La tercera vía de Mark Padmore
El tenor británico, modélicamente acompañado por Kristian Bezuidenhout, interpreta en el Ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela dos de las grandes colecciones de canciones de Robert Schumann
En tan solo diez meses de 1840, el año asociado indefectiblemente a su boda con Clara Wieck el 12 de septiembre, el día antes de que esta cumpliera 21 años (y alcanzara la mayoría de edad) y después de haber pasado ambos un doloroso calvario personal y legal por la negativa inflexible de Friedrich Wieck a permitir el matrimonio de su portentosa hija con su antiguo alumno, salieron de la pluma de Robert Schumann un torrente inagotable de canciones. Los números de opus no deben inducirnos a confusión, ya que por diferente...
En tan solo diez meses de 1840, el año asociado indefectiblemente a su boda con Clara Wieck el 12 de septiembre, el día antes de que esta cumpliera 21 años (y alcanzara la mayoría de edad) y después de haber pasado ambos un doloroso calvario personal y legal por la negativa inflexible de Friedrich Wieck a permitir el matrimonio de su portentosa hija con su antiguo alumno, salieron de la pluma de Robert Schumann un torrente inagotable de canciones. Los números de opus no deben inducirnos a confusión, ya que por diferentes que sean, remiten con frecuencia en última instancia a creaciones nacidas en lo que el propio Robert Schumann bautizó como su Liederjahr. El torrente de creatividad comenzó el 1 de febrero de 1840 y concluyó abruptamente casi un año después, el 16 de enero de 1841. En esos meses vieron la luz nada menos que 139 canciones, además de doce dúos y canciones a varias voces, cuya visita a la imprenta se dilataría en un goteo constante hasta 1858, ya de forma póstuma, en 23 publicaciones diferentes. Parece claro, por tanto, que esa espectacular floración no puede deberse, como suele afirmarse a la ligera, a la felicidad que sin duda procuró al compositor convivir por fin con la mujer que llevaba anhelando desde hacía años y a la que conocía desde que era una niña.
“¿Ha seguido componiendo canciones? ¿O es usted quizá como yo, que durante toda mi vida he situado las composiciones vocales por debajo de la música instrumental, y que nunca las he tenido por un gran arte? Pero no le hable a nadie de esto”, escribió Schumann al compositor y crítico Hermann Hirschbach el 30 de junio de 1839. El énfasis en el adverbio es, por supuesto, del propio músico y produce asombro leer semejante afirmación de boca de quien, muy pocos meses después, alumbraría obras maestras como las contenidas en Dichterliebe, Zwölf Gedichte von Justinus Kerner (el ciclo y la colección de canciones que acaban de interpretar Mark Padmore y Kristian Bezuidenhout en Madrid), Frauenliebe und -leben, los dos Liederkreise opp. 24 y 39 o los Myrthen op. 25, concebidos como una guirnalda o ramillete nupcial de canciones para su prometida.
Tras su boda y el inicio de su convivencia en una casa de fachada neoclásica de la Inselstraße de Leipzig (hoy convertida en un pequeño museo), los Schumann llevaron un diario conyugal conjunto, su Ehetagebuch, una lectura obligada para todos aquellos que hayan perdido la fe en la pareja como forma de vida. El 22 de noviembre de 1840, Clara, que acusaba aún el estrés físico y emocional de los meses previos a la boda (“Si hay algo que puede empañar mi felicidad por momentos, es el pensamiento de mi padre”, confesó pocos días después), escribió en el diario una anotación característica de cómo se dirigía indistintamente a su amado tanto en tercera como en segunda persona: “Robert ha vuelto a componer tres canciones maravillosas. Los textos son de Justinus Kerner: ‘Lust der Sturmnacht’, ‘Stirb, Lieb’ und Freud’!’ y ‘Trost im Gesang’. Pone música a los textos de un modo muy hermoso y los comprende con una profundidad inigualada por ningún otro compositor que conozca. Nadie tiene el sentimiento que tiene él. ¡Ay! Robert, si supieras alguna vez cuán feliz me haces... ¡indescriptible!”.
