El hombre que calla: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París

Osama Krayem, implicado indirectamente en los ataques en París, desistió en el último minuto de activar la bomba que transportaba en la mochila en los atentados de Bruselas. Es poco probable que nos explique por qué

Osama Krayem, uno de los acusados de los ataques en París en 2015, dibujado por Benoit Peyrucq.BENOIT PEYRUCQ (AFP)

1. Guardar silencio

Hacia el final de la audiencia, un abogado de la parte civil se ha levantado y se ha dirigido teatralmente al acusado: “Señor Krayem, ¿podría decirnos si se niega a hablar por motivos personales o porque no reconoce a esta jurisdicción?”. La pregunta es sorprendente si se tiene en cuenta que Osama Krayem, la semana anterior, pidió a su abogado que leyera una carta en la que explica muy claramente: “Nadie está aquí para intentar comprender y no creo que expresarme acerca de lo que se me reprocha cambie en absoluto la decisión del tribunal. He tomado la decisión...

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Capítulo 18

1. Guardar silencio

Hacia el final de la audiencia, un abogado de la parte civil se ha levantado y se ha dirigido teatralmente al acusado: “Señor Krayem, ¿podría decirnos si se niega a hablar por motivos personales o porque no reconoce a esta jurisdicción?”. La pregunta es sorprendente si se tiene en cuenta que Osama Krayem, la semana anterior, pidió a su abogado que leyera una carta en la que explica muy claramente: “Nadie está aquí para intentar comprender y no creo que expresarme acerca de lo que se me reprocha cambie en absoluto la decisión del tribunal. He tomado la decisión de guardar silencio hasta el fin de los debates”. Así pues, su interrogatorio ha consistido en una serie de preguntas formuladas, en el orden habitual, por el presidente y sus jueces adjuntos, el fiscal, los abogados de las partes civiles y, por último, la defensa. Eran preguntas largas y minuciosas, basadas en cotas del sumario, al final de las cuales miraban al acusado, por mera formalidad y por si acaso había cambiado de opinión. Pero no, permanecía impasible y mudo, miraba al vacío sin pestañear. Cabe preguntarse cuál de estas dos estrategias de ruptura es la más eficaz: negarse a comparecer o comparecer y negarse a hablar. A mi entender, la segunda: en una presencia física silenciosa hay algo profundamente desestabilizador. Te agitas delante de una pared.

De rasgos finos, pelo negro, largo y lacio, partido por una raya en medio, y de barba abundante por debajo de la mascarilla, Osama Krayem es un tipo de 30 años, de nacionalidad sueca, criado en Malmoe por una familia siria, libanesa o palestina —no está claro, pero en él nada lo es—, y que al salir de una adolescencia dedicada al fútbol, empezó a practicar su religión asiduamente. No por ello acepta la palabra “radicalización”: “En la religión”, decía, en los días en que hablaba, “lo tomas todo o lo dejas todo. Si el Corán dice que algo es justo, pues es justo, aunque el resto de la humanidad diga lo contrario”.

En agosto de 2014 viaja a Siria para “una labor humanitaria”, como demuestra su presencia entre 15 barbudos en traje de faena que asisten a la ejecución de un piloto de caza jordano quemado vivo en una jaula, el más atroz de los vídeos atroces del ISIS. En la primavera de 2015, se relaciona con Abou Mohammed al Adnani, jefe de las operaciones exteriores del califato, de quien aprende, según una carta a su hermana, “cosas asombrosas”, y se propone “realizar el mejor acto que más satisfaga a Alá”. En otras palabras, una operación suicida, en virtud de la cual abandona Siria a mediados de septiembre de 2015. Provisto de un falso pasaporte sirio, entra en Europa por Grecia en compañía de Sofiane Ayari y Ahmad Alkhald. Los tres se encuentran en Viena, donde Salah Abdeslam va a recogerlos el 3 de octubre para transportarles a Bélgica. A decir verdad, Krayem solo está indirectamente implicado en los atentados parisinos. Él se reservaba el del metro de Bruselas, el 22 de marzo de 2016, pero, al igual que Salah Abdeslam, desistió en el último minuto de activar la bomba que transportaba en la mochila, y es poco probable que nos explique por qué.

