanidad en dos, a un lado los hombres, al otro, nosotras, las mujeres. Vi cómo se lo llevaban, ay, y fui conducida con las m...
España era una fiesta. La de 1992. Y yo viajé a Sevilla acompañando a mi novio, que debía asistir a la primera reunión del patronato del recién estrenado Instituto Cervantes. Nos recibieron en un hotel estupendo. Hombres y mujeres a los que no conocía se saludaban. Cuál no sería mi sorpresa cuando los organizadores dividieron a la humanidad en dos, a un lado los hombres, al otro, nosotras, las mujeres. Vi cómo se lo llevaban, ay, y fui conducida con las mías a un comedor. Ellos eran los patronos, nosotras, las consortes. Mi asombro aumentó cuando vi que la conversación de aquellas señoras se reducía a hablar de los méritos de sus maridos; parecía haber una competencia, no sana, entre ellas. A un marido le habían concedido un parque, a otro un marquesado, a otro un honoris causa. El listón estaba muy alto. Y yo, profundamente incómoda, sentía cuánto habría de trabajar para no resignarme a una vida de consorte. Llevaba en activo desde los 19 años, pero en esos ambientes no eras nada sin poder, y el poder lo ostentaban los maridos.
Los tiempos cambian y, si bien el porcentaje de poder que atesoran las mujeres sigue siendo ridículo, no podemos definir a las parejas que acompañan a sus maridos a una cumbre internacional como “señoras de”, porque, definitivamente, no lo son o no son solo eso. Desde Jill Biden, que se ha desprendido de tantas servidumbres de primera dama americana (desde el culto a la moda hasta la obligatoriedad de abandonar el trabajo) a Brigitte Macron, que rompe los esquemas al compartir la vida con un hombre poderoso mucho más joven; de Begoña Gómez, que posee la habilidad de seguir teniendo una vida activa y libre sin que la persigan, a la propia reina Letizia, que lleva años negociando entre el protocolo y su personalidad. No las imagino en una comida alabando las excelencias de sus maridos. Se ha subrayado mucho el hecho de que solo dos hombres formaban parte de la comitiva: Gauthier Destenay, marido del primer ministro de Luxemburgo, Xavier Bettel, y Juraj Rizman, pareja de la presidenta de Eslovaquia, Zuzana Caputová, y de que faltaban dos que declinaron la invitación. Tal vez no les agradara el plan de sumarse a una abrumadora mayoría de mujeres haciendo un tour cultural. No es extraño: la pervivencia de la cultura es cosa de ellas, según las estadísticas, y ellos no suelen apuntarse.
Mi experiencia a lo largo de los años ha sido la de acompañar, pero también la de ser acompañada, y debo decir que la presencia de las parejas, sean sentimentales o de amistad, siempre anima las horas más distendidas de una jornada de trabajo. Son los medios los que ponen el acento en ese ya arcaico título de primera dama, en algo que ha perdido el viejo sentido y se ha reconvertido en una presencia más natural. No entiendo tanta indignación. Mejor sería reaccionar a la escasez de mujeres en esas cumbres en las que se decide el rearme del mundo, un giro que a mí, particularmente, me aterra, y que no se alivia en absoluto con ese espectacular escenario pictórico que cedió el Museo del Prado, por el que paseaban esos mandatarios que podrían estar retratados en una pinacoteca dentro de un siglo si siguieran existiendo los retratistas de corte.
De la guerra de los hombres a la cultura de sus parejas. Me sorprende haber escuchado tan cansinamente estos días que a las consortes se les organizó un plan de cositas de señoras. Ya estamos. Resulta que ir al Reina Sofía, a los jardines de La Granja o al Teatro Real es cosa de mujeres, de chicas, de turistillas. Ay, aquello que define nuestros prejuicios se nos escapa cuando menos cuenta nos damos. Según ha sido definido, es un plan de señoras visitar uno de los lugares más fascinantes de cualquier teatro: los talleres donde sastras, figurinistas, peluqueras o diseñadoras de pelucas plantean y realizan la puesta en escena de una ópera en la que algunos entendidos levantarán la ceja. Yo les hubiera añadido el taller de restauración de esos museos en los que se hicieron la foto. Mi consorte se apuntaría al plan. Como a la visita de la fábrica de tapices. Pero se nos llena la boca con la defensa de los oficios y en cuanto nos despistamos hacemos un comentario condescendiente. Ojalá el devenir del mundo nos permitiera mostrar esa cara de nuestro país. No sé si la presencia de mujeres favorecería la paz. De momento, parece más reflexivo posar delante de un cuadro como el Guernica.