El viaje de Letizia
Una joven periodista recién casada salía de trabajar, a veces de noche, y se iba a la plaza de Conde de Casal
En 2003, este periódico dedicó su especial del año a dos personajes, Sadam Husein y Letizia Ortiz. La estúpida adhesión de España a aquella invasión basada en hechos falsos de toda falsedad protagonizaba a diario las primeras planas hasta que surgió de pronto un hecho de naturaleza institucional-sentimental que coloreó la información.
El entonces príncipe Felipe ...
En 2003, este periódico dedicó su especial del año a dos personajes, Sadam Husein y Letizia Ortiz. La estúpida adhesión de España a aquella invasión basada en hechos falsos de toda falsedad protagonizaba a diario las primeras planas hasta que surgió de pronto un hecho de naturaleza institucional-sentimental que coloreó la información.
El entonces príncipe Felipe anunció su compromiso con una periodista de televisión. El periódico me encargó su semblanza. La Zarzuela había blindado a la prometida contra cualquier intromisión de los medios, así que me las tuve que ingeniar para inventarme un retrato sin la posibilidad de hablar con ella. La crónica comenzaba casi literariamente: una joven periodista recién casada salía de trabajar, a veces de noche, y se iba a la plaza de Conde de Casal, donde comienza la carretera de Valencia; allí, tomaba una camioneta, La Veloz, que la llevaba, junto a otras almas derrotadas tras un día laboral, hasta una de esas urbanizaciones de reciente construcción cercadas por descampados. Escribí sobre el cansancio de aquella joven, sobre sus reflexiones medio adormecidas de final de jornada.
Tras su publicación, la aludida se puso en contacto conmigo para decirme cómo se había sentido justamente retratada. No le confesé que me había valido de mi propia experiencia para escribirlo. Yo era la periodista que tuvo su primer piso en una de aquellas cooperativas, yo era la que cada noche iba en la camioneta que nos conducía hacia un lugar en medio de la meseta seca donde abundan los rastrojos. Tuve la intuición de que las personas estamos tan condicionadas por el lugar en el que vivimos que esa circunstancia alimenta sueños compartidos, de esperanza o frustración, de soledad o bienestar.
Como chica de barrio que yo había sido hasta mis 20 años, esa nueva ubicación más allá de los límites de la ciudad me provocaba un inevitable bajonazo. Siempre había considerado que mi independencia me impulsaría hacia el centro y no que me expulsaría de lo urbano. Apuraba al máximo el tiempo en la calle Huertas, donde se encontraba la radio, y brujuleaba por los bares hasta que ya no me quedaba otra que encarar el trayecto Letizia hacia la nada. Nunca tuve espíritu de pionera e hice lo posible por regresar al lío, al bullicio. Aquellas cooperativas crecieron y hoy conforman una ciudad donde sus vecinos encuentran lo que precisan.
Nuestra biografía tiene nombre de barrio. De aquel en el que hicimos el Bachillerato, de aquel al que regresamos para encontrar refugio. La literatura de las ciudades es rica en historias de los que proyectan sus sueños hacia otro lugar. Si el puente de Brooklyn es tan emblemático es porque allí vivía una clase obrera que soñaba con cruzarlo y conquistar Manhattan.
En mi ciudad, Madrid, era algo más prosaico, la M-30, lo que establecía una división dramática entre los que estaban dentro y los que quedábamos fuera, de tal manera que cuando mi madre nos llevaba “a Madrid”, a comprarnos ropa, se trataba de cruzar el puente que sobrevuela la autopista. De cualquier manera, mi yo adolescente de entonces no echaba de menos el centro porque en mi barrio había parques, terrazas, un colegio al que ir andando, una galería de tiendas con su papelería, puestos de helados y churros, quioscos de chucherías, panaderías donde comprar cuernos de chocolate y cines, dos grandes cines, en los que hacíamos cola toda la chavalería los viernes por la tarde para ver una doble sesión de las aventuras del vaquero Trinidad, al que luego siguieron llamando Trinidad. Todo lo que necesita una criatura, espacio y libertad para ocuparlo, estaba a nuestro alcance. Los vecinos mejoraron con su presencia ese urbanismo precario y mi padre, ya en su vejez, hablaba de “su pueblo”, ese lugar donde encontraba siempre un amigo con el que compartir un vino.
Escribía esta semana Manuel Franco, investigador en salud pública, sobre la relación de los barrios y la salud de sus habitantes. Es, sin duda, el tema del futuro porque en las ciudades se va a concentrar la mayoría de la población. Las expectativas de vida difieren en una ciudad como Madrid de un barrio a otro, con una diferencia de hasta 10 años de un entorno pobre a otro privilegiado. La pandemia lo ha hecho más visible. El cuerpo y el alma de los desatendidos se ha resentido. Como fui una niña feliz de barrio, pienso como John Cheever: “Tiene que haber una correspondencia entre los sueños de la gente y las casas en las que viven”.