Poesía curativa para un mundo herido

La cosecha de 2021 deja versos de hospital, de enfermedad, de amor y de búsqueda de vitalidad para volver a ponerse en pie

Desde la izquierda: Orlando Mondragón, Begoña M. Rueda, Fernando Beltrán y Ioana Gruia.

Si la poesía es el espejo de los avatares que nos sacuden, de los traspiés y emociones que nos conmueven, la que se ha cosechado en 2021 nos pinta tan vulnerables y apasionados como temíamos. Una cata en algunos de los libros y premios de poetas de distintas edades, orígenes y género de este año arroja un retrato de urgencia del pesar de la enfermedad, los cuidados, la evanescencia del cuerpo, el exilio, pero también de los fogonazos de vitalidad que iluminan este mundo que avanza a trompicones.

“La poesía es como una radiografía: zonas de luz y oscuridad superpuestas que revelan y ocul...

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Si la poesía es el espejo de los avatares que nos sacuden, de los traspiés y emociones que nos conmueven, la que se ha cosechado en 2021 nos pinta tan vulnerables y apasionados como temíamos. Una cata en algunos de los libros y premios de poetas de distintas edades, orígenes y género de este año arroja un retrato de urgencia del pesar de la enfermedad, los cuidados, la evanescencia del cuerpo, el exilio, pero también de los fogonazos de vitalidad que iluminan este mundo que avanza a trompicones.

“La poesía es como una radiografía: zonas de luz y oscuridad superpuestas que revelan y ocultan en igual medida”, describe con nitidez científica Orlando Mondragón, precisamente médico, mexicano de 28 años y ganador del reciente Premio Loewe de Poesía con Cuadernos de la patología humana, que se publicará en marzo. Entre guardia y guardia en el Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez (Ciudad de México), Mondragón ha encontrado su particular válvula de escape en un género que le ayuda a poner orden en su mente y a encontrar dirección en el caos. “La poesía tensa el lenguaje hasta sus límites y así es también lo que se propone comunicar: una idea, una emoción o un hecho de forma intransferible. Depende del gatillo que me haya hecho sentarme a escribir”.

Y ese gatillo ha tomado forma de hospital en algunos de los poemarios más aplaudidos estos meses. Así como el mexicano deslumbró al jurado del Loewe con versos como: “Le tomo la mano a mi enfermo / para saber que sigo vivo”; también lo hizo Begoña M. Rueda al ganar otro prestigioso premio, el Hiperión, escrito desde la lavandería del hospital en que trabaja, en Algeciras (Cádiz):

“Los militares se despliegan

por todo el recinto hospitalario,

hombres armados, recios,

que se bajan de un camión rojo

aparcado en la puerta de la lavandería.

A la tarde, según aparece en la prensa,

fueron fumigadas

las zonas de urgencias, medicina nuclear,

áreas de limpieza, cocinas,

semisótano y almacenes de residuos,

sin embargo,

parecieron haberse olvidado de la lavandería,

delante de la cual aparcaron el camión rojo

y se bajaron, armados, recios

como si pudieran abatir la pandemia a tiros,

nosotras los vimos bajarse

y pasar de largo

como si la ropa de los infectados se lavara sola

como si ni siquiera perteneciéramos al hospital.

Como si no importáramos”.

Pero Begoña M. Rueda, nacida en Jaén hace 29 años, no cree que hace exactamente poesía de la covid, sino de otra “importante pandemia de la que se habla bien poco: la soledad”. “Intento hacer del poema una prenda de abrigo. Hago versos como quien hace guantes, bufandas y gorros de croché, con toda la intención de quitarle el frío a mis lectores”, responde la joven autora. “Intento que todo aquel que llora en silencio en la parada del autobús porque siente que no puede, los que gritan contra el machismo y la lgtbifobia o la que friega escalones y es mirada por encima del hombro, en mis libros encuentren en mi poesía un poco de calidez y de comprensión”. Rueda escribe, en suma, porque lo necesita como lo necesitan —cree— los demás.

