La bohemia tirita bajo la nieve
La producción de ‘La Bohème’ de Richard Jones regresa al Teatro Real cuatro años después, acompañada ahora de una versión musical extraordinaria acogida con entusiasmo en el estreno
La Royal Opera House repone estos días El cascanueces en la ya clásica producción de Peter Wright: como reza su propia publicidad del ballet de Chaikovski, “la Navidad no sería la Navidad sin él”. El Teatro Real, coproductor del espectáculo, hace lo propio con esta Bohème estrenada precisamente en el Covent Garden en 2017 (y pocos meses después en Madrid), sustituta en su día del histórico montaje de John Copley, que acabó estirándose en Londres como una goma durante más de cuatr...
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La Royal Opera House repone estos días El cascanueces en la ya clásica producción de Peter Wright: como reza su propia publicidad del ballet de Chaikovski, “la Navidad no sería la Navidad sin él”. El Teatro Real, coproductor del espectáculo, hace lo propio con esta Bohème estrenada precisamente en el Covent Garden en 2017 (y pocos meses después en Madrid), sustituta en su día del histórico montaje de John Copley, que acabó estirándose en Londres como una goma durante más de cuatro décadas. Ambientada en parte en los últimos días del año, nadie podrá negar a la ópera de Giacomo Puccini su pertinencia temporal en estas fechas, por más que su final no sea precisamente alegre, festivo ni optimista, del mismo modo que la enfermedad respiratoria que acaba consumiendo a la protagonista no es tampoco la visión más halagüeña ni esperanzadora en la actual coyuntura sanitaria. Aun así, las reposiciones ―aquí y en todas partes― deben ser vistas siempre con ojos comprensivos: los teatros de ópera necesitan hacer caja despreocupadamente de cuando en cuando, sin margen de riesgo, con objeto de llenar sus arcas más o menos en la misma medida en que se ven vaciadas por costosísimas nuevas producciones o por incursiones en repertorios poco o nada comerciales, léase títulos infrecuentes, redescubrimientos barrocos, resurrecciones patrias o, citando a Ligeti, nuevas aventuras.
Cuando La Bohème sí fue realmente una primicia, en su estreno en el Teatro Regio de Turín en 1896, fue acogida con opiniones muy divididas. El motivo es que acababa de estrenarse menos de un mes antes en la ciudad la primera producción italiana de Ocaso de los dioses (la siguiente ópera que, casualmente, recalará en la Plaza de Oriente a partir del 26 de enero) y los críticos se empeñaron en comparar la desmesura de una con la levedad de la otra o, con sus propias palabras, la “organicidad” que transpira la última jornada de El anillo del nibelungo y la “puerilidad” y “superficialidad” de una ópera episódica inspirada en algunos de los personajes que pueblan las Scènes de la vie de bohème de Henry Murger. No era una comparación justa, porque al compositor italiano, que logró esquivar en buena medida la influencia omnipresente de Wagner, le gustaba cantar las “cosas pequeñas”, una expresión que llega a poner incluso en boca de Cio-Cio San en Madama Butterfly y que reencontramos en una carta que escribió el compositor a Carlo Clausetti el 10 de julio de 1911: “Poesia, poesia larga, scene varie, piccole cose, altre meno piccole, ma sempre umanamente sentite”. Nada de dioses, ni gibichungos, ni nornas ni fuegos mágicos: el tocado rosa de Mimì, el manguito de Musetta, el tabardo de Colline.
Hoy la bohemia es ya una reliquia del pasado que nos legó en su día grandes y pintorescos personajes, la mayoría olvidados. Los desahucios, las infraviviendas o el bono social térmico en los meses de invierno siguen tristemente, sin embargo, a la orden del día. Con esos ojos hay que ver hoy a estos personajes ―costurera, poeta, pintor, músico, filósofo― que Puccini retrata con un verismo amable y muy atenuado, contrastando tanto la intimidad de su buhardilla con los bulliciosos paisajes sonoros urbanos de los dos actos centrales, como la comicidad que dimana de la camaradería reinante entre los bohemios (la pobreza une mucho) con la tragedia que se vislumbra en el primer acto y se consuma en el cuarto.
