Artistas españoles frente a Franco: el largo viaje desde el falangismo hasta la oposición
El periodista Josep Massot analiza en un libro las distintas posiciones de creadores como Miró o Tàpies en la España de la posguerra y el papel de los galeristas nazis refugiados en el país
El 2 de mayo de 1939, cuatro meses después de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona, se celebró una ceremonia en la plaza de Cataluña presidida por un obelisco levantado en memoria de los nacionales muertos durante la Guerra Civil. Leyeron discursos Mariano Calviño, jefe provincial del Movimiento, y el escritor Ernesto Giménez Caballero, que enumeró los males de la democracia, la masonería y la República por haber concedido “la independencia de Cataluña y Vasconia y de la mujer frente ...
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El 2 de mayo de 1939, cuatro meses después de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona, se celebró una ceremonia en la plaza de Cataluña presidida por un obelisco levantado en memoria de los nacionales muertos durante la Guerra Civil. Leyeron discursos Mariano Calviño, jefe provincial del Movimiento, y el escritor Ernesto Giménez Caballero, que enumeró los males de la democracia, la masonería y la República por haber concedido “la independencia de Cataluña y Vasconia y de la mujer frente al marido”. La jornada, suspendida por la lluvia, fue recogida en los diarios. La Vanguardia Española reprodujo en su portada, a toda página, la foto realizada por Antoni Campañà de un joven con uniforme de honor de la Falange Española junto al obelisco.
El joven no era otro que el futuro pintor Antoni Tàpies, que en ese momento tenía 15 años y que décadas después intentó hacer desaparecer la imagen de los archivos del diario. La inesperada foto, realizada en un momento en el que no era obligado afiliarse a las Juventudes Falangistas, es una de las muchas historias que el periodista Josep Massot cuenta en su libro Joan Miró sota el franquisme (1940-1983), publicado en catalán por Galàxia Gutenberg, en el que retrata el arte español de la posguerra y sus implicaciones con la política y da luz a historias como el apoyo que dieron los nazis refugiados en España tras la Segunda Guerra Mundial al arte informalista que el III Reich había calificado de “degenerado”.
“En una de mis visitas a Tàpies me pidió que hiciera desaparecer la foto del archivo del diario. En ese momento me enteré de su existencia, pese a que se había referido a ella en su autobiografía Memoria personal”, explica Massot, autor hace tres años de la última biografía de Miró publicada en la misma editorial.
Para Massot, Tàpies es el ejemplo, junto a Eduardo Chillida, Manuel Sacristán, Josep Maria Castellet, Carlos Barral, José Maria Valverde, José Luis Aranguren, Francesc Farreras, Pablo Palazuelo y un largo etcétera, “de la rápida evolución de jóvenes intelectuales desde un falangismo crítico, tras considerar que Franco había traicionado la promesa de hacer la revolución fascista, al acercamiento a la izquierda, a partir de los sesenta, que acabó liderando el activismo democrático”.
Massot recoge episodios como la paliza que dieron en 1949 Chillida y Palazuelo a dos activistas catalanes por quitar una bandera franquista de un edificio de París al grito de “no hemos matado a suficientes rojos separatistas”, que contó el pintor Xavier Valls en sus memorias.
Tras la defensa a ultranza del realismo ecléctico y autárquico de los cuarenta, la España franquista de los cincuenta pasó a promocionar los informalismos ante la necesidad de reapertura de un régimen asfixiado internacionalmente. Miró, explica el autor, fue intransigente ante las presiones para maquillar la dictadura y se negó a participar en las bienales de arte bajo la batuta de Luis González Robles. “Alegaba que no tenía obras nuevas porque estaban en manos de sus marchantes Pierre Matisse y Aimé Maeght”, según Massot. Sí lo hicieron Tàpies, Eduardo Chillida, Jorge Oteiza, Manolo Millares, Antonio Saura y Modest Cuixart, obteniendo reconocimiento y fama internacional. “No tenían otra opción para hacerse visibles, mientras que Miró contaba con Nueva York y París para exhibir sus obras. A Miró lo salvaron sus amigos de Estados Unidos, como Josep Lluís Sert, Alexander Calder, Pierre Matisse y los dirigentes del MoMA, que veían en él una posibilidad de sacar del provincianismo al público de Nueva York”, explica el autor.