Trascender los sucesos para escalar hacia una reflexión, una emoción y un ánimo de cambiar la realidad es la gran motivación que expresa Rueda y que se halla también en los demás. Fernando Beltrán suma ya la tercera edición de La curación del mundo (Hiperión), un poemario escrito prácticamente en el delirio de su enfermedad, que le postró varios meses en 2020 y cuyo nombre no llega a pronunciar. “Nunca nombro las palabras covid ni coronavirus, quizás porque esas son las circunstancias y, en el fondo, de lo que habla el libro es del ser humano, de su vulnerabilidad, sus miedos, pero también de su capacidad de vuelo, armonía y belleza”.

Beltrán, nacido en Oviedo hace 65 años, cree que la gente ha vuelto su atención a la poesía en estos tiempos de pandemia porque este género parte a menudo de la fragilidad del ser humano. “Escribir este libro me ayudó a superar la enfermedad. La medicina me salvó, pero la poesía me curó. El diván de los poetas son sus poemas”, asegura.

“Qué somos las ballenas si no es esto

que ahora ves, ahora soy, esto que queda

cuando no queda más, cuando ya has muerto

varado en cualquier playa, elegida, obligada

inesperada, qué más da, qué más doy”.

El poeta creó los primeros versos del libro en su cabeza, sin bolígrafo, sin cuaderno, y se apoyó en varias metáforas para lograr hacer memoria después: el tren que oía rodear el hospital, la imagen del ciclista López Carril llegando al alto del Alpe d’Huez casi roto, sin respiración, como él se sentía en su postración; la búsqueda de la luz que alumbró en la primera claridad del día los versos “Nunca / la luz del día / tanta luz…”, que hoy se repite rutinariamente para celebrar que vive. Como Begoña M. Rueda, también Beltrán se imagina la escritura como esa forma de acudir al cajón de las bufandas, que es también el cajón del frío.

Gioconda Belli, poeta y novelista nicaraguense, fotografiada en Boadilla del Monte, Madrid.Foto: OLMO CALVO | Vídeo: BERNA G. HARBOUR

Más allá de la pandemia, la cosecha de este 2021 también nos pone sobre la mesa otras formas de poesía de la urgencia, como la que encarna la nicaragüense Gioconda Belli en su poema sobre el dolor del exilio, al que se ha visto obligada ante la presión del dictador Daniel Ortega (ver vídeo). Y ha puesto sobre la mesa a Ioana Gruia, premio Hermanos Argensola con La luz que enciende el cuerpo (Visor):

“Baila, Natasha, baila por nosotras,

feministas con alma de bolero

y con amores de novela rusa”.

Así termina uno de los poemas más luminosos de un libro sembrado de amor, deseo y una mirada sobre el cuerpo tan omnipresente hoy:

“Alguien que no era yo se fue alejando

hacia una vida oculta que no es mía

y sin embargo tanto anhelo en sueños

Alguien que no era yo también te quiere,

y vuelve a comenzar aquella historia

aquel amor difícil que fue mío.

Por eso quiere tanto parecerse

a ese alguien que fui cuando me amabas”.

Para Gruia, nacida en Bucarest hace 43 años, la poesía significa la posibilidad de “construir un puente hacia los lectores, un barco donde naveguen la razón y la piel, un espacio propicio a la reelaboración de esos temas que me interpelan profunda y cotidianamente”. Porque las cosas malas están a la vuelta de la esquina, dice, reivindica las mejores: “Porque sé del dolor / he sido siempre fiel a la alegría”, ha escrito estos días. Y, en busca del orden interior que le procura la poesía, elige los refugios seguros: “La maternidad, la calidez de la amistad, el deseo como motor vital, la intensidad erótica y los libros, la música, el arte, las buenas conversaciones, la buena mesa, el buen vino”.

Todo ello está en su poesía, tan emergente y rotunda como las de Mondragón, Beltrán, Rueda y tantos poetas que este año han arrojado luz en plena oscuridad. Y que sigan.

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