Ese mismo mes nacieron también “Wanderung”, “Stille Liebe”, “Auf das Trinkglas eines verstorbenen Freundes” y “Frage”, y el propio Schumann se refirió en el diario a esos últimos días de noviembre como “una semana tranquila que he pasado componiendo y con muchos abrazos y besos. Mi mujer es el amor, la amabilidad y la modestia personificadas. [...] También está recuperando poco a poco la salud y la energía, y el piano se abre más a menudo. [...] He concluido un pequeño ciclo de poemas de Kerner; a Clara le ha procurado dicha, y también tristeza; porque a menudo ha de pagar por mis canciones con el silencio y la invisibilidad. Así son las cosas en los matrimonios de artistas, y si los dos se aman, bien está que así sea”. En diciembre llegaron “Stille Tränen”, “Erstes Grün”, “Sängers Trost”, “Wer machte dich so krank?” y “Alte Laute”, casi un reflejo de su propia vida conyugal. Schumann cita incluso la séptima pieza de su Kreisleriana (que Clara tocaba con frecuencia en casa durante los primeros meses de su matrimonio) en el acompañamiento de las dos últimas canciones citadas (y en idénticos compases, del sexto al décimo).
Y cuando el propio compositor daba ya el ciclo por terminado, llegó aún “Sehnsucht nach der Waldgegend”, que Robert ofreció a Clara como regalo navideño, y, el 29 de diciembre, a punto de concluir aquel milagroso “año de las canciones”, vería aún la luz “Wanderlied”, que esconde otra cita que revela los profundos vínculos de esta Liederreihe con su vida privada: cuando puso música a los versos “Und Liebe, die folgt ihm, / Sie geht ihm zur Hand” (“y el amor, que le sigue, / permanece a su lado”), Schumann citó el motivo principal de la sexta canción de Frauenliebe und -leben, “Süßer Freund”, no casualmente la que se refiere al embarazo de la protagonista: la propia Clara estaba también embarazada (de su hija Marie), como ella misma acababa de confirmar a Robert. Del total de catorce canciones, de cara a la publicación, y al igual que sucedería tres años después con cuatro de las veinte destinadas a formar parte de Dichterliebe, Schumann descartó finalmente dos de ellas (“Trost im Gesang” y “Sängers Trost”), que serían publicadas en otros números de opus.
Las veinte canciones de Dichterliebe nacieron, en cambio, en poco más de una semana de finales de mayo de ese mismo año, con auténticas explosiones de creatividad que permitían el nacimiento de varias canciones en un mismo día. Su publicación se demoró, sin embargo, hasta el mes de agosto de 1844, con esas cuatro canciones menos de las veinte concebidas originalmente para integrar lo que desde la cubierta se identifica sin asomo de duda como un “ciclo de canciones”, esto es, en la estela de An die ferne Geliebte de Beethoven o Die schöne Müllerin de Schubert. Aquí no se cuenta ninguna historia, ni hay un protagonista único, pero Heine, con su Buch der Lieder, brindó a Schumann todo el material poético que necesitaba para ensartar, como las cuentas de un collar, una serie de canciones que expresaban justamente los temas que más interesaban y preocupaban al compositor. Se erigía así también en continuador natural de las seis canciones de Schubert sobre poemas de Heine que formarían parte póstumamente de la colección bautizada por el editor, Tobias Haslinger, como Schwanengesang. El primer gran maestro del Lied había encontrado sucesor, del mismo modo que décadas después sería Hugo Wolf quien cogería el testigo de Schumann. Con estos tres nombres queda escrita, en esencia, la gloriosa historia del género en el siglo XIX.