Tàpies fue el primero que acabó rebelándose. En 1959 se negó a que sus obras se mostraran en exposiciones internacionales. Le siguieron Saura y Millares, pero no Cuixart. En 1960 el franquismo acordó con el MoMA y el Guggenheim una campaña de promoción de los jóvenes informalistas. Una carta inédita del museo de Nueva York prueba que se intentó ocultar la participación del Gobierno español. Eran los años de la Guerra Fría, en la que Estados Unidos pugnaba con la URSS por el dictado cultural y con París por la capitalidad del arte. “Estas actitudes ilustran como pocos episodios la miseria del sistema cultural, en el que solo se salvan unas pocas individualidades y, aunque cueste reconocerlo, la eficiente diplomacia franquista”, explica Massot.
Para el autor, sin el tutelaje de Miró desde Barcelona y Picasso desde París la promoción de las nuevas vanguardias españolas habría caído de forma exclusiva en manos de refugiados nazis en España. Como el espía Werner Mathias Goeritz, instalado en Madrid en 1947, donde se presentaba como judío, antinazi y suizo, amigo de Max Jacob, Picasso y Paul Klee, pese a estar reclamado por los aliados para ser sometido a un proceso de desnazificación. Él unió a los defensores del arte nuevo dispersos por la Península en las jornadas de la Escuela de Altamira de 1949 y 1950 con la finalidad de desarrollar la modernidad del arte, en especial del abstracto. Contó con el apoyo de Rafael Santos Torroella, Ángel Ferrant, Llorens Artigas, Sebastià Gasch y Modest Cuixart y los poetas Luis Felipe Vivanco y Luis Rosales, entre otros. Pero no de Miró, al que Goeritz no logró convencer para que participara en una visita que le hizo en 1948.
También estaba en Madrid Karl Buchholz, uno de los comisionados por Goebbels para vender las obras de arte “degenerado” confiscadas a museos o compradas a judíos, tras abrir en 1945 una librería-galería con su nombre. Su socio capitalista fue Erich Gaebelt, mano derecha de Johannes Bernhardt, el hombre al que Hitler puso al frente del poderoso conglomerado de empresas que gestionó la venta a Franco de las armas alemanas que le ayudaron a ganar la guerra y que también dirigió la Legión Cóndor que arrasó Gernika. En la galería de Buchholz, que tuvo un gran prestigio entre los intelectuales y artistas, expusieron el grupo Pórtico y los pintores de El Paso.
Por su parte, Abel Bonnard, exministro de Educación del Gobierno de Vichy condenado a muerte tras la liberación de Francia, abrió en Madrid la galería Palma y en Bilbao Willy Wakonigg, excombatiente de la División Azul y compañero de Palazuelo en la aviación franquista, creó Stvdio. “Muchos de los autores promocionados por estas galerías o por el franquismo fueron objeto en los años sesenta y setenta de censura, encarcelados o atacados por grupos de ultraderecha”, apunta el autor.
El trabajo de Massot, rico en datos inéditos, se nutre de archivos públicos y privados, correspondencia, memorias, testimonios orales, hemerotecas y catálogos para situar a Miró en el contexto barcelonés, catalán, español e internacional, alejándolo de la imagen de pintor enclaustrado en su estudio de Mallorca, en el que se refugió en 1939. También pone luz a la crudeza del menosprecio que sufrió durante la posguerra, cuando su obra no se entendía: Josep Pla la criticaba porque se alejaba de la realidad y Salvador Dalí dijo que Miró hacía una obra “decorativa” y que era “un pintor de corbatas”.