Sin abandonar París, Mimì es una hija lejana de Violetta, la heroína de La traviata. Une a ambas la tuberculosis, con la inevitable muerte final incluida, pero las separa su entorno social, su profesión, su posición económica y, muy posiblemente, su actitud ante el sexo. Entre una y otra, en la vida real, Robert Koch descubrió el bacilo que provocaba la enfermedad, tenida hasta entonces por hereditaria. Por eso se ve con otros ojos en una ópera poblada de burgueses y aristócratas ociosos frente a los bohemios y los humildes trabajadores que vemos desfilar por el melodrama de Puccini: ahora la tuberculosis ha pasado a ser una enfermedad de pobres, de personas que malviven a dos velas, hacinadas en cuartuchos de edificios humildes. También las flores distinguen a Violetta de Mimì: las camelias de una (símbolo, según el color blanco o rojo, de su disponibilidad sexual) contrastan fuertemente con los lirios y las rosas que borda la otra. Solo las toses auguran, como negros nubarrones, un destino idéntico para ambas.
La producción de Richard Jones ha vuelto a exhibir sus virtudes, más que sus genialidades: un espacio pequeño para retratar la buhardilla y hacer creíble la intimidad entre Rodolfo y Mimì en la segunda mitad del primer acto y la posterior muerte de ella, arropada por sus amigos, al final del cuarto; un comedor del Café Momus también muy reducido para concentrar mejor el ir y venir de frases de todos los comensales, que se contrapone en el segundo acto a esas galerías de tiendas comprimidas en una falsa perspectiva; y una casucha diminuta en el tercero que hace las veces del cabaret prescrito en el libreto y que, junto a un barril a modo de brasero, parece una minucia en medio del gran escenario vacío del Teatro Real, sobre el que cae incesantemente la nieve, como al final del primer acto. La lucha contra el frío de unos personajes ateridos es, de hecho, una constante a lo largo de toda la ópera. Los cambios de escenografía se realizan a la vista del público mientras los técnicos desplazan unos decorados para dar paso a otros. La visibilidad de decorados antiguos y futuros conviviendo con los presentes nos aleja, por tanto, de la realidad y deja al descubierto el artificio, siempre muy bien iluminado, pero la música nos sumerge indefectiblemente en ella. Jones lo sabe y fía, como debe ser, la credibilidad a la partitura de Puccini. Nada que ver con aquella legendaria producción de Franco Zeffirelli que inauguró la temporada del Teatro alla Scala en 1963 y que sirvió de vara de medir para muchas de las posteriores. También Jones parece aquí amigo de las “piccole cose”.
Tan solo un cantante sobrevive del estreno de esta misma producción en el Teatro Real en 2017: el barítono Joan Martín-Royo, un Schaunard tan expresivo, bien cantado y actuado entonces como ahora. Todo el resto cambia y, en general, para mejor. En primer lugar, por la excepcional pareja protagonista. Ermonela Jaho ha demostrado en Madrid que sabe hacer creíbles como pocas las enfermedades del cuerpo o del alma de mujeres desvalidas y abandonadas (Violetta y Cio-Cio San). Su físico frágil y sus muy notables dotes de actriz le ayudan, pero donde brilla de verdad es en su canto, al que solo sigue faltándole ganar un entero más en la claridad de su dicción italiana. Por lo demás, compone una Mimì austera, delicada, grácil, aprovechando cuanto le ofrece la partitura, que roza lo exiguo, para dotar de entidad y credibilidad a su personaje. Nunca fuerza el volumen de los agudos, del mismo modo que tampoco exagera en los pianos, a los que sabe imprimir una extraordinaria belleza tímbrica. Su aria del tercer acto, muy aplaudida, A su lado, Michael Fabiano se muestra aquí más cómodo que en aquella milagrosa Traviata que se sacó el Real de la manga el año pasado a poco de que saliéramos del confinamiento. Su Rodolfo, de voz flexible y agudos fáciles y rotundos, irradia desenvoltura en las escenas con sus compañeros de bohemia, al tiempo que derrocha amor cálido y sincero en los dúos con Mimì, incluyendo sus muy bien expresados temores en su aria del tercer acto, donde el estadounidense raya a gran altura, claramente motivado y espoleado por el arte grande y sincero de su compañera.