Mark Padmore ha sido el mejor Evangelista de las Pasiones de Bach de su generación, lo que equivale a decir que ha sido uno de los mejores tenores líricos de las últimas décadas. Ha cantado mucho y muy bien, abarcando un repertorio que se extiende desde el Renacimiento (llegó a colaborar con The Tallis Scholars, por ejemplo, cantando música de Josquin des Prez) hasta la creación contemporánea, por lo que a nadie puede extrañar que, siendo ya sexagenario, su voz empiece a acusar el inevitable desgaste. Dentro de unos días, el próximo sábado, interpretará en el Wigmore Hall el Winterreise de Schubert junto con el pianista Paul Lewis, poniendo así punto final a una residencia artística a lo largo de esta temporada tras la cual ya ha anunciado que no volverá a ofrecer recitales “completos” en la histórica sala londinense. Quizás haya decidido iniciar una retirada progresiva. Si es así, y más tras lo escuchado en este recital madrileño, vamos a echarlo mucho de menos.
Hace tres años, en el Festival de Aldeburgh, Padmore impartió varias clases magistrales sobre la interpretación de las canciones de Britten. En Madrid ha cantado Schumann, tan admirado y en ocasiones imitado por el autor de Peter Grimes, pero muchas de las observaciones que hizo entonces a sus estudiantes resultan igualmente ahora de aplicación, porque, como todo buen maestro, el tenor inglés predica con el ejemplo. En primer lugar, la dicción: “El público debería poder escribir todas y cada una de las palabras que estás cantando”, dijo entonces a una soprano para que extremara el cuidado en la pronunciación. Cerrando los ojos, a Padmore puede entendérsele cada vocal, cada consonante, pero el modo de pronunciarlas (más abiertas, más cerradas, más labiales, más fricativas, más sonoras, más sordas), y de cantarlas, varía sustancialmente en función del contexto, del mismo modo que las palabras suenan de una manera u otra dependiendo tanto de su ubicación en el poema como de quién es la persona poética que las dice. En “Stirb, Lieb’ und Freud”, una de las joyas de la op. 35 de Schumann y uno de los mejores momentos del recital del lunes en el Teatro de la Zarzuela, escrita en un extraño doble compás de compasillo y con un dejo arcaizante que se adecua a las mil maravillas tanto al propio Padmore como a su pianista en esta ocasión, Kristian Bezuidenhout, escuchamos a la muchacha a que se refiere el poeta-narrador expresarse en dos ocasiones en primera persona.
Con una voz casi blanca, sin vibrato, Padmore se transfiguró literalmente en ella, optando incluso por la opción más aguda de las dos que ofrece Schumann cuando pide en el altar mayor ser aceptada como monja, a pesar de que durante toda la tarde el tenor inglés acusó serios problemas por encima del Sol agudo. Decantarse por la alternativa más grave habría eliminado cualquier riesgo, pero también habría reducido la credibilidad de la confesión. Y no rehuir esos o parecidos retos, atacando notas agudas con la técnica de siempre, pero con la voz mucho más falible que antaño (algunas notas largas perdían también de repente el color), fue lo que, sobre todo en la primera parte, dio lugar a no pocos problemas puntuales de afinación: en “Stille Tränen”, muy exigente, fue especialmente perceptible esa incomodidad en el registro agudo, lo que no impidió que la versión fuera extraordinaria, con ese magnífico diminuendo final en “sei sein Herz”, todo un eco de la atmósfera poética de Dichterliebe.
Padmore no se inmutó ante los conatos de adversidad y siguió cantando como siempre lo ha hecho, caminando sobre el alambre y confiando en su extraordinario falsete. Podía marrar notas aisladas, pero en lo que no falló una sola vez fue en aplicar otras enseñanzas que intentó transmitir a sus alumnos en Aldeburgh: “Tienes que saber transmitir cuánto te gusta este poema, debes tenerlo perfectamente interiorizado en tu cabeza, nosotros necesitamos que ese poema se canalice a través de ti”, aconsejaba. Es difícil decir y estructurar un poema mejor de como lo hace Padmore: cuando afronta el primer verso ya tiene en el horizonte el último, al contrario de esos intérpretes que trocean cada frase y se muestran incapaces de otorgarles un sentido global. Fue reveladora, por ejemplo, su manera de abordar “Erstes Grün”, en cuyo encabezamiento Schumann escribe simplemente “Einfach”, que en la versión de Padmore se tradujo en la mayor sencillez y naturalidad imaginables, graduando estrofa tras estrofa la creciente intensidad emocional del poema. En “Stille Liebe”, la indicación es de nuevo exigua, “Innig”, y cuesta imaginar la canción transmitida con una mayor intimidad. En curiosas canciones homofónicas, como “Auf das Trinkglas eines verstorbenen Freundes” o “Frage”, pudo constatarse más que nunca el perfecto entendimiento entre cantante y pianista. A los dos les une no solo el cultivo asiduo de la música antigua, sino también una concepción de la interpretación en la que el lucimiento personal o cualquier atisbo de exceso están por completo fuera de lugar.