2. Un buen hombre

Como su hermano y su hermana no respondieron a las convocatorias, la defensa de Osama Krayem solo encontró un testigo que declarase a su favor: un profesor belga jubilado, visitante de cárceles voluntario, que durante cuatro años le dio clases de francés. Ciento setenta y cinco lecciones de una hora y media —es decir, 260 horas cara a cara, ha calculado él— que le confieren cierta autoridad para hablar de su alumno. ¿Qué dice este hombre que viste una parka gris y es un poco gris él mismo, pero apacible y preciso? Que empezaron estudiando el álbum de Tintín, La oreja rota (en el que aparece el general Alcázar) y siguieron con El principito.

Que Krayem le pareció reflexivo, ecuánime, ansioso de que le consideren un chico fiable, honesto, respetuoso de la palabra dada. Un alumno de buena voluntad con quien se estableció a lo largo de los años un lazo de aprecio y de confianza. Por citar a un celador de la cárcel: “Con independencia de las cosas horribles que ha cometido, el señor Krayem es una persona con mucha humanidad”. La expresión ha suscitado una oleada de reprobación. La humanidad de quien ha formado parte de la brigada más cruel del Estado Islámico y participado en atentados mortíferos ¿no es la misma que la del comandante de Auschwitz que era asimismo un padre cariñoso y un marido solícito? “Quizá”, ha dicho el profesor con una suavidad inquebrantable. “No minimizo la gravedad de sus actos, les hablo únicamente del hombre al que he frecuentado durante cuatro años. Quizá no sea un tipo chic, pero es un hombre decente y humano. Si queremos vivir en democracia, tiene que haber personas que hablen a favor de los acusados en los juicios”. Tiene que haberlas, sí. Pero otro abogado ha leído este pasaje de una carta de Krayem a su hermano: “Los infieles son nuestros enemigos. Ódialos con todas tus fuerzas, pero no lo denotes”. Los rasgos de decencia y de humanidad que resaltaba este profesor imbuido de una probidad cándida y enfundado en un Gore-tex gris, ¿no eran pura y simple takiya?

3. Takiya

A finales del mes de agosto de 2016, pasé una estancia en la islita griega de Leros. Para intenso descontento de sus habitantes, se había convertido en un hotspot que acogía y clasificaba a los inmigrantes, principalmente sirios, que huían del régimen sanguinario de Bachar el Asad. Gracias a un taller de escritura, conocí bastante bien a cinco de estos inmigrantes, muy jóvenes, y anoté lo mejor que pude los relatos estremecedores que hacían de su odisea. Caminatas agotadoras, hambre y sed, pasadores codiciosos y a veces traicioneros, travesía de Esmirna a Leros a bordo de una zodiac sobrecargada, desinflada a medias, con el consiguiente peligro de morir ahogados. De estos chicos me impresionó su valentía, su madurez. Hice un retrato de uno de ellos en mi libro Yoga.

Yo no conocía entonces la palabra takiya, que empleamos todos los que seguimos el juicio como si la conociéramos de toda la vida. La takiya es el fingimiento que practica el creyente cuando no tiene la libertad de vivir su religión a la luz del día. Así lo hacían los musulmanes y los judíos marranos en la España católica del siglo XV. Los yihadistas de hoy, que se mueven como submarinos en una sociedad a la que aspiran a destruir, han convertido este fingimiento en una segunda piel: para engañar a los infieles hay que mezclarse con ellos, aparentar que son musulmanes amables, deseosos de rezar sin molestar a nadie, respetando el pacto republicano. La takiya es un poderoso motor de paranoia que trastorna las noches de jueces y policías antiterroristas: tener un aspecto inofensivo, o sinceramente arrepentido ¿no constituye la prueba de que eres monstruosamente peligroso?

No pude evitar pensarlo cuando escuchaba a otro testigo, un inmigrante actualmente afincado en Francia que se codeó con Osama Krayem y sus dos compañeros de ruta, Ayari y Alkhald, durante su viaje a Europa. Con los nombres de Ahmed, Naïm y Mounir, ellos también llegaron a Leros en una zodiac, pasaron allí unos días a la espera de que los inscribieran y continuaron viaje hasta Viena. Nada les distinguía de los chicos que conocí allí exactamente un año antes. Tal vez fueran tan encantadores y sus relatos igual de convincentes. Ellos también llegaban de Siria y se declaraban expulsados por Bachar el Asad cuando en realidad los teleguiaba el ISIS para sembrar fuego y terror en el corazón de Europa. Si hubiesen participado en mi taller de escritura, ¿yo habría desconfiado de ellos? ¿No habría escrito, a propósito de Osama Krayem, páginas llenas de confianza y compasión?

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