Del resto del reparto destaca Ruth Iniesta como Musetta, a la que Puccini regala un aria con una de las mejores melodías que imaginó, a pesar de moverse por grados conjuntos y de tener solo dos sencillos descensos de quinta como su elemento más característico. Si pocas son las posibilidades de lucirse de Mimì, menos lo son aún las de Musetta, que debe fiar su triunfo a su aria y poco más, aunque Iniesta dibuja con gran talento su transformación casi radical en el cuarto acto. El joven bajo polaco Krzysztof Bączyk deja una buena y, sobre todo, prometedora impresión como Colline, mientras que Lucas Meachem da vida a un Marcello algo rígido, más incómodo en las escenas colectivas y mucho mejor en su intimista dúo con Marcello del cuarto acto. Los cuatro bohemios, como cuarteto, poseen voces muy complementarias y eso ayuda mucho en los arranques tan locuaces y verbosos de los dos actos extremos. El coro, obligado a cantar aún con mascarillas, ofrece su mejor versión en su abigarrada escena del segundo acto, al igual que los Pequeños Cantores de la JORCAM, que jamás defraudan.
Pero la verdadera estrella de la representación, y no es la primera vez que sucede, es Nicola Luisotti, que imparte una lección magistral de dirección operística desde el foso, con la sonrisa puesta desde el primer compás y disfrutando ―y haciendo disfrutar a todos: cantantes, instrumentistas y público― con las mil y una pequeñas genialidades que contiene la música de Puccini como si estuviera dirigiéndola por primera vez. Nadie hace sonar a la cuerda del Real con la expresividad y ductilidad que él sabe extraer de ella. El italiano sabe que La Bohème se mueve constantemente entre lo banal y lo sentimental, entre lo poético y lo prosaico. Cuando las emociones pasan, a menudo de manera imperceptible, al primer plano (“¿Hay algo en el mundo más conmovedor que juventud y amor y tuberculosis?”, se preguntaba Virgil Thomson en la crítica de una representación de esta ópera en el Metropolitan de Nueva York en 1941), Luisotti prepara el terreno y dispone a toda la artillería, no de decibelios, sino de sentido y sensibilidad (o sensatez y sentimiento, si damos más crédito a José Luis López Muñoz). Envuelve a los cantantes con un manto de seda terso, libre y ondulante, como hace en los tres grandes dúos de Rodolfo y Mimì, con mención especial a cuando ella canta “si rinasce, si rinasce...”, o les va tejiendo una alfombra de terciopelo antes de que la pisen, como la que despliega ante Mimì en el preludio instrumental de su “Sono andati?” tras despertarse efímeramente al final del cuarto acto. Sabe verter con transparencia la gran riqueza polifónica de la partitura y sus brazos dibujan siempre de forma gráfica el volumen exacto de la música: cuándo debe volar, cuándo remansarse, cuándo acumular tensión, cuándo liberarla, cuándo salpicar de color un lienzo imaginario, cuándo alargar el pincel en un solo trazo interminable. En estos últimos años ha dejado en Madrid tantas muestras de maestría en varios títulos capitales de Verdi y Puccini que Luisotti se ha ganado con creces la oportunidad de poder lucirse también en repertorios diferentes.
La Bohème retrata una “vida alegre y terrible”, como escribió Henry Murger en el prólogo de la obra que sirvió de inspiración a Giuseppe Giacosa y Luigi Illica, que decidieron reproducirla al comienzo de su libreto. Todo sucede velozmente en menos de dos horas que pasan en un vuelo, sobre todo si, como aquí, las cosas se hacen bien y con cabeza. Así lo percibió también el público del estreno, que aplaudió como pocas veces suele hacerlo. Una puesta en escena parca y sencilla, pero discreta y eficaz; un excelente y homogéneo grupo de cantantes, encabezados por una soprano y un tenor de campanillas, en su plena madurez vocal y que se compenetran a la perfección; una orquesta entregada y con personalidad en todas sus secciones; una dirección musical superlativa. ¿Qué más se puede pedir? Acudir a partir de hoy al Teatro Real es recibir un regalo de Navidad anticipado.
La Bohème
Música de Giacomo Puccini.
Ermonela Jaho, Michael Fabiano, Lucas Meachem y Ruth Iniesta, entre otros.
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.
Dirección musical: Nicola Luisotti.
Dirección de escena: Richard Jones.
Teatro Real, hasta el 4 de enero.