Cuando canta Padmore, conviene mirar sus manos, porque en ellas parece nacer, o compendiarse, su interpretación. Unas veces se tocan, otras se separan, otras parecen implorar, otras recluirse, otras dibujar un abrazo, o apuntar una despedida. Recientemente hemos escuchado cantar Schumann en el Teatro de la Zarzuela a Christian Gerhaher y Matthias Goerne. Padmore encarna quizás una tercera vía, sin la hipergesticulación y los manierismos vocales del segundo, pero también sin el preciosismo en la construcción de cada frase y el suave intelectualismo del primero. El británico aporta un grado mayor de espontaneidad y consigue el milagro de parecer que está cantando en un pequeño salón para un reducido grupo de amigos: es un intimismo a veces doloroso, como quedó especialmente de manifiesto en el bloque de canciones de Dichterliebe que va de “Hör’ ich das Liedchen klingen” hasta “Allnächtlich im Traume seh’ ich dich”, pero que irradia asimismo veracidad y convicción. Tan solo se añoró un dramatismo más acentuado en “Im Rhein, im heiligen Strome” (con los puntillos insuficientemente resaltados en el piano) y en “Aus alten Märchen winkt es”, que invita a un tono algo más exultante.
Sorprendió que Kristian Bezuidenhout tocara un piano moderno, ya que ha grabado este mismo repertorio con Mark Padmore con un Erard de 1837: los instrumentos históricos son, de hecho, su gran especialidad. Pero lo que hizo el sudafricano fue tocar un Steinway casi como si se tratara de un Erard en un ejercicio constante de contención y delicadeza. Nunca explotó su pleno potencial sonoro, ni aun cuando los fortissimi de Schumann y nuestros oídos modernizados parecían reclamarlo o echarlo de menos. Se mostró siempre contenido, sobrio, demasiado austero en lo expresivo en momentos donde la música invita a una mayor efusividad, pero todo se encuadraba en un perfecto ejercicio de coherencia. Bezuidenhout bordó epílogos pianísticos tan sustanciales como los que cierran “Stille Liebe” o, por supuesto, “Die alten, bösen Lieder”, la última canción de Dichterliebe y del recital, en cuyo último verso Padmore agitó levemente la mano derecha en el aire mientras cantaba la palabra “Schmerz” (dolor). El público supo entender un recital realizado desde presupuestos sensiblemente diferentes a los habituales y Padmore y Bezuidenhout agradecieron sus aplausos persistentes interpretando fuera de programa “Dein Angesicht”, una de esas canciones destinadas originalmente a formar parte de Dichterliebe, pero que acabaría fuera del ciclo y sería publicada años después en la op. 127. Enlazaba muy bien con la anterior, porque el rostro de la amada que describe Heine es “dulce y angelical”, al tiempo que “tan pálido y lleno de dolor” (“schmerzenreich”), un dolor que fue también visible, por supuesto, en las manos virtuosas y polisémicas de Mark Padmore, un cantante —y un artista— irrepetible.
XXVIII Ciclo de Lied
Robert Schumann: Zwölf Gedichte von Justinus Kerner, op. 35. Dichterliebe, op. 48. Mark Padmore (tenor) y Kristian Bezuidenhout (piano). Teatro de la Zarzuela, 20 de junio.